GRITEN CON SUS VIDAS QUE CRISTO VIVE Y REINA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA SOLEMNIDAD DE CRISTO REY (22/11/2020)

En la Misa de este 22 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, se realizó la transferencia de los símbolos de la JMJ, en la que una representación de los chicos centroamericanos y panameños, entregaron la cruz de la Jornada y el icono de la Virgen Salus Populi Romani a los portugueses, que celebrarán en el 2023 la próxima JMJ. En su homilía, el Papa Francisco aconsejó a los jóvenes a no renunciar a los sueños grandes, pues éstos dependen de las grandes decisiones, como lo dice el Evangelio de hoy. Y les aconsejó: “Cada uno de nosotros nos convertimos en lo que elegimos, para bien o para mal”. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Lo que acabamos de escuchar es la última página del Evangelio de Mateo antes de la Pasión: antes de entregarnos su amor en la cruz, Jesús nos deja su última voluntad. Nos dice que el bien que hagamos a uno de sus hermanos más pequeños — hambrientos, sedientos, extranjeros, necesitados, enfermos, encarcelados — se lo haremos a Él (cf. Mt 25, 37-40). El Señor nos entrega así la lista de los dones que desea para las bodas eternas con nosotros en el Cielo. Son las obras de misericordia, que hacen eterna nuestra vida. Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Las pongo en práctica? ¿Hago algo por quien tiene necesidad? ¿O hago el bien sólo a los seres queridos y a los amigos? ¿Ayudo al que no me puede devolver? ¿Soy amigo de una persona pobre? Y así, tantas preguntas que podemos hacernos. “Yo estoy ahí”, te dice Jesús, “te espero ahí, donde no imaginas y donde quizás ni siquiera quieres mirar, ahí en los pobres”. Yo estoy ahí, donde el pensamiento dominante, según el cual la vida va bien si me va bien a mí, no está interesado. Yo estoy ahí, dice Jesús también a ti, joven que buscas realizar los sueños de la vida.

Yo estoy ahí, le dijo Jesús, hace siglos, a un joven soldado. Tenía dieciocho años y todavía no estaba bautizado. Un día vio a un pobre que pedía ayuda a la gente, pero no la recibía, porque «todos pasaban de largo». Y aquel joven, «viendo que los demás no tenían compasión, comprendió que aquél pobre le estaba reservado», para él. Pero no tenía nada consigo, sólo su uniforme de trabajo. Entonces cortó su capa y le dio la mitad al pobre, sufriendo las burlas de algunos a su alrededor. La noche siguiente tuvo un sueño: vio a Jesús, vestido con el trozo de la capa con que había cubierto al pobre. Y lo escuchó decir: «Martín me ha cubierto con este vestido» (cf. Sulpicio Severo, Vita Martini, III). San Martín (de Tours) era un joven que tuvo aquel sueño porque lo había vivido, aun sin saberlo, como los justos del Evangelio de hoy.

Queridos jóvenes, queridos hermanos y hermanas, no renunciemos a los grandes sueños. No nos contentemos con lo que es debido. El Señor no quiere que restrinjamos los horizontes, no nos quiere estacionados a los lados de la vida, sino en camino hacia metas altas, con alegría y audacia. No estamos hechos para soñar con las vacaciones o el fin de semana, sino para realizar los sueños de Dios en este mundo. Él nos ha hecho capaces de soñar para abrazar la belleza de la vida. Y las obras de misericordia son las obras más bellas de la vida. Las obras de misericordia están precisamente al centro de nuestros sueños grandes. Si tienes sueños de verdadera gloria, no de la gloria del mundo que va y viene, sino de la gloria de Dios, este es el camino. Lee el pasaje del Evangelio de hoy, reflexiona en ello. Porque las obras de misericordia dan gloria a Dios más que cualquier otra cosa. Escuchen bien esto: las obras de misericordia dan gloria a Dios más que cualquier otra cosa. Al final seremos juzgados sobre las obras de misericordia.

Pero, ¿desde dónde se parte para realizar grandes sueños? De las grandes decisiones. El Evangelio hoy nos habla también de esto. De hecho, en el momento del juicio final el Señor se basa en nuestras decisiones. Casi parece que no juzga: separa las ovejas de las cabras, pero ser buenos o malos depende de nosotros. Él sólo trae las consecuencias de nuestras decisiones, las saca a la luz y las respeta. La vida, entonces, es el tiempo de las decisiones firmes, decisivas, eternas. Decisiones banales conducen a una vida banal, decisiones grandes hacen grande la vida. Nosotros, de hecho, nos convertimos en lo que decidimos, para bien y para mal. Si decidimos robar nos volvemos ladrones, si decidimos pensar en nosotros mismos nos volvemos egoístas, si decidimos odiar nos volvemos furibundos, si decidimos pasar horas frente al celular nos volvemos dependientes. Pero si optamos por Dios nos volvemos cada día más amados y si decidimos amar nos volvemos felices. Es así, porque la belleza de las decisiones depende del amor: no olvidar esto. Jesús sabe que si vivimos cerrados e indiferentes nos quedamos paralizados, pero si nos gastamos por los demás nos hacemos libres. El Señor de la vida nos quiere llenos de vida y nos da el secreto de la vida: esta se posee solamente entregándola. Y esta es una regla de vida: la vida se posee, ahora y eternamente, sólo dándola.

