DEJÉMONOS “TOCAR” POR JESÚS PARA SER TESTIGOS DE SU AMOR QUE SALVA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE CANONIZACIÓN DE MAMA ANTULA (11/02/2024)

Este 11 de febrero, el Santo Padre presidió en la Basílica de San Pedro la celebración Eucarística con el rito de canonización de la Beata María Antonia de San José de Paz y Figueroa, más conocida como Mama Antula, la primera santa argentina. En su homilía, el Pontífice dijo que, “si nos dejamos tocar por Dios, también nosotros, con la fuerza de su Espíritu, podremos convertirnos en testigos del amor que salva”. Reproducimos a continuación el texto de su homilía, traducido del italiano:

La primera lectura (cf. Lv 13, 1-2.44-46) y el Evangelio (cf. Mc 1, 40-45) hablan de la lepra: una enfermedad que implica la progresiva destrucción física de la persona y a la que a menudo, lamentablemente, se asocian todavía hoy, en algunos lugares, actitudes de marginación. Lepra y marginación: son dos males de los que Jesús quiere liberar al hombre que encuentra en el Evangelio. Veamos su situación.

Aquel leproso se ve obligado a vivir fuera de la ciudad. Frágil a causa de su enfermedad, en vez de ser ayudado por sus conciudadanos es abandonado a su suerte, y se le hiere aún más con el alejamiento y el rechazo. ¿Por qué? Por miedo, ante todo, el miedo a ser contagiados y terminar como él: “¡Que no nos suceda también a nosotros! ¡No nos arriesguemos, permanezcamos alejados!”. El miedo. Después, por prejuicio: “Si tiene una enfermedad tan horrible — era la opinión común— seguramente es porque Dios lo está castigando por alguna culpa que ha cometido; y entonces se lo merece, ¡así está bien!”. Este es el prejuicio. Y, finalmente por falsa religiosidad: en aquel tiempo, de hecho, se consideraba que tocar a un muerto te volvía impuro, y los leprosos eran gente a quienes la carne “se les moría encima”. Por tanto – se pensaba – rozarlos quería decir volverse impuros como ellos: una religiosidad distorsionada, que crea barreras y sepulta la piedad.

Miedo, prejuicio y falsa religiosidad: he aquí tres causas de una gran injusticia, tres “lepras del alma” que hacen sufrir a un débil descartándolo como un desecho. Hermanos, hermanas, no pensemos que son sólo cosas del pasado. ¡Cuántas personas que sufren encontramos en las banquetas de nuestras ciudades! ¡Y cuántos miedos, prejuicios e incoherencias, aun entre los que creen y se profesan cristianos, siguen hiriéndolas aún más! También en nuestro tiempo hay tanta marginación, hay barreras que derribar, “lepras” que sanar. Pero ¿cómo? ¿Cómo podemos hacerlo? ¿Qué hace Jesús? Jesús realiza dos gestos: toca y sana.

Primer gesto: tocar. Jesús, ante el grito de ayuda de aquel hombre (cf. v. 40), siente compasión, se detiene, extiende la mano y lo toca (cf. v. 41), aun sabiendo que, haciéndolo, se convertirá a su vez en un “rechazado”. Es más, paradójicamente, los papeles se invertirán: el enfermo, cuando sea sanado, podrá ir con los sacerdotes y ser readmitido en la comunidad. Jesús, en cambio, ya no podrá entrar en ningún centro habitado (cf. v. 45). El Señor podía entonces evitar tocar a aquella persona, habría sido suficiente con “curarla a distancia”. Pero Cristo no es así, su camino es el del amor que se hace cercano al que sufre, que entra en contacto, que toca sus heridas. La cercanía de Dios. Jesús es cercano, Dios es cercano. Nuestro Dios, queridos hermanos y hermanas, no permaneció distante en el cielo, sino que en Jesús se hizo hombre para tocar nuestra pobreza. Y frente a la “lepra” más grave, la del pecado, no dudó en morir en la cruz, fuera de los muros de la ciudad, repudiado como un pecador, como un leproso, para tocar hasta lo más hondo nuestra realidad humana. Un santo escribía: “Se hizo leproso por nosotros”.

