ESPERAR A DIOS DESPIERTOS Y VIGILANTES: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR LA JORNADA MUNDIAL DE LA VIDA CONSAGRADA (02/02/2024)

El Papa Francisco, en la homilía de la celebración eucarística en ocasión de la Fiesta de la Presentación del Señor, XXVIII Jornada Mundial de la Vida Consagrada, recordó que cada día el Señor nos visita, nos habla, se revela de maneras inesperadas y, al final de la vida y de los tiempos, vendrá. Debemos permanecer despiertos, vigilantes, perseverantes en la espera, afirmó el Santo Padre, agregando que hay que saltar los obstáculos del descuido de la vida interior y el de adaptarse al estilo del mundo. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Mientras el pueblo esperaba la salvación del Señor, los profetas anunciaban su venida, como afirma el profeta Malaquías: «Entrará en su Templo el Señor que ustedes buscan. Y el ángel de la alianza, que ustedes desean, ya viene» (3, 1). Simeón y Ana son imagen y figura de esta espera. Ven entrar al Señor en su templo e, iluminados por el Espíritu Santo, lo reconocen en el Niño que María lleva en brazos. Lo habían esperado toda la vida: Simeón, «hombre justo y piadoso, que esperaba el consuelo de Israel» (Lc 2, 25); Ana, que «nunca se alejaba del Templo» (Lc 2, 37).

Nos hace bien mirar a estos dos ancianos pacientes en la espera, vigilantes en el espíritu y perseverantes en la oración. Sus corazones han permanecido velando, como una llama siempre encendida. Son de edad avanzada, pero tienen la juventud del corazón; no se dejan consumir por los días, porque sus ojos permanecen dirigidos hacia Dios en la espera (cf. Sal 145, 15). Dirigidos a Dios en la espera, siempre en la espera. A lo largo del camino de la vida experimentaron dificultades y decepciones, pero no se rindieron al derrotismo: no “jubilaron” la esperanza. Y así, contemplando al Niño, reconocen que el tiempo se ha cumplido, la profecía se ha hecho realidad, Aquel a quien buscaban y por quien suspiraban, el Mesías de las naciones, ha llegado. Manteniendo despierta la espera del Señor, se vuelven capaces de acogerlo en la novedad de su venida.

Hermanos y hermanas, la espera de Dios es importante también para nosotros, para nuestro camino de fe. Cada día el Señor nos visita, nos habla, se revela de maneras inesperadas y, al final de la vida y de los tiempos, vendrá. Por eso Él mismo nos exhorta a permanecer despiertos, a velar, a perseverar en la espera. Lo peor que nos puede ocurrir, en efecto, es caer en el “sueño del espíritu”: dejar adormecer el corazón, anestesiar el alma, archivar la esperanza en los rincones oscuros de las decepciones y las resignaciones.

Pienso en ustedes, hermanas y hermanos consagrados, y en el don que son; pienso en cada uno de nosotros, los cristianos de hoy: ¿somos todavía capaces de vivir la espera? ¿No estamos a veces demasiado atrapados en nosotros mismos, en las cosas y en los ritmos intensos de cada día, hasta el punto de olvidarnos de Dios que siempre viene? ¿No estamos quizá demasiado atrapados por nuestras buenas obras, corriendo incluso el riesgo de transformar incluso la vida religiosa y cristiana en las “muchas cosas que hacer” y de descuidar la búsqueda cotidiana del Señor? ¿No corremos a veces el riesgo de programar la vida personal y la vida comunitaria sobre el cálculo de las posibilidades de éxito, en lugar de cultivar con alegría y humildad la pequeña semilla que se nos confía, con la paciencia de quien siembra sin pretender nada, y de quien sabe esperar los tiempos y las sorpresas de Dios? A veces – debemos reconocerlo – hemos perdido esta capacidad de esperar. Esto depende de diversos obstáculos, y de entre ellos quisiera destacar dos.

