CATEQUESIS DEL PAPA: EL PADRE CELESTIAL SIEMPRE ESCUCHA NUESTRAS ORACIONES (26/05/2021)

El Papa Francisco presidió la mañana de este 26 de mayo, la tradicional Audiencia General de los miércoles, también en esta ocasión en el Patio de San Dámaso de la Ciudad del Vaticano, donde se congregó un número reducido de fieles y peregrinos de diversas nacionalidades para escuchar sus enseñanzas. En su 35ª catequesis sobre la oración, centrada en “la certeza de ser escuchados” el Santo Padre explicó que “Jesús nos llama a crecer en la fe, de modo que sea esta virtud la que guíe nuestra oración y todos nuestros deseos tengan como fin la mayor gloria de Dios”. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hay una contestación radical a la oración, que deriva de una observación que todos hacemos: nosotros oramos, pedimos, sin embargo, a veces parece que nuestras oraciones no son escuchadas: lo que hemos pedido – para nosotros o para otros – no se realiza. Nosotros tenemos esta experiencia, muchas veces. Si además el motivo por el que hemos orado era noble (como puede ser la intercesión por la salud de un enfermo, o para que cese una guerra), la no escucha nos parece escandalosa. Por ejemplo, por las guerras: nosotros estamos orando para que terminen las guerras, estas guerras en tantas partes del mundo, pensemos en Yemen, pensemos en Siria, países que están en guerra desde hace años, ¡años! Países atormentados por las guerras, nosotros oramos y no terminan. ¿Pero cómo puede ser esto? «Algunos dejan de orar porque, piensan, su oración no es escuchada» (Catecismo de la Iglesia Católica, n.2734). Pero si Dios es Padre, ¿por qué no nos escucha? Él que ha asegurado que da cosas buenas a los hijos que se lo piden (cf. Mt 7, 10), ¿por qué no responde a nuestras peticiones? Todos nosotros tenemos experiencia de esto: hemos orado, orado, por la enfermedad de este amigo, de este papá, de esta mamá y después se han ido, Dios no nos ha escuchado. Es una experiencia de todos nosotros.

El Catecismo nos ofrece una buena síntesis sobre la cuestión. Nos advierte del riesgo de no vivir una auténtica experiencia de fe, sino de transformar la relación con Dios en algo mágico. La oración no es una varita mágica: es un diálogo con el Señor. En efecto, cuando oramos podemos caer en el riesgo de no ser nosotros quienes servimos a Dios, sino pretender que sea Él quien nos sirva a nosotros (cf. n. 2735). He aquí, entonces, una oración que siempre reclama, que quiere dirigir los sucesos según nuestro designio, que no admite otros proyectos si no son nuestros deseos. Jesús en cambio, tuvo una gran sabiduría poniendo en los labios el “Padre Nuestro”. Es una oración sólo de peticiones, como sabemos, pero las primeras que pronunciamos están todas del lado de Dios. Piden que se realice no nuestro proyecto, sino su voluntad en relación con el mundo. Mejor dejarlo hacer a Él: «Sea santificado tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad» (Mt 6, 9-10).

Y el apóstol Pablo nos recuerda que nosotros no sabemos ni siquiera qué sea conveniente pedir (cf. Rm 8, 26). Nosotros pedimos por nuestras necesidades, las cosas que nosotros queremos, “¿pero esto es más conveniente o no?”. Pablo nos dice: nosotros ni siquiera sabemos qué es conveniente pedir. Cuando oramos debemos ser humildes: esta es la primera actitud para ir a orar. Así como está la costumbre en muchos lugares que, para ir a orar a la iglesia, las mujeres se ponen el velo o se toma el agua bendita para empezar a orar, así debemos decirnos, antes de la oración, lo que sea más conveniente, que Dios me dé lo que sea más conveniente: Él sabe. Cuando oramos tenemos que ser humildes, para que nuestras palabras sean efectivamente oraciones y no un vaniloquio que Dios rechaza. Se puede también orar por motivos equivocados: por ejemplo, para derrotar al enemigo en guerra, sin preguntarnos qué piensa Dios de esa guerra. Es fácil escribir en un estandarte “Dios está con nosotros”; muchos están ansiosos por asegurar que Dios está con ellos, pero pocos se preocupan por verificar si ellos están efectivamente con Dios. En la oración, es Dios quien nos debe convertir, no somos nosotros los que debemos convertir a Dios. Es la humildad. Yo voy a orar pero Tú, Señor, convierte mi corazón para que pida lo que es conveniente, pida lo que será mejor para mi salud espiritual.

