LA RIQUEZA ES LO QUE SOMOS, NO LO QUE TENEMOS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR LA JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES (15/11/2020)

La mañana de este 15 de noviembre, XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, el Papa Francisco celebró la Misa en la Basílica de San Pedro en el marco de la IV Jornada Mundial de los Pobres que este año lleva como tema: “Tiende tu mano al pobre” (cf. Si 7, 32). El Santo Padre profundizó sobre el Evangelio del día que narra la parábola de los talentos que Jesús cuenta a sus discípulos: un señor llama a sus siervos, le entrega a cada uno una serie de talentos, (una cantidad diferente según su capacidad) y luego, con el tiempo, les reclama qué es lo que han hecho con esas monedas entregadas. El Papa Francisco, divide, entonces, este relato en tres partes: “un inicio, un centro y un final, que iluminan el principio, el núcleo y el final de nuestras vidas”. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

La parábola que hemos escuchado tiene un inicio, un centro y un final, que iluminan el inicio, el centro y el final de nuestras vidas.

El inicio. Todo comienza con un gran bien: el dueño no guarda para sí mismo sus riquezas, sino que las da a los siervos; a uno cinco, a otro dos, a otro un talento, «según la capacidad de cada uno» (Mt 25, 15). Se ha calculado que un solo talento correspondía al salario de unos veinte años de trabajo: era un bien superabundante, que entonces era suficiente para toda la vida. Aquí está el inicio: también para nosotros todo comenzó con la gracia de Dios — todo, siempre, comienza con la gracia, no con nuestras fuerzas — con la gracia de Dios que es Padre y ha puesto en nuestras manos tanto bien, confiando a cada uno talentos diferentes. Somos portadores de una gran riqueza, que no depende de cuántas cosas tengamos, sino de lo que somos: de la vida recibida, del bien que hay en nosotros, de la belleza irreemplazable que Dios nos ha dado, porque somos hechos a su imagen, cada uno de nosotros es precioso a sus ojos, cada uno de nosotros es único e insustituible en la historia. Así nos mira Dios, así nos siente Dios.

Qué importante es recordar esto: muchas veces, cuando miramos nuestra vida, vemos sólo lo que nos falta y nos quejamos de lo que no tenemos. Entonces cedemos a la tentación del “¡ojalá!...”: ¡ojalá tuviera ese trabajo, ojalá tuviera esa casa, ojalá tuviera dinero y éxito, ojalá no tuviera ese problema, ojalá tuviera mejores personas a mi alrededor!... Pero la ilusión del “ojalá” nos impide ver lo bueno y nos hace olvidar los talentos que tenemos. Sí, tú no tienes aquello, pero tienes esto, y el “ojalá” hace que olvidemos esto. Pero Dios nos los ha confiado porque nos conoce a cada uno y sabe de lo que somos capaces; confía en nosotros, a pesar de nuestras fragilidades. También confía en aquel siervo que ocultará el talento: Dios espera que, a pesar de sus temores, también él utilice bien lo que ha recibido. En resumen, el Señor nos pide comprometer el tiempo presente sin nostalgia por el pasado, sino en la espera activa de su regreso. Esa nostalgia fea, que es como un humor ácido, un humor negro que envenena el alma y la hace mirar siempre hacia atrás, siempre a los demás, pero nunca a las propias manos, a las posibilidades de trabajo que el Señor nos ha dado, a nuestras condiciones…, incluso a nuestra pobreza.

Llegamos así al centro de la parábola: es el trabajo de los siervos, es decir, el servicio. El servicio es también obra nuestra, lo que hace fructificar nuestros talentos y da sentido a la vida: de hecho, no sirve para vivir el que no vive para servir. Debemos repetir esto, repetirlo muchas veces: no sirve para vivir el que no vive para servir. Debemos meditar esto: no sirve para vivir el que no vive para servir. ¿Pero cuál es el estilo de servicio? En el Evangelio los siervos buenos son los que arriesgan. No son cautos y precavidos, no guardan lo que han recibido, sino que lo emplean. Porque el bien, si no se invierte, se pierde; porque la grandeza de nuestra vida no depende de cuánto acaparamos, sino de cuánto fruto damos. Cuánta gente pasa la vida acumulando, pensando en estar bien en vez de hacer el bien. ¡Pero qué vacía es una vida que persigue las necesidades, sin mirar a los necesitados! Si tenemos dones, es para ser nosotros don para los demás. Y aquí, hermanos y hermanas, nos hacemos la pregunta: ¿yo sigo las necesidades, solamente, o soy capaz de mirar a quien tiene necesidad? ¿A quién está necesitado? ¿Mi mano es así [la extiende abierta] o así [la cierra]?

