CATEQUESIS DEL PAPA: LOS DONES DE DIOS ESTÁN HECHOS PARA SER COMPARTIDOS (28/02/2024)

Aún un poco resfriado y con la voz algo cansada, durante la Audiencia General celebrada este 28 de febrero en el Aula Pablo VI, el Santo Padre Francisco encomendó la lectura de su novena catequesis sobre los vicios y las virtudes a Mons. Filippo Ciampanelli, oficial de la Secretaría de Estado. En el texto preparado, el Papa se detuvo sobre la envidia y la vanagloria, dos vicios propios de quien “aspira ser el centro del mundo”, quiere “aprovechar todo y a todos” y ser “objeto de toda alabanza y de todo amor”, que pueden combatirse con las enseñanzas de San Pablo. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

La envidia y la vanagloria

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy examinamos dos vicios capitales que encontramos en los grandes catálogos que la tradición espiritual nos ha dejado: la envidia y la vanagloria.

Comencemos por la envidia. En la Sagrada Escritura (cf. Gen 4), ésta aparece como uno de los vicios más antiguos: el odio de Caín hacia Abel se desencadena cuando se da cuenta de que los sacrificios del hermano son agradables a Dios. Caín era el primogénito de Adán y Eva, había tomado la parte más conspicua de la herencia paterna; sin embargo, basta que Abel, el hermano menor, tenga éxito en una pequeña iniciativa, para que Caín se torne sombrío. El rostro del envidioso es siempre triste: mantiene baja la mirada, parece que examina continuamente el suelo, pero en realidad no ve nada, porque la mente está envuelta en pensamientos llenos de maldad. La envidia, si no se controla, conduce al odio del otro. Abel será asesinado a manos de Caín, que no podía soportar la felicidad de su hermano.

La envidia es un mal estudiado no sólo en el ámbito cristiano: ha atraído la atención de filósofos y sabios de todas las culturas. En su base hay una relación de odio y amor: se quiere el mal del otro, pero en secreto se desea ser como él. El otro es la epifanía de lo que quisiéramos ser, y que en realidad no somos. Su suerte nos parece una injusticia: ¡seguramente – pensamos – nosotros mereceríamos mucho más sus éxitos o su buena suerte!

En la raíz de este vicio está una falsa idea de Dios: no se acepta que Dios tenga sus propias “matemáticas”, distintas de las nuestras. Por ejemplo, en la parábola de Jesús acerca de los trabajadores llamados por el amo para ir a la viña a distintas horas del día, los de la primera hora creen que tienen derecho a un salario más alto que los que llegaron al último; pero el amo les da a todos la misma paga, y dice: «¿No puedo hacer con mis cosas lo que quiero? ¿O es que tú eres envidioso porque soy bueno?» (Mt 20, 15). Quisiéramos imponer a Dios nuestra lógica egoísta, en cambio la lógica de Dios es el amor. Los bienes que Él nos da son hechos para ser compartidos. Por eso San Pablo exhorta a los cristianos: «Ámense unos a otros con afecto fraterno; compitan en estimarse mutuamente» (Rom 12, 10). ¡Este es el remedio contra la envidia!

Y llegamos al segundo vicio que hoy examinamos: la vanagloria. Ésta va de la mano con el demonio de la envidia, y juntos estos dos vicios son propios de una persona que ambiciona ser el centro del mundo, libre de explotar todo y a todos, objeto de toda alabanza y amor. La vanagloria es una autoestima inflamada y sin fundamentos. El que se vanagloria posee un “yo” dominante: no tiene empatía y no se da cuenta de que en el mundo existen otras personas además de él. Sus relaciones son siempre instrumentales, marcadas por la opresión del otro. Su persona, sus logros, sus éxitos deben ser mostrados a todos: es un perpetuo mendigo de atención. Y si a veces sus cualidades no se reconocen, entonces se enfada ferozmente. Los demás son injustos, no comprenden, no están a la altura. En sus escritos, Evagrio Póntico describe la amarga experiencia de algún monje afectado por la vanagloria. Sucede que, después de sus primeros éxitos en la vida espiritual, siente que ya ha llegado a la meta, y entonces se lanza al mundo para recibir sus alabanzas. Pero no entiende que sólo está al principio del camino espiritual, y que lo acecha una tentación que pronto le hará caer.

Para curar al que se vanagloria, los maestros espirituales no sugieren muchos remedios. Porque, en el fondo, el mal de la vanidad tiene su remedio en sí mismo: las alabanzas que el vanidoso esperaba cosechar en el mundo pronto se volverán contra él. Y ¡cuántas personas, engañadas por una falsa imagen de sí mismas, cayeron después en pecados de los que pronto se habrían avergonzado!

La instrucción más hermosa para vencer la vanagloria podemos encontrarla en el testimonio de San Pablo. El Apóstol se enfrentó siempre a un defecto que nunca pudo superar. Tres veces pidió al Señor que lo librara de aquel tormento, pero al final Jesús le respondió: «Te basta mi gracia; la fuerza, de hecho, se manifiesta plenamente en la debilidad». Desde ese día, Pablo fue liberado. Y su conclusión debería ser también la nuestra: «Me gloriaré entonces, con gusto, de mis debilidades, para que habite en mí el poder de Cristo» (2 Cor 12, 9).

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