SUPEREMOS RIVALIDADES DAÑINAS: PALABRAS DEL PAPA A LA DELEGACIÓN DEL PATRIARCADO ECUMÉNICO DE CONSTANTINOPLA (28/06/2021)

El Papa Francisco recibió la mañana de este 28 de junio, en audiencia, a una representación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla encabezada por el Metropolita Emmanuel de Calcedonia, en la víspera de la Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo. Hay “dos caminos”, dijo el Papa en su discurso, “el del repliegue sobre sí mismo, en la búsqueda de las propias seguridades y oportunidades, o el de la apertura al otro, con los riesgos que implica, pero sobre todo con los frutos de la gracia que Dios garantiza”. Transcribimos a continuación, el texto completo de su discurso, traducido del italiano:

Queridos hermanos en Cristo:

Los saludo con alegría y les doy la bienvenida con afecto a Roma en ocasión de la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Agradezco al Metropolita Emmanuel por las corteses palabras que me ha dirigido – palabras de hermano. El intercambio anual de delegaciones entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla para las fiestas de los respectivos patronos es signo de la comunión real, aunque aún no plena, que ya las une. Estoy vivamente agradecido a Su Santidad Bartolomé y al Santo Sínodo que han querido enviarles entre nosotros y les agradezco por la agradable visita.

Este año festejaremos a los Santos Pedro y Pablo mientras el mundo esta aún luchando por salir de la dramática crisis causada por la pandemia. Este flagelo ha sido un banco de prueba que ha cambiado a todos y todo. Más grave que esta crisis sólo es la posibilidad de desperdiciarla, sin aprender la lección que nos entrega. Es una lección de humildad, que nos enseña la imposibilidad de vivir sanos en un mundo enfermo y de continuar como antes sin darnos cuenta de cuánto no funcionaba. También ahora, el gran deseo de volver a la normalidad puede enmascarar la insensata pretensión de apoyarse nuevamente en falsas seguridades, en costumbres y proyectos que miran exclusivamente a la ganancia y a la persecución de los propios intereses, sin ocuparse de las injusticias planetarias, del grito de los pobres y de la precaria salud de nuestro planeta.

Y a nosotros cristianos, ¿qué nos dice todo esto? También nosotros estamos seriamente llamados a preguntarnos si queremos volver a hacer todo como antes, como si no hubiese pasado nada, o si queremos tomar el desafío de esta crisis. La crisis, como revela el significado original de la palabra, implica un juicio, una separación entre los que hace bien y lo que hace mal. El término, de hecho, antiguamente designaba el acto de los campesinos que separaban el grano bueno de la paja para tirarla. La crisis pide entonces cernir, hacer un discernimiento, detenerse a valorar qué, de todo lo que hacemos, permanece y qué pasa.

Ahora, creemos, como enseña el Apóstol Pablo, que permanece para siempre el amor, porque mientras todo pasa, «la caridad nunca tendrá fin» (1 Cor 13, 8). No hablamos ciertamente del amor romántico, centrado en sí mismo, en los propios sentimientos, deseos y emociones; hablamos del amor concreto, vivido a la manera de Jesús. Es el amor de la semilla que da vida muriendo en tierra, que da fruto partiéndose. Es el amor que «no busca el propio interés», que «todo perdona, todo espera, todo soporta» (vv. 5.7). En otras palabras, el Evangelio asegura frutos abundantes no a quien acumula para sí, no a quien mira sus propias ganancias, sino a quien comparte abiertamente con los demás, sembrando con abundancia y gratuidad, en humilde espíritu de servicio.

Tomar en serio la crisis que estamos atravesando significa entonces, para nosotros cristianos en camino hacia la plena comunión, preguntarnos como queremos proceder. Toda crisis pone frente a una encrucijada y abre dos caminos: el del repliegue sobre sí mismo, en la búsqueda de las propias seguridades y oportunidades, o el de la apertura al otro, con los riesgos que implica, pero sobre todo con los frutos de gracia que Dios garantiza. Queridos hermanos, ¿no ha llegado quizá la hora en la cual dar, con la ayuda del Espíritu, un impulso mayor a nuestro camino para abatir viejos prejuicios y superar definitivamente rivalidades dañinas? Sin ignorar las diferencias que serán superadas a través del diálogo, en la caridad y en la verdad, ¿no podemos inaugurar una nueva fase de relaciones entre nuestras Iglesias, caracterizada por caminar mayormente juntos, por querer dar pasos reales hacia delante, por sentirnos corresponsables los unos por los otros? Si somos dóciles al amor, el Espíritu Santo, que es el amor creativo de Dios y pone en armonía las diversidades, abrirá los caminos para una fraternidad renovada.

El testimonio de creciente comunión entre nosotros cristianos será también un signo de esperanza para muchos hombres y mujeres, que se sentirán animados a promover una fraternidad más universal y una reconciliación capaz de remediar los errores del pasado. Es el único camino para abrir un porvenir de paz. Un bello signo profético será también la colaboración más estrecha entre ortodoxos y católicos en el diálogo con otras tradiciones religiosas, ámbito en el que sé que usted, querida Eminencia Emmanuel, está muy involucrado.

Queridos amigos, deseo agradecerles una vez más por su presencia. Les pido cortésmente transmitir a Su Santidad Bartolomé, que siento como mi verdadero hermano, mi saludo afectuoso y respetuoso, y decirle que lo espero con alegría aquí en Roma el próximo octubre, ocasión para dar gracias a Dios en el trigésimo aniversario de su elección. Por intercesión de los Santos Pedro y Pablo, los corifeos de los Apóstoles, y de San Andrés, el primero de los llamados, que Dios omnipotente y misericordioso nos bendiga y nos atraiga cada vez más hacia la unidad. Y, ustedes, muy queridos, resérvenme, por favor, un espacio en sus oraciones. Gracias.

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