NO BASTA DENUNCIAR O RENUNCIAR AL MAL, HAY QUE CAMBIAR AL BIEN: HOMILÍA DEL PAPA EN LAS VÍSPERAS DE LA FIESTA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO (25/01/2023)
Acabamos de escuchar la Palabra de Dios que ha caracterizado esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Son palabras fuertes, tan fuertes que podrían parecer inoportunas mientras tenemos la alegría de encontrarnos como hermanos y hermanas en Cristo para celebrar una solemne liturgia para alabarlo. No faltan hoy noticias tristes y preocupantes, así que de los “reproches sociales” de la Escritura con gusto podríamos prescindir. Sin embargo, si prestamos atención a las inquietudes del tiempo en que vivimos, con mayor razón debemos interesarnos en lo que hace sufrir al Señor por quien vivimos; y si nos hemos reunido en su nombre, no podemos más que poner al centro su Palabra. Ella es profética: de hecho, Dios, con la voz de Isaías, nos amonesta y nos invita al cambio. Amonestación y cambio son las dos palabras sobre las que quisiera proponerles algunas ideas esta tarde.
1 Amonestación. Volvamos a escuchar algunas palabras divinas: «Cuando vienen presentarse a mí, […] dejen de presentar ofrendas inútiles; […] cuando extienden sus manos, yo separo los ojos de ustedes. Aún si multiplican las plegarias, yo no escucharé» (Is 1, 12.13.15). ¿Qué es lo que suscita la indignación del Señor, al punto de reclamarle con tonos tan furiosos al pueblo que tanto ama? El texto nos revela dos motivos. Ante todo, Él culpa el hecho de que, en su templo, en su nombre, no se cumple lo que Él quiere: ni incienso ni ofrendas, sino que sea socorrido el oprimido, que se haga justicia al huérfano, que se defienda la causa de la viuda (cf. v. 17). En la sociedad del tiempo del profeta, se había difundido la tendencia — lamentablemente siempre actual — de considerar bendecidos por Dios a los ricos y a aquellos que hacían muchas ofrendas, y despreciar a los pobres. Pero esto es malinterpretar completamente al Señor. Jesús proclama bienaventurados a los pobres (cf. Lc 6, 20), y en la parábola del juicio final se identifica con los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los necesitados, los enfermos, los encarcelados (cf. Mt 25, 35-36). Este es entonces el primer motivo de indignación: Dios sufre cuando nosotros, que nos decimos fieles suyos, anteponemos nuestra visión a la suya, seguimos los juicios de la tierra antes que los del cielo, conformándonos con ritualidades exteriores y quedándonos indiferentes con respecto a aquellos que más le importan a Él. Dios, entonces, siente dolor, podríamos decir, por nuestra comprensión errónea e indiferente.
Además de esto, hay un segundo y más grave motivo que ofende al Altísimo: la violencia sacrílega. Él dice: «No puedo soportar el delito y la solemnidad […] Las manos de ustedes chorrean sangre […] Aparten de mi vista la maldad de sus acciones» (Is 1, 13.15.16). El Señor está “enfadado” por la violencia cometida contra el templo de Dios que es el hombre, mientras es honrado en los templos construidos por el hombre. Podemos imaginar con cuánto sufrimiento debe asistir a guerras y acciones violentas emprendidas por quien se profesa cristiano. Viene a la mente aquel episodio en el que un santo protestó contra la crueldad del al ir a verlo durante la Cuaresma para ofrecerle carne; cuando el soberano, en nombre de su religiosidad, la rechazó indignado, el hombre de Dios le preguntó por qué le daba escrúpulo comer carne animal, cuando en cambio no titubeaba en entregar a la muerte a hijos de Dios.
Hermanos y hermanas, esta amonestación del Señor nos hace pensar mucho, como cristianos y como confesiones cristianas. Quisiera reiterar que «hoy, con el desarrollo de la espiritualidad y de la teología, no tenemos excusas. Sin embargo, todavía hay quienes parecen sentirse alentados o al menos autorizados por su fe para apoyar diversas formas de nacionalismo cerrado y violento, actitudes xenófobas, desprecios e incluso maltratos hacia los que son diferentes. La fe, con el humanismo que inspira, debe mantener vivo un sentido crítico frente a estas tendencias y ayudar a reaccionar rápidamente cuando comienzan a insinuarse» (Carta enc. Fratelli tutti, 86). Si queremos, a ejemplo del Apóstol Pablo, que la gracia de Dios en nosotros no sea vana (cf. 1 Cor 15, 10), debemos oponernos a la guerra, a la violencia, a la injusticia en todo lugar donde se insinúen. El tema de esta Semana de oración fue elegido por un grupo de fieles de Minnesota, conscientes de las injusticias perpretadas en el pasado respecto a los pueblos indígenas y contra los afroamericanos en nuestros días. Frente a las diversas formas de desprecio y racismo; frente a la comprensión errónea e indiferente y a la violencia sacrílega, la Palabra de Dios nos amonesta: «¡Aprendan a hacer el bien! ¡Busquen la justicia!» (Is 1, 17). En efecto, no basta denunciar; es necesario también renunciar al mal, pasar del mal al bien. He aquí que la amonestación está dirigida a nuestro cambio.
