CATEQUESIS DEL PAPA: RECONOCER LA POBREZA DE NUESTRA ORACIÓN (03/03/2021)

En la primera Audiencia General de este mes, celebrada la mañana de este 3 de marzo en la Biblioteca del Palacio Apostólico, el Papa Francisco ofreció su catequesis sobre la oración y la Trinidad, que se introdujo con la lectura de algunos fragmentos de la Carta de San Pablo a los Romanos (Rom 8, 14-15.26-27). El Santo Padre dijo que, en el camino de catequesis sobre la oración, tanto hoy como la próxima semana desea mostrar cómo, gracias a Jesucristo, la oración se abre de par en par a la Trinidad, al mar inmenso de Dios amor. También explicó que “no todas las oraciones son iguales, y no todas son convenientes”, tal como se desprende de la misma Biblia que atestigua “el mal resultado de muchas oraciones, que son rechazadas”. Reproducimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducida del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro camino de catequesis sobre la oración, hoy y la próxima semana queremos ver cómo, gracias a Jesucristo, la oración nos abre de par en par a la Trinidad — al Padre, al Hijo y al Espíritu —, al mar inmenso de Dios que es Amor. Es Jesús quien nos ha abierto el Cielo y nos ha proyectado en la relación con Dios. Ha sido Él quien ha hecho esto: nos ha abierto esta relación con el Dios Trino: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es lo que afirma el apóstol Juan, en la conclusión del prólogo de su Evangelio: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo unigénito, que es Dios y está en el seno del Padre, es él quien lo ha revelado» (1, 18). Jesús nos ha revelado la identidad, esta identidad de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nosotros realmente no sabíamos cómo se podía orar: qué palabras, qué sentimientos y qué lenguajes eran apropiados para Dios. En esa petición dirigida por los discípulos al Maestro, que a menudo hemos recordado en el curso de estas catequesis, está todo el tanteo del hombre, sus repetidos intentos, a menudo fracasados, de dirigirse al Creador: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

No todas las oraciones son iguales, y no todas son convenientes: la Biblia misma nos atestigua el mal resultado de muchas oraciones, que son rechazadas. Quizá Dios a veces no está contento con nuestras oraciones y nosotros ni siquiera nos damos cuenta. Dios mira las manos de quien ora: para hacerlas puras no es necesario lavarlas, si acaso es necesario abstenerse de acciones malvadas. San Francisco oraba: «Nullu homo ène dignu te mentovare», es decir “ningún hombre es digno de nombrarte” (Cántico del hermano sol).

Pero quizá el reconocimiento más conmovedor de la pobreza de nuestra oración floreció en los labios de ese centurión romano que un día suplicó a Jesús que sanara a su siervo enfermo (cf. Mt 8, 5-13). Él se sentía totalmente inadecuado: no era judío, era oficial del odiado ejército de ocupación. Pero la preocupación por el siervo le hace atreverse, y dice: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; pero di solamente una palabra y mi siervo será curado» (v. 8). Es la frase que también nosotros repetimos en cada liturgia eucarística. Dialogar con Dios es una gracia: nosotros no somos dignos, no tenemos ningún derecho que reclamar, nosotros “cojeamos” con cada palabra y cada pensamiento… Pero Jesús es la puerta que nos abre a este diálogo con Dios.

¿Por qué el hombre debería ser amado por Dios? No hay razones evidentes, no hay proporción… Tanto es así que en buena parte de las mitologías no está contemplado el caso de un dios que se preocupe por las vivencias humanas; es más, estas son molestas y aburridas, totalmente insignificantes. Recordemos la frase de Dios a su pueblo, repetida en el Deuteronomio: “Piensa, ¿qué pueblo tiene a sus dioses cerca de sí, como ustedes me tienen a mí cerca de ustedes?”. ¡Esta cercanía de Dios es la revelación! Algunos filósofos dicen que Dios puede pensar solo en sí mismo. Más bien somos los humanos los que intentamos apaciguar a la divinidad y resultar agradables a sus ojos. De aquí el deber de “religión”, con el cortejo de sacrificios y devociones a ofrecer continuamente para congraciarse con un Dios mudo, un Dios indiferente. No hay diálogo. Solo ha sido Jesús, solo ha sido la revelación de Dios antes de Jesús a Moisés, cuando Dios se presentó; solo ha sido la Biblia la que nos ha abierto el camino del diálogo con Dios. Recordemos: “¿Qué pueblo tiene a sus dioses cerca de sí como tú me tienes a mí cerca de ti?”. Esta cercanía de Dios que nos abre al diálogo con Él.

Un Dios que ama al hombre, nosotros nunca hubiéramos tenido la valentía de creerlo si no hubiéramos conocido a Jesús. El conocimiento de Jesús nos ha hecho entender esto, nos ha revelado esto. Es el escándalo que encontramos esculpido en la parábola del padre misericordioso, o en la del pastor que va en busca de la oveja perdida (cf. Lc 15). Relatos de este tipo no hubiéramos podido concebirlos, mucho menos comprenderlos, si no hubiéramos encontrado a Jesús. ¿Qué Dios está dispuesto a morir por los hombres? ¿Qué Dios ama siempre y pacientemente, sin la pretensión de ser amado a cambio? ¿Qué Dios acepta la tremenda falta de reconocimiento de un hijo que le pide un adelanto de la herencia y se va de casa malgastando todo? (cf. Lc 15, 12-13).

Es Jesús que nos revela el corazón de Dios. Así Jesús nos relata con su vida en qué medida Dios es Padre. Tam Pater nemo: Nadie es Padre cómo Él. La paternidad que es cercanía, compasión y ternura. No olvidemos estas tres palabras que son el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. Es el modo de expresar su paternidad con nosotros. Nosotros imaginamos con dificultad y muy de lejos el amor del que la Trinidad Santísima está preñada, y qué abismo de benevolencia recíproca existe entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los iconos orientales nos dejan intuir algo de este misterio que es el origen y la alegría de todo el universo.

Sobre todo estaba lejos de nosotros creer que este amor divino se expandiría, alcanzando nuestra orilla humana: somos el fin de un amor que no tiene igual en la tierra. El Catecismo explica: «La santa humanidad de Jesús es el camino mediante el cual el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre» (n. 2664). Y esta es la gracia de nuestra fe. Realmente no podíamos esperar vocación más alta: la humanidad de Jesús — Dios se ha hecho cercano en Jesús — ha hecho disponible para nosotros la vida misma de la Trinidad, abrió, ha abierto de par en par esta puerta del misterio del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

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