ENSANCHEMOS NUESTRO CORAZÓN: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (06/06/2021)

Por la tarde de este 6 de junio, el Pontífice presidió la Santa Misa del Corpus Christi desde el altar de la Catedra en la Basílica Vaticana, deteniéndose, durante su homilía, en explicar de qué manera podemos nosotros hoy preparar la Pascua del Señor – al igual que los discípulos prepararon el lugar donde iban a celebrar la cena Pascual – y entender cuales son lugares de nuestra vida en los que el Señor pide que lo recibamos. Sus respuestas se detuvieron en tres imágenes del Evangelio que el Papa resumió al decir: “Convirtámonos en una Iglesia con el cántaro en la mano, que despierta la sed y lleva el agua, abramos de par en par el corazón para ser la habitación amplia donde todos puedan entrar y encontrar al Señor, desgastemos nuestra vida en la compasión y la solidaridad, para que el mundo vea por medio nuestro la grandeza del amor de Dios”. Transcribimos a continuación el texto de su homilía, traducido del italiano:

Jesús manda a sus discípulos para que vayan a preparar el lugar donde celebrar la cena pascual. Ellos le habían preguntado: «Maestro, ¿dónde quieres que vayamos a preparar para que puedas comer la Pascua?» (Mc 14, 12). Mientras contemplamos y adoramos la presencia del Señor en el Pan eucarístico, estamos llamados también nosotros a preguntarnos: ¿en qué “lugar” queremos preparar la Pascua del Señor? ¿Cuáles son los “lugares” de nuestra vida en que Dios nos pide ser hospedado? Quiero responder a estas preguntas basándome en tres imágenes del Evangelio que hemos escuchado (Mc 14, 12-16.22-26).

La primera es la del hombre que lleva un ánfora de agua (cf. V. 13). Es un detalle que parecería superfluo. Pero ese hombre del todo anónimo se convierte en el guía para los discípulos que buscan el lugar que después será llamado el Cenáculo. Y el ánfora de agua es el signo de reconocimiento: un signo que hace pensar en la humanidad sedienta, siempre en busca de una fuente de agua que le quite la sed y la regenere. Todos nosotros caminamos en la vida con un ánfora en la mano: todos nosotros, cada uno de nosotros tiene sed de amor, de alegría, de una vida realizada en un mundo más humano. Y para esta sed, el agua de las cosas mundanas no sirve, porque se trata de una sed más profunda, que sólo Dios puede satisfacer.

Sigamos todavía esta “señal” simbólica. Jesús dice a los suyos que donde los conduzca un hombre con el ánfora de agua, ahí se podrá celebrar la Cena de la Pascua. Para celebrar la Eucaristía, entonces, se necesita ante todo reconocer la propia sed de Dios: sentirnos necesitados de Él, desear su presencia y su amor, ser conscientes de que no podemos lograrlo solos sino que necesitamos de un Alimento y un Bebida de vida eterna que nos sostengan en el camino. El drama de hoy – podemos decir – es que a menudo la sed está extinta. Se han terminado las preguntas sobre Dios, ha desaparecido el deseo de Él, se hacen cada vez más raros los que buscan a Dios. Dios ya no atrae porque ya no advertimos nuestra sed profunda. Pero sólo donde hay un hombre o una mujer con el ánfora de agua – pensemos en la Samaritana, por ejemplo (cf. Jn 4, 5-30) – el Señor puede revelarse como Aquel que da la vida nueva, que nutre de esperanza confiable nuestros sueños y nuestras aspiraciones, presencia de amor que da sentido y dirección a nuestro peregrinar terreno. Como ya notábamos, es ese hombre con el ánfora quien conduce a los discípulos a la sala donde Jesús instituirá la Eucaristía. Es la sed de Dios la que nos lleva al altar. Si falta la sed, nuestras celebraciones se vuelven áridas. También como Iglesia, entonces, no puede bastar el grupito de los habituales que se reúnen para celebrar la Eucaristía; debemos ir a la ciudad, encontrar a la gente, aprender a reconocer y a revelar la sed de Dios y el deseo del Evangelio.

La segunda imagen es la de la gran sala en el piso superior (cf. V. 15). Es ahí que Jesús y los suyos tendrán la cena pascual y esta sala se encuentra en la casa de una persona que los hospeda. Decía el P. Primo Mazzolari: «He aquí que un hombre sin nombre, un dueño de una casa, le presta la habitación más hermosa. […] Dio lo más grande que tenía porque alrededor del gran sacramento se desea que todo sea grande, habitación y corazón, palabras y gestos» (La Pascua, La Langosta 1964, 46-48).

