ARDAMOS POR LAS “SANTAS UTOPÍAS” DE FRATERNIDAD Y PAZ: HOMILÍA DEL PAPA EN LA SANTA MISA EN MARSELLA (23/09/2023)

La tarde de este 23 de septiembre, el Santo Padre presidió la Santa Misa ante las más de 50,000 mil personas que abarrotaron el Estadio Velódromo de Marsella. En su homilía, comentando el Evangelio de San Lucas en el que presenta la escena de la visitación de la Virgen María a su prima Isabel, el Pontífice señaló que, “la experiencia de la fe genera sobre todo un salto ante la vida. Saltar significa ser tocados por dentro, tener un estremecimiento interior, sentir que algo se mueve en nuestro corazón. Es lo contrario de un corazón aburrido, frío, acomodado a una vida tranquila”. Compartimos a continuación el texto de su homilía, traducido del italiano:

Se narra en las Escrituras que el rey David, una vez establecido su reino, decidió transportar el Arca de la Alianza a Jerusalén. Entonces, después de haber convocado al pueblo, se levantó y partió para ir a traerla; luego, durante el trayecto, él mismo danzaba frente a ella junto con la gente, exultando de alegría por la presencia del Señor (cf. 2 Sam 6,1-15). Es con el trasfondo de esta escena, que el evangelista Lucas nos relata la visita de María a su prima Isabel: también María, de hecho, se levanta y parte hacia la región de Jerusalén y, cuando entra en la casa de Isabel, el niño que ella llevaba en el seno, al reconocer la llegada del Mesías, salta de alegría, se pone a danzar como hizo David frente al Arca (cf. Lc 1, 39-45).

María, por tanto, es presentada como la verdadera Arca de la Alianza, que introduce al Señor encarnado en el mundo. Es la joven Virgen que va al encuentro de la anciana estéril y, llevando a Jesús, se convierte en signo de la visita de Dios que vence toda esterilidad. Es la Madre que sube hacia los montes de Judá, para decirnos que Dios se pone en camino hacia nosotros, para encontrarnos con su amor y hacernos exultar de gozo. ¡Es Dios, que se pone en camino!

En estas dos mujeres, María e Isabel, se revela la visita de Dios a la humanidad: una es joven y la otra anciana, una es virgen y la otra estéril, sin embargo ambas están encinta de un modo “imposible”. Esta es la obra de Dios en nuestra vida: hace posible incluso aquello que parece imposible, engendra vida incluso en la esterilidad.

Hermanos y hermanas, preguntémonos con sinceridad de corazón: ¿creemos que Dios está obrando en nuestra vida? ¿Creemos que el Señor, de manera oculta y a menudo imprevisible, actúa en la historia, realiza maravillas y está obrando incluso en nuestras sociedades marcadas por el secularismo mundano y por una cierta indiferencia religiosa?

Hay un modo para discernir si tenemos esta confianza en el Señor. ¿Cuál es este modo? El Evangelio dice que «apenas Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó en su vientre» (v. 41). Este es el signo: saltar. El que cree, el que ora, el que acoge al Señor salta en el Espíritu, siente que algo se mueve dentro, “danza” de alegría. Y quisiera detenerme y reflexionar sobre este: el salto de la fe, exultar en la fe.

La experiencia de fe genera ante todo un estremecimiento ante la vida. Exultar significa ser “tocados por dentro”, tener un estremecimiento interior, sentir que algo se mueve en nuestro corazón. Es lo contrario de un corazón aburrido, frío, acomodado a una vida tranquila, que se blinda en la indiferencia y se vuelve impermeable, que se endurece, insensible a todo y a todos, incluso al trágico descarte de la vida humana, que hoy es rechazada en tantas personas que emigran, así como en tantos niños no nacidos y en tantos ancianos abandonados. Un corazón frío y aburrido arrastra la vida de modo mecánico, sin pasión, sin impulso, sin deseo. Y de todo esto, en nuestra sociedad europea, podemos enfermarnos: del cinismo, del desencanto, de la resignación, de la incertidumbre, de un sentido general de tristeza ―todo junto: la tristeza, aquella tristeza escondida en los corazones―. Alguien las ha llamado “pasiones tristes”: es una vida sin sobresaltos.

El que es engendrado en la fe, en cambio, reconoce la presencia del Señor, como el niño en el vientre de Isabel. Reconoce su obra en la sucesión de los días y recibe ojos nuevos para mirar la realidad; aun en medio de las fatigas, de los problemas y los sufrimientos, descubre cotidianamente la visita de Dios y se siente acompañado y sostenido por Él. Frente al misterio de la vida personal y a los desafíos de la sociedad, el que cree tiene un estremecimiento, tiene una pasión, un sueño que cultivar, un interés que impulsa a comprometerse en primera persona. Ahora cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿siento yo estas cosas? ¿tengo yo estas cosas? Quien es así sabe que el Señor está presente en todo, llama, invita a dar testimonio del Evangelio para edificar con mansedumbre, a través de los dones y los carismas recibidos, un mundo nuevo.

La experiencia de la fe, además de un estremecimiento ante la vida, genera también un estremecimiento ante el prójimo. En el misterio de la Visitación, en efecto, vemos que la visita de Dios no se realiza por medio de acontecimientos celestiales extraordinarios, sino en la sencillez de un encuentro. Dios viene a la puerta de una casa de familia, en el tierno abrazo entre dos mujeres, en el encontrarse de dos embarazos llenos de asombro y esperanza. Y en este encuentro está la preocupación de María, la maravilla de Isabel, la alegría de compartir.

