DIÁCONOS PERMANENTES, SEAN SIERVOS HUMILDES: PALABRAS DEL PAPA A LOS DIÁCONOS PERMANENTES DE ROMA (19/06/2021)

No “medio sacerdotes”, ni “monaguillos de lujo”, sino siervos solícitos que se entregan para que nadie quede excluido; “humildes”, “buenos esposos y buenos padres”; “centinelas” capaces de avistar a los pobres y a los alejados. Así describió el Papa Francisco a los Diáconos, en su discurso a los Diáconos permanentes de la Diócesis de Roma recibidos en audiencia la mañana de este 19 de junio, en el Aula de las Bendiciones del Vaticano, confiándoles el mandato del servicio. Transcribimos a continuación, el texto de su mensaje, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos! Gracias por la visita.

Les agradezco sus palabras y sus testimonios. Saludo al Cardenal Vicario, a todos ustedes y a sus familias. Me alegro de que tú, Giustino, hayas sido nombrado Director de Cáritas: mirándote pienso que crecerá, ¡eres el doble de alto que Don Ben, adelante! (ríen, aplausos). Me alegro también de que la Diócesis de Roma haya retomado la antigua costumbre de confiar una iglesia a un diácono para que se convierta en una Diaconía, como ha hecho contigo, querido Andrea, en un barrio popular de la ciudad. Saludo con afecto a ti y a tu mujer Laura. Espero que no termines como San Lorenzo, pero ¡sigue adelante! (ríen).

Ya que me han preguntado qué espero de los Diáconos de Roma, les diré algunas cosas, como suelo hacer cuando los encuentro y me detengo a intercambiar unas palabras con alguno de ustedes.

Partamos reflexionando un poco sobre el ministerio del Diácono. El camino maestro por recorrer es el indicado por el Concilio Vaticano II, que entendió el Diaconado como «grado propio y permanente de la jerarquía». La Lumen gentium, después de haber descrito la función de los presbíteros como una participación en la función sacerdotal de Cristo, ilustra el ministerio de los diáconos, «a quienes —dice— se imponen las manos no para el sacerdocio, sino para el servicio» (n. 29). Esta diferencia no es insignificante. El Diaconado, que en la concepción anterior se reducía a una orden de paso hacia el sacerdocio, recupera así su lugar y su especificidad. El mero hecho de subrayar esta diferencia ayuda a superar la plaga del clericalismo, que pone a una casta de sacerdotes “por encima” del Pueblo de Dios. Este es el núcleo del clericalismo: una casta sacerdotal “por encima” del Pueblo de Dios. Y si esto no se resuelve, seguirá el clericalismo en la Iglesia. Los diáconos, precisamente por estar dedicados al servicio de este Pueblo, recuerdan que en el cuerpo eclesial nadie puede elevarse por encima de los demás.

En la Iglesia debe prevalecer la lógica opuesta, la lógica del abajamiento. Todos estamos llamados a abajarnos, porque Jesús se abajó, se hizo siervo de todos. Si hay alguien grande en la Iglesia es Él, que se hizo el más pequeño y el siervo de todos. Y todo comienza aquí, como nos recuerda el hecho de que el diaconado es la puerta de entrada al Orden. Y diácono se permanece para siempre. Recordemos, por favor, que siempre para los discípulos de Jesús amar es servir y servir es reinar. El poder está en el servicio, no en otra cosa. Y como tú has recordado lo que digo, que los diáconos son los custodios del servicio en la Iglesia, por consecuencia se puede decir que son los custodios del verdadero “poder” en la Iglesia, para que nadie vaya más allá del poder del servicio. Piensen en esto.

El diaconado, siguiendo el camino maestro del Concilio, nos lleva así al centro del misterio de la Iglesia. Como he hablado de “Iglesia constitutivamente misionera” y de “Iglesia constitutivamente sinodal”, así digo que deberíamos hablar de “Iglesia constitutivamente diaconal”. Si no se vive esta dimensión del servicio, de hecho, todo ministerio se vacía por dentro, se vuelve estéril, no produce fruto. Y poco a poco se vuelve mundano. Los diáconos recuerdan a la Iglesia que es cierto lo que descubrió Santa Teresita: la Iglesia tiene un corazón quemado por el amor. Sí, un corazón humilde que palpita con el servicio. Los diáconos nos lo recuerdan cuando, como el diácono san Francisco, llevan a los demás la proximidad de Dios sin imponerse, sirviendo con humildad y alegría. La generosidad de un diácono que se entrega sin buscar las primeras filas huele a Evangelio, relata la grandeza de la humildad de Dios que da el primer paso —siempre, Dios siempre da el primer paso— para ir al encuentro incluso de quien le ha dado la espalda.