2 Cambio. Habiendo diagnosticado los errores, el Señor pide remediarlos y, por medio del profeta, dice: «Lávense, purifíquense […] Cesen de hacer el mal» (v. 16). Y sabiendo que estamos oprimidos o como paralizados por tantas culpas, promete que será Él quien lave nuestros pecados: «Vengan y discutamos — dice el Señor —: Aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve. Aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana» (v. 18). Queridos hermanos y hermanas, de nuestras malas comprensiones de Dios y de la violencia que se incuba en nuestro interior, no somos capaces de liberarnos nosotros solos. Sin Dios, sin su gracia, no nos curamos de nuestro pecado. Su gracia es la fuente de nuestro cambio. Nos lo recuerda la vida del Apóstol Pablo, que recordamos hoy. Solos no podemos lograrlo, pero con Dios todo es posible; solos no podemos, pero juntos es posible. Juntos, de hecho, el Señor pide a los suyos que se conviertan. La conversión — esta palabra tan repetida, pero y no siempre fácil de entender — se pide al pueblo, tiene una dinámica comunitaria, eclesial. Creamos entonces, que también nuestra conversión ecuménica avanza en la medida en que nos reconocemos necesitados de gracia, necesitados de la misma misericordia: reconociéndonos todos dependientes en todo de Dios, nos sentiremos y seremos realmente, con su ayuda, «una sola cosa» (cf. Jn 17,21), hermanos en serio.
Qué hermoso abrirse juntos, en el signo de la gracia del Espíritu, a este cambio de perspectiva, redescubriendo que «todos los fieles dispersos por el orbe están en comunión con los demás en el Espíritu Santo, y así —como escribía San Juan Crisóstomo—, quien está en Roma sabe que los de la India son miembros suyos» (Lumen gentium, 13; In Io. hom. 65,1). En este camino de comunión, estoy agradecido de que tantos cristianos de varias comunidades y tradiciones estén acompañando, con participación e interés, el camino sinodal de la Iglesia católica, que deseo que sea cada vez más ecuménico. Pero no olvidemos que caminar juntos y reconocernos en comunión los unos con los otros en el Espíritu Santo, implica un cambio, un crecimiento que sólo puede suceder, como escribía Benedicto XVI, «a partir del íntimo encuentro con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad llegando a tocar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona ya no sólo con mis ojos y sentimientos, sino según la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo» (Carta enc. Deus caritas est, 18).
Que el Apóstol Pablo nos ayude a cambiar, a convertirnos; que nos obtenga un poco de su valentía indómita. Porque, en nuestro camino, es fácil trabajar por el propio grupo más que por el Reino de Dios, impacientarse, perder la esperanza de que llegue aquel día en que «todos los cristianos, en la única celebración de la Eucaristía, se encontrarán reunidos en esa unidad de la única Iglesia que Cristo desde un principio dio a su Iglesia» (Decr. Unitatis redintegratio, 4). Pero justamente en vista de ese día, volvamos a poner nuestra confianza en Jesús, nuestra Pascua y nuestra paz: Mientras le pedimos y lo adoramos, Él obra. Y nos conforta lo que dijo a Pablo y que podemos sentir dirigido a cada uno de nosotros: «Te basta mi gracia» (2 Cor 12, 9).
Queridos hermanos y hermanas, quise compartir en espíritu fraterno estos pensamientos que la Palabra me ha suscitado, para que, amonestados por Dios, por su gracia cambiemos y crezcamos en la oración, el servicio, el diálogo y el trabajo juntos hacia aquella plena unidad que Cristo desea. Ahora quisiera agradecerles de corazón: expreso mi reconocimiento a Su Eminencia, el Metropolita Policarpo, Representante del Patriarcado Ecuménico; a Su Gracia Ian Ernest, Representante personal del Arzobispo de Canterbury en Roma, y a los representantes de las demás comunidades cristianas presentes. Expreso una viva solidaridad a los miembros del Consejo Panucraniano de las Iglesias y de las Organizaciones Religiosas. Saludo a los estudiantes ortodoxos y ortodoxos orientales, a los becarios del Comité de Colaboración Cultural con las Iglesias Ortodoxas ante el Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y a los del Instituto Ecuménico de Bossey del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Un cordial saludo, muy fraterno, a Frère Alois y a los hermanos de Taizé, comprometidos en la preparación de la Vigilia ecuménica de oración que precederá a la apertura de la próxima sesión del Sínodo de los Obispos. Todos juntos caminemos por el camino que el Señor nos ha puesto delante, el de la unidad.
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