Recordémoslo siempre, también en la Iglesia: Dios es relación y nos visita con frecuencia a través de los encuentros humanos, cuando sabemos abrirnos al otro, cuando hay un estremecimiento por la vida de quien pasa cada día a nuestro lado y cuando nuestro corazón no permanece indiferente e insensible ante las heridas del que es más frágil. Nuestras ciudades metropolitanas y los numerosos países europeos como Francia, donde conviven culturas y religiones diferentes son, en este sentido, un gran desafío contra las exasperaciones del individualismo, contra los egoísmos y las cerrazones que producen soledades y sufrimientos. Aprendamos de Jesús a conmovernos por quienes viven a nuestro lado, aprendamos de Él que, ante las multitudes cansadas y exhaustas, siente compasión y se conmueve (cf. Mc 6, 34), se estremece de misericordia ante la carne herida de aquel que encuentra. Como afirma uno de sus grandes santos, Vicente de Paúl: «es preciso buscar enternecer nuestros corazones, haciéndolos sensibles a las penas y las miserias del prójimo, y pedir a Dios que nos dé el verdadero espíritu de misericordia, que es precisamente su propio espíritu», hasta reconocer que los pobres son «nuestros señores y nuestros amos» (cf. Correspondance, entretiens, documents, París 1920-25, 341; 392-393).

Hermanos, hermanas, pienso en tantos “estremecimientos” de Francia, en una historia rica de santidad, de cultura, de artistas y de pensadores, que han apasionado a tantas generaciones. También hoy nuestra vida, la vida de la Iglesia, Francia, Europa necesitan esto: la gracia de un estremecimiento, de un nuevo estremecimiento de fe, de caridad y de esperanza. Necesitamos recuperar la pasión y el entusiasmo, redescubrir el gusto del compromiso por la fraternidad, de seguir corriendo el riesgo del amor en las familias y hacia los más débiles, y de reencontrar en el Evangelio una gracia que transforma y embellece la vida.

Miremos a María, que se incomoda poniéndose en camino y nos enseña que Dios es precisamente así: nos incomoda, nos pone en movimiento, nos hace “exultar”, como le sucedió a Isabel. Y nosotros queremos ser cristianos que encuentran a Dios con la oración y a los hermanos con el amor; cristianos que se estremecen, vibran, acogen el fuego del Espíritu para después dejarse quemar por las preguntas de hoy, por los desafíos del Mediterráneo, por el grito de los pobres, por las “santas utopías” de fraternidad y de paz que esperan ser realizadas.

Hermanos y hermanas, junto con ustedes suplico a la Virgen, Notre Dame de La Garde, que vele sobre su vida, que cuide a Francia, que cuide a toda Europa, y que nos haga exultar en el Espíritu. Y quisiera hacerlo con las palabras de Paul Claudel: «Veo la Iglesia abierta. […] / No tengo nada que ofrecerte y nada que pedirte. / Sólo he venido, Madre, para mirarte. / Mirarte, llorar de felicidad, saber esto: / que soy tu hijo y que tú estás aquí. […] Estar contigo, María, en este lugar donde tú estás. […] / Porque existes por siempre, / simplemente porque eres María, / simplemente porque existes, / Madre de Jesucristo, ¡gracias a ti!» (cf. «La Vierge à midi», Poëmes de Guerre 1914-1916, Paris 1922).

Saludo al final de la Santa Misa

Gracias, Eminencia, por sus palabras, y gracias a todos ustedes, hermanos y hermanas, por su presencia y por la oración. ¡Gracias!

Una vez llegado al final de esta visita, quisiera expresar mi reconocimiento por la calurosa acogida que he recibido, así como por todo el trabajo y los preparativos realizados. Agradezco al señor presidente de la República y, a través de él, dirijo un cordial saludo a todos los franceses y francesas. Saludo a la Señora Primera Ministra, que vino a recibirme al aeropuerto; saludó también a las autoridades presentes, en particular al señor alcalde de Marsella.

Y abrazo a toda la iglesia marsellesa, con sus comunidades parroquiales y religiosas, con sus numerosos institutos escolásticos y sus obras de caridad. Esta Arquidiócesis fue la primera en el mundo en ser consagrada al Sagrado Corazón de Jesús, en 1720, durante una epidemia de peste; está entonces en sus corazones ser signos de la ternura de Dios, también en la actual “epidemia de la indiferencia”: ¡gracias por su servicio humilde y determinado, que da testimonio de la cercanía y la compasión del Señor!

Varios de ustedes han llegado aquí de distintas partes de Francia: merci à vous! Deseo saludar a los hermanos y hermanas venidos de Niza, acompañados por el Obispo y el alcalde, y a sobrevivientes del tremendo atentado del 14 de julio de 2016. Dirijamos un recuerdo en oración a cuántos perdieron la vida en esa tragedia y en todos los actos terroristas perpetrados en Francia y en todas partes del mundo. El terrorismo es cobarde. No nos cansemos de pedir por la paz en las regiones devastadas por la guerra, sobre todo por el martirizado pueblo ucraniano.

Un saludo lleno de afecto a los enfermos, a los niños y los ancianos, que son la memoria de la civilización; y un pensamiento especial para las personas sin dificultad y para todos los trabajadores de esta ciudad; cerca al puerto de Marsella trabajó Jacques Loew, el primer sacerdote obrero de Francia. ¡Que la dignidad de los trabajadores sea respetada, promovida y cuidada!

Queridos hermanos y hermanas, llevaré en el corazón los encuentros de estos días. Que Notre Dame de la Garde vele sobre esta ciudad, mosaico de esperanza, sobre todo en sus familias y sobre cada uno de ustedes. Je vous bénis. S’il vous plaît, n’oubliez pas de prier pour moi. Ce travail n’est pas facile! Merci. (Los bendigo. Por favor, no se olviden de orar por mí. ¡Este trabajo no es fácil! Gracias.)

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