El primer obstáculo que nos hace perder la capacidad de esperar es el descuido de la vida interior. Es lo que sucede cuando el cansancio prevalece sobre el asombro, cuando la costumbre toma el lugar del entusiasmo, cuando perdemos la perseverancia en el camino espiritual, cuando las experiencias negativas, los conflictos o los frutos que parecen retrasarse, nos transforman en personas amargadas y resentidas. No es bueno masticar la amargura, porque en una familia religiosa – como en toda comunidad y familia – las personas amargadas y con la “cara sombría” hacen pesado el ambiente; esas personas que parecer tener vinagre en el corazón. Es necesario entonces recuperar la gracia perdida: volver atrás y, a través de una intensa vida interior, volver al espíritu de humildad gozosa, de gratitud silenciosa. Y esto se alimenta con la adoración, con el trabajo de rodillas y de corazón, con la oración concreta que lucha e intercede, capaz de despertar el deseo de Dios, el amor de hace tiempo, el asombro del primer día, el gusto de la espera.

El segundo obstáculo es la adecuación al estilo del mundo, que acaba ocupando el lugar del Evangelio. Y el nuestro es un mundo que a menudo corre a gran velocidad, que exalta el “todo y ahora”, que se consume en el activismo y busca exorcizar los miedos y las angustias de la vida en los templos paganos del consumismo o en la diversión a toda costa. En un contexto así, donde el silencio se destierra y se pierde, esperar no es fácil, porque requiere una actitud de sana pasividad, la valentía de alentar el paso, de no dejarnos abrumar por las actividades, de dejar espacio en nuestro interior a la acción de Dios, como enseña la mística cristiana. Pongamos atención, entonces, para que el espíritu del mundo no entre en nuestras comunidades religiosas, en la vida eclesial y en el camino de cada uno de nosotros, de lo contrario no daremos fruto. La vida cristiana y la misión apostólica necesitan que la espera, madurada en la oración y en la fidelidad cotidiana, nos libere del mito de la eficiencia, de la obsesión por la productividad y, sobre todo, de la pretensión de encerrar a Dios en nuestras categorías, porque Él viene siempre de manera imprevisible, viene siempre en tiempos que no son los nuestros y de formas que no son las que esperamos.

Como afirma la mística y filósofa francesa Simone Weil, somos la esposa que espera en la noche la llegada del esposo, y «el papel de la futura esposa es esperar [...]. Desear a Dios y renunciar a todo lo demás: sólo en eso consiste la salvación» (S. Weil, A la espera de Dios, Madrid 1996, 125-126). Hermanas, hermanos, cultivemos en la oración la espera del Señor y aprendamos la buena “pasividad del Espíritu”: así seremos capaces de abrirnos a la novedad de Dios.

Como Simeón, también nosotros carguemos en brazos al Niño, al Dios de la novedad y de las sorpresas. Al acoger al Señor, el pasado se abre al futuro, lo viejo en nosotros se abre a lo nuevo que Él suscita. Esto no  es sencillo – lo sabemos – porque, en la vida religiosa como en la de todo cristiano, es difícil oponerse a la “fuerza de lo viejo”: «no es fácil, de hecho, que lo viejo que hay en nosotros acoja al niño, a lo nuevo – acoger lo nuevo, en nuestra vejez acoger lo nuevo – [...]. La novedad de Dios se presenta como un niño y nosotros, con todas nuestras costumbres, miedos, temores, envidias – pensemos en las envidas –, preocupaciones, estamos frente a este niño. ¿Lo abrazaremos, lo acogeremos, le haremos espacio? ¿Entrará esta novedad de veras en nuestra vida, o más bien intentaremos juntar lo viejo y lo nuevo, buscando que nos moleste lo menos posible la presencia de la novedad de Dios?». (C.M. Martini, Algo tan personal. Meditaciones sobre la oración, Madrid 2011, 32).

Hermanos y hermanas, estas preguntas son para nosotros, para cada uno de nosotros, son para nuestras comunidades, son para la Iglesia. Dejémonos inquietar, dejémonos mover por el Espíritu, como Simeón y Ana. Si como ellos vivimos la espera en el cuidado de la vida interior y en la coherencia con el estilo del Evangelio, si como ellos vivimos así la espera, abrazaremos a Jesús, que es luz y esperanza de la vida.

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