Hay que subrayar que los siervos que invierten, que arriesgan, cuatro veces son llamados «fieles» (vv. 21.23). Para el Evangelio no hay fidelidad sin riesgo. “Pero, Padre, ¿ser cristiano significa arriesgar?” ― “Sí, querido o querida, arriesgar. Si no te arriesgas, terminarás como el tercero [siervo]: enterrando tus capacidades, tus riquezas espirituales, materiales, todo”. Arriesgar: no hay fidelidad sin riesgo. Ser fiel a Dios es gastar la vida, es dejar que los planes se alteren por el servicio. “Yo tengo este plan, pero si sirvo…”. Deja que se altere el plan, tú sirve. Es triste cuando un cristiano juega a la defensiva, apegándose sólo a la observancia de las reglas y al respeto de los mandamientos. Esos cristianos “mesurados” que nunca dan un paso fuera de las reglas, nunca, porque tienen miedo al riesgo. Y estos, permítanme la imagen, estos que cuidan tanto de sí mismos que nunca se arriesgan, estos comienzan en la vida un proceso de momificación del alma, y terminan siendo momias. Esto no es suficiente, no basta observar las reglas; la fidelidad a Jesús no es solamente no cometer errores; es negativo, esto. Así pensaba el siervo perezoso de la parábola: falto de iniciativa y creatividad, se escondió detrás de un miedo inútil y enterró el talento recibido. El dueño lo definió incluso como «malvado» (v. 26). ¡A pesar de no haber hecho nada malo! Sí, pero tampoco hizo nada bueno. Prefirió pecar de omisión antes que arriesgarse a equivocarse. No fue fiel a Dios, que ama entregarse; y le hizo la peor ofensa: devolverle el don recibido. “Tú me has dado esto, yo te doy esto”, nada más. El Señor nos invita, en cambio, a jugárnosla generosamente, a vencer el temor con la valentía del amor, a superar la pasividad que se convierte en complicidad. Hoy, en estos tiempos de incertidumbre, en estos tiempos de fragilidad, no desperdiciemos la vida pensando sólo en nosotros mismos, con esa actitud de indiferencia. No nos engañemos diciendo: «¡Hay paz y seguridad!» (1 Ts 5, 3). San Pablo nos invita a mirar a la cara la realidad, a no dejarnos contagiar por la indiferencia.

Entonces, ¿cómo podemos servir según los deseos de Dios? El dueño lo explica al siervo infiel: «Debías haber llevado mi dinero a los banqueros y así, al volver, habría retirado lo mío con los intereses» (v. 27). ¿Quiénes son para nosotros estos “banqueros”, capaces de conseguir un interés duradero? Son los pobres. No lo olviden: los pobres están en el centro del Evangelio; el Evangelio no se entiende sin los pobres. Los pobres están en la misma personalidad de Jesús, que siendo rico se anonadó a sí mismo, se hizo pobre, se hizo pecado, la pobreza más terrible. Los pobres nos garantizan un rédito eterno y ya desde ahora nos permiten enriquecernos en el amor. Porque la mayor pobreza que hay que combatir es nuestra pobreza de amor. La mayor pobreza por combatir es nuestra pobreza de amor. El Libro de los Proverbios alaba a una mujer laboriosa en el amor, cuyo valor es superior al de las perlas; y hay que imitar a esta mujer que, dice el texto, «extiende sus manos al pobre» (Pr 31, 20): esta es la mayor riqueza de esta mujer. Extiende la mano a los necesitados, en lugar de pretender lo que te falta: así multiplicarás los talentos que has recibido.

Se aproxima el tiempo de la Navidad, el tiempo de las fiestas. Cuántas veces, la pregunta que mucha gente se hace es: “¿Qué puedo comprar? ¿Qué más puedo tener? Necesito ir a las tiendas a comprar”. Digamos la otra palabra: “¿Qué puedo dar a los demás?”. Para ser como Jesús, que se dio a sí mismo y nació propiamente en aquel pesebre.

Llegamos así al final de la parábola: habrá quien tendrá en abundancia y quien haya desperdiciado su vida y permanecerá siendo pobre (cf. v. 29). Al final de la vida, en definitiva, se revelará la realidad: se desvanecerá la ficción del mundo, según la cual el éxito, el poder y el dinero dan sentido a la existencia, mientras que el amor, lo que hemos dado, surgirá como la verdadera riqueza. Esas cosas caerán, en cambio el amor surgirá. Un gran Padre de la Iglesia escribía: «Así sucede en la vida: después de que ha llegado la muerte y ha terminado el espectáculo, todos se quitan la máscara de la riqueza y de la pobreza y se van de este mundo. Y son juzgados sólo con base en sus obras, algunos realmente ricos, otros pobres» (S. Juan Crisóstomo, Discursos sobre el pobre Lázaro, II, 3). Si no queremos vivir pobremente, pidamos la gracia de ver a Jesús en los pobres, de servir a Jesús en los pobres.

Me gustaría agradecer a tantos siervos fieles a Dios, que no hacen que se hable de ellos mismos, sino que viven así, sirviendo. Pienso, por ejemplo, en D. Roberto Malgesini. Este sacerdote no hacía teorías; simplemente, veía a Jesús en el pobre y el sentido de la vida en el servicio. Enjugó las lágrimas con mansedumbre, en el nombre de Dios que consuela. El inicio de su día era la oración, para acoger el don de Dios; el centro del día era la caridad, para hacer fructificar el amor recibido; el final, un claro testimonio del Evangelio. Este hombre comprendió que debía tender su mano a los muchos pobres que cotidianamente encontraba, porque en cada uno de ellos veía a Jesús. Hermanos y hermanas, pidamos la gracia de no ser cristianos de palabras, sino en los hechos. Para dar fruto, como desea Jesús. Que así sea.

Comentarios