Una sala grande para un pequeño pedazo de Pan. Dios se hace pequeño como un pedazo de pan y justamente por esto se necesita un corazón grande para poder reconocerlo, adorarlo, acogerlo. La presencia de Dios es así, humilde, oculta, a veces invisible, que necesita un corazón preparado, despierto y acogedor para ser reconocida. En cambio si nuestro corazón, más que a una gran sala, se asemeja a un armario donde conservamos con arrepentimiento las cosas viejas; se asemeja a un desván donde hemos guardado desde hace tiempo nuestro entusiasmo y nuestros sueños; se asemeja a una estancia angosta, un cuarto obscuro porque vivimos sólo de nosotros mismos, de nuestros problemas y nuestras amarguras, entonces será imposible reconocer esta silenciosa y humilde presencia de Dios. Se necesita una sala grande. Se requiere ensanchar el corazón. Es necesario salir de la sala pequeña de nuestro yo y entrar en el gran espacio del asombro y la adoración. ¡Y esto nos falta tanto! Esto nos falta en tantos movimientos que hacemos para encontrarnos, reunirnos, pensar juntos la pastoral… Pero si falta esto, si falta el estupor y la adoración, no hay camino que nos lleva al Señor. Ni tampoco habrá sínodo, nada. Esta es la actitud ante la Eucaristía, de esto necesitamos: adoración. También la Iglesia debe ser una sala grande. No un círculo pequeño y cerrado, sino una Comunidad con los brazos abiertos de par en par, acogedora con todos. Preguntémonos esto: cuando se acerca alguien que está herido, que se ha equivocado, que tiene un camino de vida distinto, la Iglesia, esta Iglesia, ¿es una sala grande para acogerlo y conducirlo a la alegría del encuentro con Cristo? La Eucaristía quiere alimentar a quien está cansado y hambriento a lo largo del camino, ¡no lo olvidemos! La Iglesia de los perfecto y los puros es una sala en que no hay lugar para nadie; la Iglesia de las puertas abiertas, que festeja alrededor de Cristo, es en cambio una sala donde todos – todos, justos y pecadores – puedan entrar.

Finalmente , la tercera imagen, la imagen de Jesús que parte el Pan. Es el gesto eucarístico por excelencia, el gesto de identidad de nuestra fe, el lugar de nuestro encuentro con el Señor que se ofrece para hacernos renacer a una vida nueva. También este gesto es sorprendente: hasta entonces se inmolaban corderos y se ofrecían en sacrificio a Dios, ahora es Jesús quien se hace cordero y se inmola para darnos la vida. En la Eucaristía contemplamos y adoramos al Dios del amor. Es el Señor que no parte a ninguno sino se parte a Sí mismo. Es el Señor que no exige sacrificios sino que se sacrifica a Sí mismo. Es el Señor que no pide nada sino entrega todo. Para celebrar y vivir la Eucaristía, también nosotros somos llamados a vivir este amor. Porque no puedes partir el Pan del domingo si tu corazón está cerrado a los hermanos. No puedes comer este Pan si no das el pan al hambriento. No puedes compartir este Pan si no compartes los sufrimientos de quien está en necesidad. Al final de todo, incluso de nuestras solemnes liturgias eucarísticas, sólo el amor permanecerá. Y a partir de ahora nuestras Eucaristías transforman el mundo en la medida en que nos dejamos transformar y nos convertimos en pan partido para los demás.

Hermanos y hermanas, ¿dónde “preparar la cena del Señor” aún hoy? La procesión con el Santísimo Sacramento – característica de la fiesta del Corpus Domini, pero que por el momento no podemos todavía hacer – nos recuerda que estamos llamados a salir llevando a Jesús. Salir con entusiasmo llevando a Cristo a aquellos que encontramos en la vida de cada día. Convirtámonos en una Iglesia con el ánfora en la mano, que descubre la sed y lleva el agua. Abramos de para en par el corazón en el amor, para ser la sala espaciosa y hospitalaria donde todos puedan entrar a encontrar al Señor. Partamos nuestra vida en la compasión y la solidaridad, para que el mundo vea a través de nosotros la grandeza del amor de Dios. Y entonces el Señor vendrá, nos sorprenderá una vez más, nos volverá a dar alimento para la vida del mundo. Y nos saciará para siempre, hasta el día en que, en el banquete del Cielo, contemplaremos su rostro y nos alegraremos sin fin.

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