¡SEÑOR, DAME ESPERANZA!: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR LOS FIELES DIFUNTOS (02/11/2020)

La esperanza no defrauda, sino que nos atrae y da un sentido a nuestra vida: ella es el don de Dios que nos atrae hacia la vida y la alegría eterna. En la Conmemoración de los Fieles Difuntos este 2 de noviembre, el Santo Padre Francisco celebró la Santa Misa en la Iglesia del Camposanto Teutónico del Vaticano. La homilía improvisada por el Sumo Pontífice fue un himno a la esperanza, “regalo de Dios y ancla” de la que debemos sujetarnos en los momentos más oscuros de nuestra vida. En la homilía el Papa reflexionó sobre el pasaje de la Primera Lectura de la liturgia de este día, tomado del Libro del Profeta Job, que narra el término de su existencia a causa de la enfermedad. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Job derrotado, es más, terminado en su existencia, por la enfermedad, con la piel arrancada, casi a punto de morir, casi sin carne, Job tiene una certeza y la dice: «¡Yo sé que mi Redentor está vivo y que, al final, se levantará del polvo!» (Jb 19, 25). En el momento en que Job está más abajo, abajo, abajo, está ese abrazo de luz y calor que le asegura: Yo veré al Redentor. Con estos ojos lo veré. «Yo lo veré. Yo mismo, mis ojos lo contemplarán y no otro» (Jb 19, 27).

Esta certeza, en el momento justamente casi final de la vida, es la esperanza cristiana. Una esperanza que es un don: nosotros no podemos tenerla. Es un don que debemos pedir: “Señor, dame la esperanza”. Hay muchas cosas terribles que nos llevan a desesperarnos, a creer que todo será una derrota final, que después de la muerte no haya nada… Y la voz de Job, vuelve, vuelve: «¡Yo sé que mi Redentor está vivo y que, al final, se levantará del polvo! […] Yo lo veré, yo mismo», con estos ojos.

«La esperanza no defrauda» (Rom 5, 5), nos ha dicho Pedro. La esperanza nos atrae y da un sentido a nuestra vida. Yo no veo el más allá, pero la esperanza es el don de Dios que nos atrae hacia la vida, hacia la alegría eterna. La esperanza es un ancla que tenemos del otro lado, y nosotros, agarrados a la cuerda, nos sostenemos (cf. Hb 6, 18-20). “Yo se que mi Redentor está vivo y lo veré”. Y esto repetirlo en los momentos de alegría y en los momentos tristes, en los momentos de muerte, digamos así.

Esta certeza es un don de Dios, porque nosotros no podremos nunca tener la esperanza con nuestras fuerzas. Debemos pedirla. La esperanza es un don gratuito que no merecemos nunca: es dado, es regalado. Es gracia.

Y después, el Señor confirma esto, esta esperanza que no defrauda: «Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí» (Jn 6, 37). Este es la finalidad de la esperanza: ir con Jesús. Y «aquel que viene a mí, no lo echaré fuera porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6, 37-38). El Señor que nos recibe allá, donde está el ancla. La vida en esperanza es vivir así: agarrados, con la cuerda en la mano, fuerte, sabiendo que el ancla está allá. Y esta ancla no defrauda, no defrauda.

Hoy, al pensar en muchos hermanos y hermanas que se han ido, nos hará bien mirar los cementerios y mirar allá. Y repetir, como Job: “Yo se que mi Redentor está vivo, y yo lo veré, yo mismo, mis ojos lo contemplarán y no otro”. Y esta es la fuerza que nos da la esperanza, este don gratuito que es la virtud de la esperanza. Que el Señor nos la dé a todos nosotros.

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