JESÚS, EL HIJO QUE ME HACE HIJO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE LA NOCHE DE NAVIDAD (24/12/2020)

A las 7:30 PM de este 24 de diciembre (Hora de Roma), el Santo Padre Francisco celebró la Santa Misa de la noche de Navidad, en el Altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro. Miles de fieles de todo el mundo se han unido a la celebración, por medios electrónicos. En su homilía, el Papa subrayó las muchas veces que en la liturgia de esta noche se menciona la palabra “para”, haciendo referencia a que Jesús nace “para nosotros”. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

En esta noche se cumple la gran profecía de Isaías: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9, 5).

Un hijo se nos ha dado. A menudo se oye decir que la alegría más grande de la vida es el nacimiento de un niño. Es algo extraordinario, que cambia todo, pone en movimiento energías impensables y hace superar fatigas, incomodidades y noches de insomnio, porque trae una gran felicidad, ante la cual nada parece pesar. Así es la Navidad: el nacimiento de Jesús es la novedad que nos permite cada año renacer interiormente, encontrar en Él la fuerza para afrontar cada prueba. Sí, porque su nacimiento es para nosotros: para mí, para ti, para todos, para cada uno. Para es la palabra que se repite en esta noche santa: «Un niño ha nacido para nosotros», ha profetizado Isaías; «Hoy ha nacido para nosotros el Salvador», hemos repetido en el Salmo; Jesús «se entregó a sí mismo por nosotros» (cf. Tt 2, 14), ha proclamado San Pablo; y el ángel en el Evangelio ha anunciado: «Hoy ha nacido para ustedes un Salvador» (cf. Lc 2, 11).

¿Pero qué significa este para nosotros? Que el Hijo de Dios, el bendito por naturaleza, viene a hacernos hijos benditos por gracia. Sí, Dios viene al mundo como hijo para hacernos hijos de Dios. ¡Qué regalo estupendo! Hoy Dios nos maravilla y dice a cada uno: “Tú eres una maravilla”. Hermana, hermano, no te desanimes. ¿Tiene la tentación de sentirte equivocado? Dios te dice: “No, ¡tú eres mi hijo!”. ¿Tienes la sensación de no lograrlo, el temor de no ser adecuado, el miedo de no salir del túnel de la prueba? Dios te dice: “Ánimo, estoy contigo”. No te lo dice con palabras, sino haciéndose hijo como tú y por ti, para recordarte el punto de partida de todo tu renacimiento: reconocerte como hijo de Dios, como hija de Dios. Este es el punto de partida de cualquier renacimiento. Este es el corazón indestructible de nuestra esperanza, el núcleo incandescente que sostiene la existencia: más allá de nuestras cualidades y de nuestros defectos, más fuerte que las heridas y los fracasos del pasado, que los miedos y las inquietudes por el futuro, se encuentra esta verdad: somos hijos amados. Y el amor de Dios por nosotros no depende y no dependerá nunca de nosotros: es amor gratuito. Esta noche no encuentra explicación en otra parte: solamente, la gracia. Todo es gracia. El don es gratuito, sin mérito de cada uno de nosotros, pura gracia. Esta noche, nos ha dicho San Pablo: «Ha aparecido de hecho la gracia de Dios» (Tt 2, 11). Nada es más precioso.

Un hijo se nos ha dado. El Padre no nos ha dado algo, sino a su mismo Hijo unigénito, que es toda su alegría. Sin embargo, si miramos la ingratitud del hombre hacia Dios y la injusticia hacia tantos de nuestros hermanos, viene una duda: ¿Ha hecho bien el Señor en darnos tanto, hace bien en alimentar aún confianza en nosotros? ¿No nos sobrevalora? Sí, nos sobrevalora, y lo hace porque nos ama a morir. No es capaz de dejarnos de amar. Así está hecho, es muy diferente a nosotros. Siempre nos ama, más de lo que nosotros mismos somos capaces de amarnos. Es su secreto para entrar en nuestro corazón. Dios sabe que la única manera de salvarnos, de sanarnos interiormente, es amarnos: no hay otro modo. Sabe que nosotros mejoramos sólo acogiendo su amor incansable, que no cambia, sino que nos cambia. Sólo el amor de Jesús transforma la vida, sana las heridas más profundas, libera de los círculos viciosos de la insatisfacción, de la rabia y de las quejas.

