PIDAMOS LA GRACIA DEL ESTUPOR: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DEL DOMINGO DE RAMOS (28/03/2021)
Cada año esta Liturgia suscita en nosotros una actitud de asombro: pasamos de la alegría de acoger a Jesús que entra en Jerusalén al dolor de verlo condenado a muerte y crucificado. Es una actitud interior que nos acompañará toda la Semana Santa. Entremos entonces en este estupor.
De inmediato Jesús nos sorprende. Su gente lo acoge con solemnidad, pero Él entra en Jerusalén sobre un humilde burro. Su gente espera para la Pascua al libertador poderoso, pero Jesús viene para cumplir la Pascua con su sacrificio. Su gente espera celebrar la victoria sobre los romanos con la espada, pero Jesús viene a celebrar la victoria de Dios con la cruz. ¿Qué le sucede a aquella gente, que en pocos días pasó de aclamar con hosannas a Jesús a gritar “crucifícalo”? ¿Qué sucedió? Aquellas personas seguían más una imagen del Mesías, y no al Mesías. Admiraban a Jesús, pero no estaban dispuestas a dejarse sorprender por Él. El asombro es distinto de la admiración. La admiración puede ser mundana, porque busca los propios gustos y las propias expectativas; el asombro, en cambio, permanece abierto al otro, a su novedad. También hoy muchos admiran a Jesús: habló bien, amó y perdonó, su ejemplo cambió la historia... y tantas cosas más. Lo admiran, pero su vida no cambia. Porque admirar a Jesús no basta. Es necesario seguirlo en el camino, dejarse cuestionar por Él: pasar de la admiración al asombro.
¿Y qué es lo que más sorprende del Señor y de su Pascua? El hecho de que Él llegue a la gloria por el camino de la humillación. Él triunfa acogiendo el dolor y la muerte, que nosotros, rehenes de la admiración y del éxito, evitaríamos. Jesús, en cambio —nos dijo San Pablo—, «se despojó de sí mismo, […] se humilló a sí mismo» (Flp 2, 7.8). Esto sorprende: ver al Omnipotente reducido a nada. Verlo a Él, la Palabra que sabe todo, enseñarnos en silencio desde la cátedra de la cruz. Ver al rey de reyes que tiene por trono un patíbulo. Ver al Dios del universo despojado de todo. Verlo coronado de espinas y no de gloria. Verlo a Él, la bondad en persona, que es insultado y pisoteado. ¿Por qué toda esta humillación? Señor, ¿por qué te dejaste hacer todo esto?
Lo hizo por nosotros, para tocar hasta el fondo nuestra realidad humana, para atravesar toda nuestra existencia, todo nuestro mal. Para acercarse a nosotros y no dejarnos solos en el dolor y en la muerte. Para recuperarnos, para salvarnos. Jesús sube a la cruz para descender a nuestro sufrimiento. Prueba nuestros peores estados de ánimo: el fracaso, el rechazo de todos, la traición de quien le quiere e, incluso, el abandono de Dios. Experimenta en su propia carne nuestras contradicciones más lacerantes, y así las redime, las transforma. Su amor se acerca a nuestras fragilidades, llega hasta donde nosotros más nos avergonzamos. Y ahora sabemos que no estamos solos: Dios está con nosotros en cada herida, en cada miedo: ningún mal, ningún pecado tiene la última palabra. Dios vence, pero la palma de la victoria pasa por el leño de la cruz. Por eso las palmas y la cruz están juntas.
Pidamos la gracia del estupor. La vida cristiana, sin asombro, se vuelve gris. ¿Cómo se puede dar testimonio de la alegría de haber encontrado a Jesús, si no nos dejamos asombrar cada día por su amor sorprendente, que nos perdona y nos hace comenzar de nuevo? Si la fe pierde el asombro se vuelve sorda: ya no escucha la maravilla de la Gracia, ya no siente el gusto del Pan de vida y de la Palabra, ya no percibe la belleza de los hermanos y el don de la creación. Y no tiene otro camino más que refugiarse en los legalismos, en los clericalismos y en todas estas cosas que Jesús condena en el capítulo 23 de Mateo.
En esta Semana Santa, levantemos la mirada hacia la cruz para recibir la gracia del estupor. San Francisco de Asís, mirando al Crucificado, se maravillaba de que sus frailes no llorasen. Y nosotros, ¿somos capaces todavía de dejarnos conmover por el amor de Dios? ¿Por qué no sabemos ya asombrarnos ante él? ¿Por qué? Tal vez porque nuestra fe ha sido corroída por la costumbre. Tal vez porque permanecemos encerrados en nuestros remordimientos y nos dejamos paralizar por nuestras insatisfacciones. Tal vez porque hemos perdido la confianza en todo y nos creemos incluso fracasados. Pero detrás de todos estos “tal vez” está el hecho de que no estamos abiertos al don del Espíritu, que es Aquel que nos da la gracia del estupor.
Volvamos a comenzar desde el asombro; miremos al Crucificado y digámosle: “Señor, ¡cuánto me amas!, ¡qué valioso soy para Ti!”. Dejémonos asombrar por Jesús para volver a vivir, porque la grandeza de la vida no está en tener o en afirmarse, sino en descubrirse amados. Ésta es la grandeza de la vida: descubrirse amados. Y la grandeza de la vida está precisamente en la belleza del amor. En el Crucificado vemos a Dios humillado, al Omnipotente reducido a un descartado. Y con la gracia del estupor entendemos que, acogiendo a quien es descartado, acercándonos a quien es humillado por la vida, amamos a Jesús: porque Él está en los últimos, en los rechazados, en aquellos que nuestra cultura farisaica condena.
Hoy, justo después de la muerte de Jesús, el Evangelio nos revela el icono más hermoso del estupor. Es la escena del centurión que, «habiéndolo visto expirar de ese modo, dijo: “¡En verdad este hombre era Hijo de Dios!”» (Mc 15, 39). Se dejó asombrar por el amor. ¿De qué modo había visto morir a Jesús? Lo vio morir amando, y esto lo asombra. Sufría, estaba agotado, pero seguía amando. Esto es el estupor ante Dios, quien sabe llenar de amor incluso el momento de la muerte. En este amor gratuito e inaudito, el centurión, un pagano, encuentra a Dios. ¡En verdad este hombre era Hijo de Dios! Su frase confirma la Pasión. Muchos antes que él en el Evangelio, admirando a Jesús por sus milagros y prodigios, lo habían reconocido como Hijo de Dios, pero Cristo mismo los había hecho callar, porque existía el riesgo de quedarse en la admiración mundana, en la idea de un Dios que había que adorar y temer en cuanto poderoso y terrible. Ahora ya no, ante la cruz ya no se puede malinterpretar: Dios se ha revelado y reina sólo con la fuerza desarmada y desarmante del amor.
Hermanos y hermanas, hoy Dios continúa asombrando nuestra mente y nuestro corazón. Dejemos que este estupor nos invada, miremos al Crucificado y digámosle también nosotros: “Tú eres en verdad el Hijo de Dios. Tú eres mi Dios”.
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