Es verdad que hay obstáculos que vuelven arduas las decisiones: a menudo el temor, la inseguridad, los porqués sin respuesta, tantos porqués. El amor, sin embargo, pide que ir más allá, no quedarse colgados a los porqués de la vida esperando que del Cielo llegue una respuesta. La respuesta ha llegado: es la mirada del Padre que nos ama y nos ha enviado al Hijo. No, el amor impulsa a pasar del por qué al para quién, del por qué vivo al para quién vivo, del por qué me pasa esto al para quién puedo hacer el bien. ¿Para quién? No sólo para mí: la vida ya está llena de decisiones que tomamos para nosotros mismos, para tener un título de estudios, amigos, una casa, para satisfacer los propios intereses, los propios hobbies. Pero corremos el riesgo de pasar años pensando en nosotros mismos sin comenzar a amar. Manzoni daba un hermoso consejo: «Se debería pensar más en hacer el bien, que en estar bien: y así se acabaría estando mejor» (Los Prometidos, cap. XXXVIII).

Pero no existen sólo las dudas y los porqués que debilitan las grandes elecciones generosas, hay muchos más obstáculos, todos los días. Está la fiebre del consumo, que narcotiza el corazón con cosas superfluas. Está la obsesión por la diversión, que parece el único modo para evadir los problemas y en cambio sólo pospone los problemas. Está la fijación en reclamar los propios derechos, olvidando el deber de ayudar. Y además está la gran ilusión sobre el amor, que parece algo que hay que vivir a fuerza de emociones, cuando amar es sobre todo don, decisión y sacrificio. Decidir, sobre todo hoy, es no dejarse domesticar por la homogeneización, es no dejarse anestesiar por los mecanismos de consumo que desactivan la originalidad, es saber renunciar a las apariencias y a aparecer. Elegir la vida es luchar contra la mentalidad del usar y tirar y del todo y rápido, para conducir la existencia hacia la meta del Cielo, hacia los sueños de Dios. Elegir la vida es vivir, y nosotros hemos nacido para vivir, no para ir hacer como que vivimos. Esto ha dicho un joven como ustedes [el Beato Pier Giorgio Frassati]: “Yo quiero vivir, no hacer como que vivo”.

Cada día, muchas decisiones se presentan en el corazón. Quisiera darles un último consejo para que se entrenen en decidir bien. Si nos miramos dentro, vemos que en nosotros surgen a menudo dos preguntas distintas. Una es: ¿qué quiero hacer? Es una pregunta que a menudo engaña, porque insinúa que lo importante es pensar en sí mismo y seguir todos los deseos e impulsos que se tienen. Pero la pregunta que el Espíritu Santo sugiere al corazón es otra: no ¿qué quieres?, sino ¿qué te hace bien? Aquí está la decisión de cada día, ¿qué quiero hacer o qué me hace bien? De esta búsqueda interior pueden nacer decisiones banales o decisiones de vida, depende de nosotros. Miremos a Jesús, pidámosle la valentía de elegir lo que nos hace bien, para caminar detrás de Él, en el camino del amor. Y encontrar la alegría. Para vivir, y no hacer como que vivimos.

Palabras del Santo Padre al final de la Misa

Al final de esta celebración eucarística, saludo cordialmente a todos los presentes y a cuantos nos siguen a través de los medios de comunicación. Un saludo particular a ustedes los jóvenes, jóvenes panameños y portugueses, representados por dos delegaciones que, dentro de poco, harán el significativo gesto del paso de la Cruz y del icono de la Virgen María Salus Populi Romani, símbolos de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Es un paso importante en la peregrinación que nos llevará a Lisboa en 2023.

Y mientras nos preparamos para la próxima edición intercontinental de la JMJ, me gustaría relanzar también su celebración en las Iglesias locales. Treinta y cinco años más tarde de la institución de la JMJ, después de haber escuchado diferentes opiniones y al Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, competente en la pastoral juvenil, he decidido trasladar, a partir del próximo año, la celebración diocesana de la JMJ del Domingo de Ramos al Domingo de Cristo Rey. En el centro permanece el Misterio de Jesucristo Redentor del hombre, como siempre subrayó San Juan Pablo II, iniciador y patrono de la JMJ.

Queridos jóvenes, ¡griten con sus vidas que Cristo vive, que Cristo reina, que Cristo es el Señor! ¡Si ustedes callan, les aseguro que las piedras gritarán! (cf. Lc 19, 40).

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