Un hijo se nos ha dado. En el pobre pesebre de un oscuro establo está precisamente el Hijo de Dios. Surge otra pregunta: ¿por qué vino a la luz en la noche, sin un alojamiento digno, en la pobreza y el rechazo, cuando merecía nacer como el rey más grande en el más hermoso de los palacios? ¿Por qué? Para hacernos entender hasta dónde ama nuestra condición humana: hasta tocar con su amor concreto nuestra peor miseria. El Hijo de Dios nació descartado para decirnos que toda persona descartada es hijo de Dios. Vino al mundo como viene al mundo un niño, débil y frágil, para que podamos acoger con ternura nuestras fragilidades. Y descubrir algo importante: como en Belén, así también con nosotros Dios ama hacer grandes cosas a través de nuestras pobrezas. Puso toda nuestra salvación en el pesebre de un establo y no tiene miedo a nuestras pobrezas: ¡dejemos que su misericordia transforme nuestras miserias!

Esto es lo que significa que un hijo ha nacido para nosotros. Pero queda todavía otro para, que el ángel dice a los pastores: «Esta será la señal para ustedes: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2, 12). Este signo, el Niño en el pesebre, es también para nosotros, para orientarnos en la vida. En Belén, que significa “Casa del Pan”, Dios está en un pesebre, como para recordarnos que lo necesitamos para vivir, como el pan para comer. Necesitamos dejarnos atravesar por su amor gratuito, incansable, concreto. Cuántas veces en cambio, hambrientos de diversión, éxito y mundanidad, alimentamos la vida con alimentos que no quitan el hambre y dejan un vacío dentro. El Señor, por boca del profeta Isaías, se lamenta de que, mientras el buey y el asno conocen su pesebre, nosotros, su pueblo, no lo conocemos a Él, fuente de nuestra vida (cf. Is 1, 2-3). Es verdad: insaciables de poseer, nos lanzamos a tantos pesebres de vanidad, olvidando el pesebre de Belén. Ese pesebre, pobre en todo y rico de amor, enseña que el alimento de la vida es dejarse amar por Dios y amar a los demás. Jesús nos da el ejemplo: Él, el Verbo de Dios, es un infante; no habla, pero ofrece la vida. Nosotros en cambio, hablamos mucho, pero a menudo somos analfabetos de bondad.

Un hijo se nos ha dado. Quien tiene un niño pequeño, sabe cuánto amor y cuánta paciencia se necesitan. Es necesario alimentarlo, atenderlo, limpiarlo, cuidar su fragilidad y sus necesidades, con frecuencia difíciles de comprender. Un hijo hace sentirse amados, pero enseña también a amar. Dios nació niño para impulsarnos a cuidar de los demás. Su tierno llanto nos hace comprender qué tan inútiles son muchos nuestros caprichos; ¡y tenemos tantos! Su amor indefenso y que nos desarma nos recuerda que el tiempo que tenemos no sirve para llorar por nosotros, sino para consolar las lágrimas de quien sufre. Dios pone su morada cerca de nosotros, pobre y necesitado, para decirnos que sirviendo a los pobres lo amaremos. Desde esta noche, como escribió una poetisa, «la residencia de Dios está junto a la mía. La decoración es el amor» (E. Dickinson, Poems, XVII).

Un hijo se nos ha dado. Eres tú, Jesús, el Hijo que me hace hijo. Me amas como soy, no como sueño ser. Abrazándote, Niño del pesebre, abrazo de nuevo mi vida. Acogiéndote, Pan de vida, también yo quiero dar mi vida. Tú que me salvas, enséñame a servir. Tú que no me dejas solo, ayúdame a consolar a tus hermanos, porque Tú sabes que desde esta noche todos son mis hermanos.

Comentarios