Hoy se necesita prestar atención también a otro aspecto. La disminución del número de presbíteros ha llevado a un esfuerzo prevalente de los diáconos en tareas de suplencia que, aunque importantes, no constituyen lo específico del diaconado. Son tareas de suplencia. El Concilio, después de haber hablado del servicio al Pueblo de Dios «en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad», subraya que los diáconos están, sobre todo —sobre todo— «dedicados a los oficios de la caridad y de la administración» (Lumen gentium, 29). La frase recuerda los primeros siglos, cuando los diáconos se ocupaban a nombre y por cuenta del obispo de las necesidades de los fieles, en particular de los pobres y los enfermos. También podemos acudir a las raíces de la Iglesia de Roma. No pienso sólo en San Lorenzo, sino también en la decisión de dar vida a las diaconías. En la gran metrópoli imperial se organizaron siete lugares, distintos de las parroquias y distribuidos por los municipios de la ciudad, en que los diáconos desarrollaban una labor capilar en favor de toda la comunidad cristiana, en particular de los “últimos”, para que, como dicen los Hechos de los Apóstoles, ninguno entre ellos tuviera necesidad (cf. 4, 34).

Por eso en Roma se ha buscado recuperar esta antigua tradición con la diaconía en la iglesia de San Estanislao. Sé que están muy presentes también en Cáritas y en otras realidades cercanas a los pobres. Así no perderán nunca la brújula: los diáconos no serán “medio sacerdotes”, o curas de segunda categoría, ni “monaguillos de lujo”; no, por ese sendero no se camina; serán servidores solícitos que se entregan para que nadie sea excluido y el amor del Señor toque concretamente la vida de la gente. En definitiva, se podría resumir en pocas palabras la espiritualidad diaconal, es decir, la espiritualidad del servicio: disponibilidad dentro y apertura fuera. Disponibles dentro, de corazón, dispuestos a decir sí, dóciles, sin hacer girar la vida en torno a la propia agenda; y abiertos fuera, con la mirada dirigida a todos, sobre todo a quien se ha quedado fuera, a quien se siente excluido. Ayer leí un pasaje de Don Orione, que hablaba de la acogida de los necesitados, y él decía: “En nuestras casas —hablaba a los religiosos de su congregación—, en nuestras casas debe ser acogido cualquiera que tenga una necesidad, cualquier tipo de necesidad, cualquier cosa, incluso el que tenga una pena”. Y esto me gusta. Recibir no solamente a los necesitados, sino al que tiene una pena. Ayudar a esta gente es importante. Les encomiendo esto.

En cuanto a lo que espero de los diáconos de Roma, agrego además tres breves ideas —pero no se asusten, ya estoy terminando —, que no van en la dirección de “cosas que hacer”, sino de dimensiones que cultivar. En primer lugar, espero que sean humildes. Es triste ver a un Obispo y a un sacerdote que se pavonenan, pero es todavía más triste ver a un diácono que quiere ponerse al centro del mundo, o al centro de la liturgia, o al centro de la Iglesia. Humildes. Que todo el bien que hagan sea un secreto entre ustedes y Dios. Y así dará fruto.

En segundo lugar, espero que seáis buenos esposos y buenos padres. Y buenos abuelos. Esto dará esperanza y consuelo a las parejas que están viviendo momentos de fatiga y que encontrarán en su sencillez genuina una mano tendida. Podrán pensar: “¡Mira un poco a nuestro diácono! ¡Está contento de estar con los pobres, pero también con el párroco e incluso con sus hijos y su mujer!”. ¡También con la suegra, es muy importante! Hacer todo con alegría, sin lamentarse: es un testimonio que vale más que muchos sermones. Y las quejas, fuera. Sin quejarse. “He tenido tanto trabajo, tanto…”. Nada. Cómanse estas cosas. Fuera. La sonrisa, la familia, abiertos a la familia, la generosidad…

Por último, la tercera cosa, espero que sean centinelas: no sólo que sepan divisar a los lejanos y a los pobres —esto no es tan difícil—, sino que ayuden a la comunidad cristiana a divisar a Jesús en los pobres y en los lejanos, mientras llama a nuestras puertas a través de ellos. Es una dimensión también, diría, catequética, profética, del centinela-profeta-catequista que sabe ver más allá y ayudar a los demás a ver más allá, y ver a los pobres, que están lejos. Pueden hacer suya la bella imagen del final de los Evangelios, cuando Jesús desde lejos pregunta a los suyos : «¿No tienen nada de comer?» Y el discípulo amado lo reconoce y dice: «¡Es el Señor!» (Jn 21, 5.7). Cualquier necesidad, ver al Señor. Así, también ustedes divisen al Señor cuando, en muchos de sus hermanos más pequeños, pide ser alimentado, acogido y amado. Ahí está, quisiera que éste fuera el perfil de los diáconos de Roma y de todo el mundo. Trabajen en esto. Tienen la generosidad y vayan adelante con esto.

Les agradezco por lo que hacen y por lo que son y les pido, por favor, que sigan orando por mí. Gracias.

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