ADELANTE EN EL CAMINO DE LA UNIDAD, LA DIVISIÓN NUNCA ES DE DIOS: HOMILÍA DEL PAPA EN LAS VÍSPERAS DE LA FIESTA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO (25/01/2024)

En la Basílica de San Pablo Extramuros, el Papa Francisco presidió, este 25 de enero por la tarde, la celebración de las Segundas Vísperas en la clausura de la Semana de Unidad de los Cristianos, en la Fiesta de la Conversión de San Pablo. En su homilía, el Papa reflexionó sobre el pasaje del Evangelio en el que Jesús narra la parábola del Buen Samaritano y también sobre el pasaje de la Escritura que narra la conversión de Pablo, invitando a todos a seguir caminando juntos en el camino hacia la plena unidad de los cristianos. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

En el Evangelio que hemos escuchado, el doctor de la Ley, si bien se dirige a Jesús llamándolo “Maestro”, no quiere dejarse instruir por Él, sino “ponerlo a prueba”. Una falsedad aún mayor emerge, sin embargo, de su pregunta: «¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?» (Lc 10, 25). Hacer para heredar, hacer para tener: he aquí una religiosidad distorsionada, basada en la posesión más que en el don, donde Dios es el medio para obtener lo que quiero, no el fin de amar con todo el corazón. Pero Jesús es paciente e invita a ese doctor a encontrar la respuesta en la Ley de la que era experto, que prescribe: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27).

Entonces aquel hombre, “queriendo justificarse”, plantea una segunda pregunta: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). Si la primera pregunta corría el riesgo de reducir a Dios al propio “yo”, ésta trata de dividir: dividir a las personas entre las que se deben amar y las que se pueden ignorar. Y dividir nunca es de Dios, sino del diablo, que es divisor. Jesús, sin embargo, no responde teorizando, sino con la parábola del buen samaritano, con una historia concreta, que nos involucra también a nosotros. Porque, queridos hermanos y hermanas, quienes se comportan mal y con indiferencia, son el sacerdote y el levita, que anteponen a las necesidades del que sufre el cuidado de sus tradiciones religiosas. El que da sentido a la palabra “prójimo” es, en cambio, un hereje, un Samaritano, porque se hace prójimo: siente compasión, se acerca y tiernamente se inclina sobre las heridas de ese hermano; cuida de él, independientemente de su pasado y de sus culpas, y lo sirve con todo su ser (cf. Lc 10, 33-35). Esto permite a Jesús concluir que la pregunta correcta no es “¿quién es mi prójimo?” sino: “¿yo me hago prójimo?”. Sólo este amor que se convierte en servicio gratuito, sólo este amor que Jesús proclamó y vivió, acercará a los cristianos separados los unos a los otros. Sí, sólo este amor, que no mira hacia el pasado para poner distancia o señalar con el dedo; sólo este amor, que en nombre de Dios antepone el hermano a la férrea defensa del propio sistema religioso, sólo este amor nos unirá. Primero el hermano, luego el sistema.

Hermanos y hermanas, entre nosotros nunca deberíamos plantearnos la pregunta “¿quién es mi prójimo?”. Porque todo bautizado pertenece al mismo Cuerpo de Cristo; y más aún, porque toda persona en el mundo es mi hermano o mi hermana, y todos componemos la “sinfonía de la humanidad”, de la que Cristo es primogénito y redentor. Como recuerda San Ireneo, que tuve la alegría de proclamar “Doctor de la Unidad”: «quien ama la verdad no debe dejarse llevar por las diferencias de cada sonido, ni imaginar que uno sea el artífice y creador de este sonido y otro sea el artífice y creador del otro […], sino que debe pensar que lo ha hecho uno solo» (Adv. Haer. II, 25, 2). No, entonces, “¿quién es mi prójimo?” sino “¿me hago yo prójimo?”. Yo y después mi comunidad, mi Iglesia, mi espiritualidad, ¿se hacen prójimos? ¿O permanecen atrincheradas en defensa de sus propios intereses, celosas de su autonomía, encerradas en el cálculo de sus propias ventajas, entablando relaciones con los demás sólo para obtener algo de ellas? Si así fuera, no se trataría sólo de errores estratégicos, sino de infidelidad al Evangelio.

“¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Así comenzó el diálogo entre el doctor de la Ley y Jesús. Pero hoy incluso esta primera pregunta también da un vuelco gracias al Apóstol Pablo, de quien celebramos, en esta Basílica a él dedicada, la conversión. Pues bien, precisamente cuando Saulo de Tarso, perseguidor de los cristianos, encuentra a Jesús en la visión de luz que lo envuelve y le cambia la vida, le pregunta: «¿Qué debo hacer, Señor?» (Hch 22, 10). No “¿qué debo hacer para heredar?” sino “¿qué debo hacer, Señor?”. El Señor es el objetivo de la petición, la verdadera herencia, el sumo bien. Pablo no cambia de vida con base en sus objetivos, no se vuelve mejor porque realiza sus proyectos. Su conversión nace de un cambio existencial, donde la primacía ya no le pertenece a su perfección frente a la Ley, sino a la docilidad con respecto a Dios, en una apertura total a lo que Él quiere. No de su perfección, sino de su docilidad. De la perfección a la docilidad. Si Él es el tesoro, nuestro programa eclesial no puede sino consistir en hacer su voluntad, en ir al encuentro de sus deseos. Y Él, la noche antes de dar la vida por nosotros, ardientemente pidió al Padre por todos nosotros, “para que todos sean uno” (Jn 17, 21). Esa es su voluntad.

Todos los esfuerzos hacia la plena unidad están llamados a seguir el mismo itinerario de Pablo, a dejar de lado la centralidad de nuestras ideas para buscar la voz del Señor y dejarle iniciativa y espacio a Él. Lo había comprendido bien otro Pablo, gran pionero del movimiento ecuménico, el Abad Paul Couturier, quien orando acostumbraba implorar la unidad de los creyentes “como Cristo la quiere”, “con los medios que Él quiere”. Necesitamos esta conversión de perspectiva y ante todo de corazón, porque, como afirmó hace sesenta años el Concilio Vaticano II: «No existe un verdadero ecumenismo sin conversión interior» (Unitatis redintegratio, 7). Mientras oramos juntos reconozcamos, cada uno a partir de sí mismo, que necesitamos convertirnos, permitir al Señor que nos cambie el corazón. Esta es la vía: caminar juntos y servir juntos, poniendo la oración en primer lugar. En efecto, cuando los cristianos maduran en el servicio a Dios y al prójimo, crecen también en la comprensión recíproca, como declara también el Concilio: «Cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, con el Verbo y con el Espíritu, tanto más íntima y fácilmente podrán hacer que la fraternidad sea recíproca» (ibid.).

Por eso estamos aquí esta noche desde diferentes países, desde distintas culturas y tradiciones. Me siento agradecido con Su Gracia Justin Welby, Arzobispo de Canterbury, con el Metropolita Policarpo, en representación del Patriarcado Ecuménico, y con todos ustedes, que hacen presentes a muchas comunidades cristianas. Dirijo un saludo especial a los miembros de la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales, que celebran el XX aniversario de su camino, y a los Obispos católicos y anglicanos que participan en el Encuentro de la Comisión Internacional para la Unidad y la Misión. Es hermoso que hoy con mi hermano, el Arzobispo Justin, podamos conferir a este grupo de Obispos el mandato de seguir testimoniando la unidad querida por Dios para su Iglesia en sus respectivas regiones, avanzando juntos «para difundir la misericordia y la paz de Dios en un mundo necesitado» (OBISPOS IARCCUM, Walking Together, Roma, 7 de octubre de 2016). Saludo también a los estudiantes becarios del Comité para la Colaboración Cultural con las Iglesias ortodoxas del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y a los participantes en las visitas de estudio organizadas para jóvenes sacerdotes y monjes de las Iglesias ortodoxas orientales, y para los estudiantes del Instituto Ecuménico de Bossey del Consejo Ecuménico de las Iglesias.

Juntos, como hermanos y hermanas en Cristo, oremos con Pablo diciendo: “¿Qué debemos hacer, Señor?”. Y al hacer la petición ya hay una respuesta, porque la primera respuesta es la oración. Orar por la unidad es la primera tarea de nuestro camino. Y es una tarea santa, porque es estar en comunión con el Señor que, por la unidad, ante todo, pidió al Padre. Y sigamos orando también por el fin de las guerras, especialmente en Ucrania y en Tierra Santa. Un pensamiento muy sentido se dirige al amado pueblo de Burkina Faso, en particular a las comunidades que allí prepararon el material para la Semana de Oración por la Unidad. Que el amor al prójimo pueda tomar el lugar de la violencia que aflige a su país.

“¿Qué debo hacer, Señor?”. Y el Señor — narra Pablo — me dijo: «Levántate y sigue adelante» (Hch 22, 10). Levántate, nos dice Jesús a cada uno de nosotros y a nuestra búsqueda de unidad. Levantémonos entonces, en nombre de Cristo, de nuestros cansancios y de nuestras costumbres, y continuemos, siguiendo adelante, porque Él lo quiere, y lo quiere «para que el mundo crea» (Jn 17, 21). Oremos, pues, y sigamos adelante, porque esto es lo que Dios desea de nosotros. Es esto lo que desea de nosotros.

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