AFERRÉMONOS A LA MANSEDUMBRE DE LA PALABRA QUE SALVA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DEL DOMINGO DE LA PALABRA DE DIOS (21/07/2024)

La mañana de este 21 de enero, el Papa Francisco presidió, en la Basílica de San Pedro, la Santa Misa en ocasión del V Domingo de la Palabra de Dios. Dirigiéndose a los fieles presentes, los invitó poner la Escritura en el centro de nuestra vida personal y comunitaria. “Volvamos a las fuentes de la fe para ofrecer al mundo el agua viva que no encuentra; y, mientras la sociedad y las redes sociales acentúan la violencia de las palabras, aferrémonos a la mansedumbre de la Palabra de Dios que salva”, dijo el Santo Padre en su homilía, cuyo texto reproducimos a continuación, traducido del italiano:

Hemos escuchado que «Jesús les dijo: “Síganme […]”. E inmediatamente dejaron sus redes y lo siguieron» (Mc 1, 17-18). Es grande la fuerza de la Palabra de Dios, como escuchamos también en la primera lectura: «Fue dirigida a Jonás esta palabra del Señor: “Levántate, ve a Nínive […] y anúnciales […]”. Jonás se levantó y fue […] según la palabra del Señor» (Jon 3, 1-3). La Palabra de Dios libera el poder del Espíritu Santo. Es una fuerza que atrae hacia Dios, como les sucedió a esos jóvenes pescadores, deslumbrados por las palabras de Jesús; y es una fuerza que envía hacia los demás, como le sucedió a Jonás, que va hacia los que están alejados del Señor. La Palabra, por tanto, atrae hacia Dios y envía hacia los demás. Atrae hacia Dios y envía hacia los demás: ese es su dinamismo. No nos deja encerrados en nosotros mismos, sino que ensancha el corazón, hace cambiar de ruta, trastoca las costumbres, abre escenarios nuevos, revela horizontes impensables.

Hermanos y hermanas, la Palabra de Dios desea realizar esto en cada uno de nosotros. Como para los primeros discípulos, que acogiendo las palabras de Jesús dejaron las redes y comienzan una aventura estupenda, así también en las riberas de nuestra vida, junto a las barcas de los familiares y a las redes del trabajo, la Palabra suscita la llamada de Jesús. Él nos llama a navegar mar adentro con Él para los demás. Sí, la Palabra suscita la misión, nos hace mensajeros y testigos de Dios para un mundo lleno de palabras, pero sediento de esa Palabra que a menudo ignora. La Iglesia vive de este dinamismo: es llamada por Cristo, atraída por Él, y es enviada al mundo para dar testimonio de Él. Este es el dinamismo de la Iglesia.

No podemos prescindir de la Palabra de Dios, de su fuerza mansa que, como en un diálogo, toca el corazón, se imprime en el alma, la renueva con la paz de Jesús, que nos hace inquietos por los demás. Si miramos a los amigos de Dios, a los testigos del Evangelio en la historia, a los santos, vemos que para todos la Palabra ha sido decisiva. Pensemos en el primer monje, San Antonio, que, impactado por un pasaje del Evangelio cuando estaba en Misa, dejó todo por el Señor; pensemos en San Agustín, cuya vida dio un vuelco cuando una palabra divina le sanó el corazón; pensemos en Santa Teresa del Niño Jesús, que descubrió su vocación leyendo las cartas de San Pablo. Y pienso en el santo de quien llevo el nombre, Francisco de Asís, quien, después de haber orado, lee en el Evangelio que Jesús envía a los discípulos a predicar y exclama: «Esto quiero, esto busco, esto anhelo hacer con todo el corazón» (Tomás Celano, Vida primera de San Francisco IX, 22). Son vidas transformadas por la Palabra de vida, por la Palabra del Señor.

Pero me pregunto: ¿por qué para muchos de nosotros no sucede lo mismo? Muchas veces escuchamos la Palabra de Dios, entra por un oído y sale por el otro: ¿por qué? Tal vez porque, como nos muestran estos testigos, es necesario no ser “sordos” a la Palabra. Es el riesgo que corremos: abrumados por miles de palabras, dejamos que se nos resbale la Palabra de Dios: la oímos, pero no la escuchamos; la escuchamos, pero no la custodiamos; la custodiamos, pero no nos dejamos provocar por ella para cambiar. Sobre todo, la leemos, pero no la hacemos oración, mientras que «la lectura de la Sagrada Escritura debe ser acompañada por la oración, para que se establezca el diálogo entre Dios y el hombre» (Dei Verbum, 25). No olvidemos las dos dimensiones fundantes de la oración cristiana: la escucha de la Palabra y la adoración del Señor. Hagamos espacio a la Palabra de Jesús, a la Palabra de Jesús orada, y nos sucederá a nosotros como a los primeros discípulos. Volvamos entonces al Evangelio de hoy, que nos relata dos gestos que brotan de la Palabra de Jesús: «dejaron las redes y lo siguieron» (Mc 1, 18). Dejaron y siguieron. Detengámonos brevemente en esto.