Sin embargo, permanece el escándalo: cuando los hombres oran con corazón sincero, cuando piden bienes que corresponden al Reino de Dios, cuando una mamá reza por el hijo enfermo, ¿por qué a veces parece que Dios no escucha? Para responder a esta pregunta, es necesario meditar con calma los Evangelios. Los relatos de la vida de Jesús están llenos de oraciones: muchas personas heridas en el cuerpo y en el espíritu le piden ser sanadas; está quien le pide por un amigo que ya no camina; hay padres y madres que le llevan hijos e hijas enfermos… Todas son oraciones impregnadas de sufrimiento. Es un inmenso coro que invoca: “¡Ten piedad de nosotros!”.

Vemos que a veces la respuesta de Jesús es inmediata, en cambio, en otros casos esta se difiere en el tiempo: parece que Dios no responde. Pensemos en la mujer cananea que suplica a Jesús por la hija: esta mujer debe insistir mucho tiempo para ser escuchada (cf. Mt 15, 21-28). Tiene también la humildad de escuchar una palabra de Jesús que parece un poco ofensiva: no debemos tirar el pan a los perros, a los perritos. Pero a esta mujer no le importa la humillación: le importa la salud de la hija. Y sigue adelante: “Sí, también los perritos comen de lo que cae de la mesa”, y esto le gusta a Jesús. La valentía en la oración. O pensemos también en el paralítico llevado por sus cuatro amigos: inicialmente Jesús perdona sus pecados y tan solo en un segundo momento lo sana en el cuerpo (cf. Mc 2, 1-12). Por tanto, en alguna ocasión la solución del drama no es inmediata. También en nuestra vida, cada uno de nosotros tiene esta experiencia. Hagamos un poco de memoria: cuántas veces hemos pedido una gracia, un milagro, digámoslo así, y no ha sucedido nada. Después, con el tiempo, las cosas se han acomodado, pero según el modo de Dios, el modo divino, no según lo que nosotros queríamos en ese momento. El tiempo de Dios no es nuestro tiempo.

Desde este punto de vista, merece atención sobre todo la sanación de la hija de Jairo (cf. Mc 5, 21-33). Hay un padre que corre sin aliento: su hija está mal y por este motivo pide la ayuda de Jesús. El Maestro acepta enseguida, pero mientras van hacia la casa tiene lugar otra curación, y después llega la noticia de que la niña está muerta. Parece el final, en cambio Jesús dice al padre: «No temas; solamente ten fe» (Mc 5, 36). “Sigue teniendo fe”: porque es la fe la que sostiene la oración. Y de hecho, Jesús despertará a esa niña del sueño de la muerte. Pero por un cierto tiempo, Jairo ha tenido que caminar en la oscuridad, con la única llama de la fe. ¡Señor, dame la fe! ¡Que mi fe crezca! Pedir esta gracia, de tener fe. Jesús, en el Evangelio, dice que la fe mueve montañas. Pero, tener la fe en serio. Jesús, delante de la fe de sus pobres, de sus hombres, cae vencido, siente una ternura especial, delante de esa fe. Y escucha.

También la oración que Jesús dirige al Padre en el Getsemaní parece permanecer sin ser escuchada: “Padre, si es posible, aleja de mí esto que me espera”. Parece que el Padre no lo ha escuchado. El Hijo tendrá que beber hasta el fondo el cáliz de la Pasión. Pero el Sábado Santo no es el capítulo final, porque al tercer día, es decir el domingo, está la resurrección. El mal es señor del penúltimo día: recuerden bien esto. El mal nunca es un señor del último día, no: del penúltimo, el momento donde es más oscura la noche, precisamente antes de la aurora. Allí, en el penúltimo día está la tentación donde el mal nos hace entender que ha vencido: “¿Viste?, ¡he vencido yo!”. El mal es señor del penúltimo día: el último día está la resurrección. Pero el mal nunca es señor del último día: Dios es el Señor del último día. Porque ese pertenece sólo a Dios, y es el día en el que se cumplirán todos los anhelos humanos de salvación. Aprendamos esta paciencia humilde de esperar la gracia del Señor, esperar el último día. Muchas veces, el penúltimo día es muy feo, porque los sufrimientos humanos son feos. Pero el Señor está y en el último día Él resuelve todo.

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