Y nosotros, que amamos y seguimos a Jesús, ¿sabemos hacer nuestro su “toque”? No es fácil. Por eso debemos vigilar cuando en el corazón se asoman los instintos contrarios a su “hacerse cercano” y a su “hacerse don”: por ejemplo, cuando tomamos distancia de los demás para pensar en nosotros mismos, cuando reducimos el mundo a los muros de nuestro “estar bien”, cuando creemos que el problema son siempre y solamente los demás… En estos casos tengamos cuidado, porque el diagnóstico es claro, es “lepra del alma”: enfermedad que nos hace insensibles al amor, a la compasión, que nos destruye por medio de las “gangrenas” del egoísmo, del prejuicio, de la indiferencia y de la intolerancia. Tengamos cuidado, hermanos y hermanas, también porque, como con las primeras manchitas de lepra, que aparecen en la piel en la fase inicial del mal, si no se interviene de inmediato, la infección crece y se vuelve devastadora. Ante este riesgo, ante la posibilidad de esta enfermedad de nuestra alma, ¿cuál es el tratamiento?

Nos ayuda el segundo gesto de Jesús, que sana (cf. v. 42). Su “tocar”, de hecho, no indica sólo cercanía, sino que es el inicio de la curación. Y la cercanía es el estilo de Dios: Dios siempre es cercano, compasivo y tierno. Cercanía, compasión y ternura. Este es el estilo de Dios. Y nosotros, ¿estamos abiertos a esto? Porque es dejándonos tocar por Jesús que sanamos por dentro, en el corazón. Si nos dejamos tocar por Él en la oración, en la adoración, si le permitimos actuar en nosotros a través de su Palabra y de los Sacramentos, su contacto nos cambia realmente, nos sana del pecado, nos libera de las cerrazones, nos transforma más allá de cuanto podamos hacer solos, con nuestros esfuerzos. Nuestras partes heridas ― las de nuestro corazón y nuestra alma ― las enfermedades del alma debemos llevarlas a Jesús: la oración hace esto; pero no una oración abstracta, hecha sólo de fórmulas repetitivas, sino una oración sincera y viva, que deposita a los pies de Cristo las miserias, las fragilidades, las falsedades, los miedos. Pensemos y preguntémonos, ¿hago que Jesús toque mis “lepras” para que me sane?

Al “toque” de Jesús, de hecho, renace lo mejor de nosotros mismos: los tejidos del corazón se regeneran; la sangre de nuestros impulsos creativos vuelve a fluir cargada de amor; las heridas de los errores del pasado se curan y la piel de las relaciones recupera su consistencia sana y natural. Retorna así la belleza que tenemos, la belleza que somos; la belleza de ser amados por Cristo, redescubrimos la alegría de entregarnos a los demás, sin miedos y sin prejuicios, libres de formas de religiosidad que anestesian y despojadas de la carne del hermano; retoma fuerza en nosotros la capacidad de amar, más allá de cualquier cálculo y conveniencia.

Entonces, como dice una bellísima página de la Escritura (cf. Ez 37, 1-14), de aquello que parecía un valle de huesos resecos, resurgen cuerpos vivientes y renace un pueblo de salvados, una comunidad de hermanos. Pero sería engañoso pensar que este milagro requiera formas grandiosas y espectaculares para realizarse. Esto sucede principalmente en la caridad escondida de cada día: esa que se vive en familia, en el trabajo, en la parroquia y en la escuela; en la calle, en las oficinas y en los comercios; esa que no busca publicidad y no tiene necesidad de aplausos, porque al amor le basta el amor (cf. S. Agustín, Enarr. in Ps. 118, 8, 3). Lo subraya Jesús hoy, cuando ordena al hombre sanado que «no le diga nada a nadie» (v. 44): cercanía y discreción. Hermanos y hermanas, Dios nos ama así y si nos dejamos tocar por Él, también nosotros, con la fuerza de su Espíritu, podremos convertirnos en testigos del amor que salva.

Y hoy pensemos en María Antonia de San José, “Mama Antula”. Ella fue una viajera del Espíritu. Recorrió miles de kilómetros a pie, atravesó desiertos y caminos peligrosos, para llevar a Dios. Hoy es para nosotros un modelo de fervor y audacia apostólica. Cuando los jesuitas fueron expulsados, el Espíritu encendió en ella una llama misionera basada en la confianza en la Providencia y en la perseverancia. Invocó la intercesión de San José y, para no cansarlo demasiado, también la de San Cayetano de Thiene. Por ese motivo introdujo la devoción a este último, y su primera imagen llegó a Buenos Aires en el siglo XVIII. Gracias a Mama Antula este santo, intercesor ante la Divina Providencia, se hizo camino en las casas, en los barrios, en los transportes, en las tiendas, en las fábricas y en los corazones, para ofrecer una vida digna a través del trabajo, la justicia, el pan cotidiano en la mesa de los pobres. Pidámosle hoy a María Antonia, a Santa María Antonia de Paz de San José, que nos ayude mucho. Que el Señor nos bendiga a todos.

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