Dejaron. ¿Qué dejaron? La barca y las redes, es decir la vida que habían llevado hasta aquel momento. Muchas veces nos cuesta dejar nuestras seguridades, nuestras costumbres, porque permanecemos atrapados en ellas como los peces en la red. Pero quien está en contacto con la Palabra se cura de las ataduras del pasado, porque la Palabra viva reinterpreta la vida, cura también la memoria herida implantando el recuerdo de Dios y de sus obras por nosotros. La Escritura nos cimenta en el bien, nos recuerda quienes somos: hijos de Dios salvados y amados. Las “fragrantes palabras del Señor” (cf. San Francisco de Asís, Carta a los Fieles II) son como la miel, dan gusto a la vida: suscitan la dulzura de Dios, alimentan el alma, alejan el miedo, vencen la soledad. Y como hicieron dejar a esos discípulos la repetitividad de una vida hecha de barcas y de redes, así en nosotros renuevan la fe, purificándola y liberándola de tantas escorias, llevándola de nuevo a los orígenes, a la pureza que brota del Evangelio. Con el relato de las obras de Dios por nosotros, la Sagrada Escritura desata los amarres de una fe paralizada y nos hace saborear de nuevo la vida cristiana como realmente es: una historia de amor con el Señor.

Los discípulos, entonces, dejaron; y después siguieron — dejaron y siguieron: detrás del Maestro dieron pasos hacia adelante. En efecto, su Palabra, mientras libera de las cargas del pasado y del presente, hace madurar en la verdad y en la caridad: reaviva el corazón, lo sacude, lo purifica de las hipocresías y lo llena de esperanza. La Biblia misma atestigua que la Palabra es concreta y eficaz: «como la lluvia y la nieve» para el terreno (cf. Is 55, 10-11); «como el fuego», «como un martillo que parte la roca» (Jr 23, 29); como una espada afilada que «discierne los sentimientos y pensamientos del corazón» (Heb 4,12); como una «semilla […] incorruptible» (1 Pe 1, 23) que, pequeña y escondida, germina y da fruto (cf. Mt 13). «En la palabra de Dios hay tanta eficacia y poder, que es […] el alimento del alma, la fuente pura y perenne de la vida espiritual» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 21).

Hermanos y hermanas, que el Domingo de la Palabra de Dios nos ayude a volver con alegría a las fuentes de la fe, que nace de la escucha de Jesús, Verbo de Dios vivo. Que mientras se dicen y se leen constantemente palabras sobre la Iglesia, nos ayude a redescubrir la Palabra de vida que resuena en la Iglesia. De lo contrario terminamos por hablar más de nosotros que de Él; y muchas veces al centro se quedan nuestros pensamientos y nuestros problemas, en vez de Cristo con su Palabra. Volvamos a las fuentes para ofrecer al mundo el agua viva que no encuentra; y, mientras la sociedad y las redes sociales acentúan la violencia de las palabras, aferrémonos a la mansedumbre de la Palabra de Dios que salva, que es mansa, que no hace ruido, que entra en el corazón.

Y hagámonos, por último, una pregunta. ¿Qué lugar reservo a la Palabra de Dios en el lugar donde vivo? Allí seguramente hay libros, periódicos, televisores, teléfonos, pero ¿dónde está la Biblia? En mi cuarto, ¿tengo el Evangelio al alcance de la mano? ¿Lo leo cada día para encontrar el camino de la vida? ¿Llevo en la bolsa un pequeño ejemplar del Evangelio para leerlo? Muchas veces he aconsejado tener siempre consigo el Evangelio, en el bolsillo, en la bolsa, en el celular: si me importa Cristo más que nadie, ¿cómo puedo dejarlo en casa y no llevar conmigo su Palabra? Y una última pregunta: ¿he leído por completo al menos uno de los cuatro Evangelios? El Evangelio es el libro de la vida, es sencillo y breve y, sin embargo, muchos creyentes nunca han leído uno desde principio hasta el final.

Hermanos y hermanas, Dios, dice la Escritura, es «principio y autor de la belleza» (cf. Sab 13, 3): dejémonos conquistar por la belleza que la Palabra de Dios trae a la vida.

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