CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO: EL ARTE DEL DISCERNIMIENTO, DON DE DIOS (04/01/2023)
El acompañamiento espiritual
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Antes de iniciar esta catequesis quisiera que nos uniéramos a los que, aquí al lado, están rindiendo homenaje a Benedicto XVI y dirijo mi pensamiento a él, que fue un gran maestro de catequesis. Su pensamiento agudo y educado no fue autorreferencial, sino eclesial, porque siempre quiso acompañarnos al encuentro con Jesús. Jesús, el Crucificado resucitado, el Viviente y el Señor, fue la meta a la que el Papa Benedicto nos condujo, llevándonos de la mano. Que nos ayude a redescubrir en Cristo la alegría de creer y la esperanza de vivir.
Con esta catequesis de hoy concluimos el ciclo dedicado al tema del discernimiento, y lo hacemos completando el discurso sobre las ayudas que pueden y deben sostenerlo: sostener el proceso de discernimiento. Una de ellas es el acompañamiento espiritual, importante, ante todo, para el conocimiento de sí mismo, que hemos visto que es una condición indispensable para el discernimiento. Mirarse en el espejo, a solas, no siempre ayuda, porque uno puede fantasear la imagen. En cambio, mirarse al espejo con la ayuda de otro, eso ayuda mucho porque el otro te dice la verdad — cuando es veraz — y así te ayuda.
La gracia de Dios en nosotros siempre trabaja sobre nuestra naturaleza. Pensando en una parábola evangélica, podemos comparar la gracia a la buena semilla y la naturaleza al terreno (cf. Mc 4, 3-9). Es importante, ante todo, hacerse conocer, sin temor a compartir los aspectos más frágiles, en los que nos descubrimos más sensibles, débiles o temerosos de ser juzgados. Hacerse conocer, manifestarse a una persona que nos acompañe en el camino de la vida. No que decida por nosotros, no: pero que nos acompañe. Porque la fragilidad es, en realidad, nuestra verdadera riqueza: somos ricos en fragilidad, todos; la verdadera riqueza, que debemos aprender a respetar y a acoger, porque, cuando es ofrecida a Dios, nos hace capaces de ternura, de misericordia y de amor. Ay de las personas que no se sienten frágiles: son duras, dictatoriales. En cambio, las personas que con humildad reconocen sus propias fragilidades son más comprensivas con los demás. La fragilidad — puedo decir — nos hace humanos. No por casualidad, la primera de las tres tentaciones de Jesús en el desierto —la relacionada con el hambre— intenta robarnos la fragilidad, presentándonosla como un mal del que hay que deshacerse, un impedimento para ser como Dios. En cambio, es nuestro tesoro más preciado: de hecho, Dios, para hacernos semejantes a Él, quiso compartir hasta el final nuestra propia fragilidad. Miremos al crucificado: Dios que baja precisamente a la fragilidad. Miremos al pesebre donde llega en una fragilidad humana grande. Él compartió nuestra fragilidad.
Y el acompañamiento espiritual, si es dócil al Espíritu Santo, ayuda a desenmascarar malentendidos, incluso graves, en la consideración que tenemos de nosotros mismos y en la relación con el Señor. El Evangelio presenta varios ejemplos de conversaciones clarificadoras y liberadoras hechas por Jesús. Pensemos, por ejemplo, en aquella con la Samaritana, que leemos, leemos, y siempre hay esa sabiduría y ternura de Jesús; pensemos en esa con Zaqueo, con la mujer pecadora, con Nicodemo y con los discípulos de Emaús: la manera de acercarse del Señor. Las personas que tienen un encuentro verdadero con Jesús no temen abrirle el corazón, presentarle su vulnerabilidad, su propia insuficiencia, su propia fragilidad. De este modo, su compartir se convierte en experiencia de salvación, de perdón gratuitamente acogido.
Contar ante otro lo que hemos vivido o en lo que estamos buscando ayuda para aclararnos, sacando a la luz los muchos pensamientos que nos habitan, y que a menudo nos inquietan con sus estribillos insistentes. Cuántas veces, en momentos oscuros, nos vienen pensamientos así: “Me he equivocado en todo, no valgo nada, nadie me comprende, nunca voy a lograrlo, estoy destinado al fracaso”, cuántas veces se nos ha ocurrido pensar estas cosas. Pensamientos falsos y venenosos, que la confrontación con el otro ayuda a desenmascarar, para sentirnos amados y estimados por el Señor por cómo somos, capaces de hacer cosas buenas para Él. Descubrimos con sorpresa formas distintas de ver las cosas, señales de bien presentes desde siempre en nosotros. Es verdad, podemos compartir nuestras fragilidades con el otro, con el que nos acompaña en la vida, en la vida espiritual, el maestro de vida espiritual, sea un laico, un sacerdote y decir: “Mira lo que me sucede: soy un desgraciado, me están sucediendo estas cosas”. Y quien nos acompaña responde: “Sí, todos pasamos estas cosas”. Esto nos ayuda a aclararlas bien y ver de dónde vienen las raíces y así superarlas.
Quien acompaña — el acompañante o la acompañante — no sustituye al Señor, no hace el trabajo en lugar de la persona acompañada, sino que camina a su lado, la anima a leer lo que se mueve en su corazón, el lugar por excelencia donde el Señor habla. El acompañante espiritual, que llamamos director espiritual —no me gusta este término, prefiero acompañante espiritual, es mejor—, es el que te dice: “Muy bien, pero mira aquí, mira aquí”, te llama la atención sobre cosas que quizá suceden; te ayuda a entender mejor los signos de los tiempos, la voz del Señor, la voz del tentador, la voz de las dificultades que no logras superar. Por eso es muy importante no caminar solos. Hay un dicho en la sabiduría africana — porque tienen esa mística de la tribu — que dice: “Si quieres llegar de prisa, ve solo; si quieres llegar seguro, ve con los demás”, ve acompañado, ve con tu pueblo. Es importante. En la vida espiritual es mejor hacerse acompañar por alguien que conozca nuestras cosas y nos ayude. Y eso es el acompañamiento espiritual.
Este acompañamiento puede ser fructífero si, ambas partes, han experimentado la filiación y la fraternidad espiritual. Descubrimos que somos hijos de Dios en el momento que nos descubrimos hermanos, hijos del mismo Padre. Por eso es indispensable estar insertos en una comunidad en camino. No estamos solos, somos gente de un pueblo, de una nación, de una ciudad que camina, de una Iglesia, de una parroquia, de este grupo... una comunidad en camino. No se va con el Señor solos: eso no está bien. Tenemos que entenderlo bien. Como en el relato evangélico del paralítico, a menudo somos sostenidos y curados gracias a la fe de algún otro (cf. Mc 2, 1-5); que nos ayuda a avanzar, porque todos a veces tenemos parálisis interiores y hace falta alguien que nos ayude a superar ese conflicto con su ayuda. No se va con el Señor solos, recordémoslo bien; otras veces, somos nosotros quienes asumimos ese compromiso a favor de otro hermano o de una hermana, y somos acompañantes para ayudar a ese otro. Sin experiencia de filiación y fraternidad, el acompañamiento puede dar lugar a expectativas irreales, a malentendidos, a formas de dependencia que dejan a la persona en un estado infantil. Acompañamiento, pero como hijos de Dios y hermanos con nosotros.
La Virgen María es maestra de discernimiento: habla poco, escucha mucho y guarda en el corazón (cf. Lc 2, 19). Las tres actitudes de la Virgen: hablar poco, escuchar mucho y guardar en el corazón. Y las pocas veces que habla, deja huella. Por ejemplo, en el Evangelio de Juan, hay una frase muy breve pronunciada por María que es una consigna para los cristianos de todos los tiempos: “Hagan lo que Él les diga” (cf. 2, 5). Es curioso: una vez oí a una viejita muy buena, muy piadosa; no había estudiado teología, era muy sencilla. Y me dijo: “¿Usted sabe cuál es el gesto que siempre hace la Virgen?”. No sé: te mima, te llama... “No, el gesto que hace la Virgen es éste” [señala con el índice]. Yo no entendía y pregunté: “¿Qué quiere decir?”. Y la viejita me respondió: “Siempre señala a Jesús”. Es hermoso eso: la Virgen no toma nada para sí, señala a Jesús. Hagan lo que Jesús les dice: así es la Virgen. María sabe que el Señor habla al corazón de cada uno, y nos pide que traduzcamos esta palabra en acciones y elecciones. Ella supo hacerlo más que nadie, y de hecho está presente en los momentos fundamentales de la vida de Jesús, especialmente en la hora suprema de la muerte de cruz.
Queridos hermanos y hermanas, terminamos esta serie de catequesis sobre el discernimiento: el discernimiento es un arte, un arte que se puede aprender y que tiene sus propias reglas. Si se aprende bien, permite vivir la experiencia espiritual de manera cada vez más bella y ordenada. Sobre todo, el discernimiento es un don de Dios, que hay que pedir siempre, sin presumir nunca de ser expertos y autosuficientes. Señor, dame la gracia de discernir en los momentos de la vida, qué debo hacer, qué debo entender. Dame la gracia de discernir, y dame la persona que me ayude a discernir.
La voz del Señor siempre se puede reconocer, tiene un estilo único, es una voz que pacifica, anima y tranquiliza en las dificultades. El Evangelio nos lo recuerda constantemente: «No temas» (Lc 1,30), que bellas esas palabras del ángel a María después de la resurrección de Jesús; «no temas», «no tengan miedo», es precisamente el estilo del Señor: «no temas». «¡No temas!», nos repite también el Señor hoy a nosotros; «no temas»: si confiamos en su palabra, jugaremos bien el partido de la vida, y podremos ayudar a los demás. Como dice el Salmo, su Palabra es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino (cf. 119, 105). Gracias.
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