CATEQUESIS DEL PAPA: UNA ECONOMÍA ENFERMA PRODUCE EL VIRUS DE LA DESIGUALDAD (26/08/2020)

Durante su catequesis de la Audiencia General de este 26 de agosto, dedicada al destino universal de los bienes y la esperanza, el Papa Francisco invitó, “en este tiempo de incertidumbre y de angustia”, “a acoger el don de la esperanza que viene de Cristo”, con la seguridad que “Él nos ayuda a navegar en las aguas turbulentas de la enfermedad, de la muerte y de la injusticia, que no tienen la última palabra sobre nuestro destino final”. Desde la Biblioteca del Palacio Apostólico, continuado con las catequesis sobre cómo sanar el mundo después de la crisis sanitaria, el Santo Padre subrayó que “la pandemia ha puesto de relieve y ha agravado problemas sociales, sobre todo la desigualdad”, poniendo como ejemplo la realidad de los trabajadores, los niños, e incluso de las naciones. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Ante la pandemia y sus consecuencias sociales, muchos corren el riesgo de perder la esperanza. En este tiempo de incertidumbre y de angustia, invito a todos a acoger el don de la esperanza que viene de Cristo. Es Él quien nos ayuda a navegar en las aguas turbulentas de la enfermedad, de la muerte y de la injusticia, que no tienen la última palabra sobre nuestro destino final.

La pandemia ha puesto en relieve y ha agravado los problemas sociales, sobre todo la desigualdad. Algunos pueden trabajar desde casa, mientras que para muchos otros esto es imposible. Ciertos niños, a pesar de las dificultades, pueden seguir recibiendo una educación escolar, mientras que para muchísimos otros esta se ha interrumpido bruscamente. Algunas naciones poderosas pueden emitir moneda para afrontar la emergencia, mientras que para otras esto significaría hipotecar el futuro.

Estos síntomas de desigualdad revelan una enfermedad social; es un virus que viene de una economía enferma. Debemos decirlo sencillamente: la economía está enferma. Se ha enfermado. Es el fruto de un crecimiento económico injusto — esta es la enfermedad: el fruto de un crecimiento económico injusto — que prescinde de los valores humanos fundamentales. En el mundo de hoy, unos pocos muy ricos poseen más que todo el resto de la humanidad. Repito esto porque nos hará pensar: pocos muy ricos, un grupito, poseen más que todo el resto de la humanidad. Esto es estadística pura. ¡Es una injusticia que grita al cielo! Al mismo tiempo, este modelo económico es indiferente a los daños infligidos a la casa común. No cuida de la casa común. Estamos cerca de superar muchos de los límites de nuestro maravilloso planeta, con consecuencias graves e irreversibles: de la pérdida de biodiversidad y del cambio climático hasta el aumento del nivel de los mares y a la destrucción de los bosques tropicales. La desigualdad social y el degrado ambiental van de la mano y tienen la misma raíz (cf. Enc. Laudato si’, 101): la del pecado de querer poseer, de querer dominar a los hermanos y las hermanas, de querer poseer y dominar la naturaleza y al mismo Dios. Pero este no es el designio de la creación.

«Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2402). Dios nos ha pedido dominar la tierra en su nombre (cf. Gen 1, 28), cultivándola y cuidándola como un jardín, el jardín de todos (cf. Gen 2,15). «Mientras “labrar” significa cultivar, arar o trabajar [...], “cuidar” significa proteger [y] preservar» (LS, 67). Pero cuidado con no interpretar esto como una carta blanca para hacer de la tierra lo que se quiera. No. Existe «una relación de reciprocidad responsable» (ibíd.) entre nosotros y la naturaleza. Una relación de reciprocidad responsable entre nosotros y la naturaleza. Recibimos de la creación y damos a nuestra vez. «Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla» (ibíd.). Ambas partes.

De hecho, la tierra «nos precede y nos ha sido dada» (ibíd.), ha sido dada por Dios «a todo el género humano» (CIC, 2402). Y por tanto es nuestro deber hacer que sus frutos lleguen a todos, no solo a algunos. Y este es un elemento-clave de nuestra relación con los bienes terrenos. Como recordaban los padres del Concilio Vaticano II «el hombre, al usar estos bienes, debe considerar las cosas exteriores que legítimamente posee no sólo como propias, sino también como comunes, en el sentido de que puedan beneficiar no únicamente a él, sino también a los demás» (Const. past. Gaudium et spes, 69). De hecho, «la propiedad de un bien hace de quien lo posee un administrador de la Providencia, para hacerlo fructificar y compartir los frutos con los demás» (CIC, 2404). Nosotros somos administradores de los bienes, no dueños. Administradores. “Sí, pero el bien es mío”. Es verdad, es tuyo, pero para administrarlo, no para tenerlo egoístamente para ti.

Para asegurar que lo que poseemos traiga valor a la comunidad, «la autoridad política tiene el derecho y el deber de regular el legítimo ejercicio del derecho de propiedad en función del bien común» (ibíd., 2406) [1]. La «subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes [...] es una “regla de oro” del comportamiento social, y el primer principio de todo el ordenamiento ético-social» (LS, 93) [2].

Las propiedades, el dinero son instrumentos que pueden servir a la misión. Pero los transformamos fácilmente en fines, individuales o colectivos. Y cuando esto sucede, se socavan los valores humanos esenciales. El homo sapiens se deforma y se convierte en una especie de homo œconomicus — en un sentido peor — individualista, calculador y dominador. Nos olvidamos de que, siendo creados a imagen y semejanza de Dios, somos seres sociales, creativos y solidarios, con una inmensa capacidad de amar. Nos olvidamos a menudo de esto. De hecho, somos los seres más cooperativos entre todas las especies, y florecemos en comunidad, como se ve bien en la experiencia de los santos [3]. Hay un dicho español que me ha inspirado esta frase, y dice así: florecemos en racimo como los santos. Florecemos en comunidad como se ve en la experiencia de los santos.

Cuando la obsesión por poseer y dominar excluye a millones de personas de los bienes primarios; cuando la desigualdad económica y tecnológica es tal que lacera el tejido social; y cuando la dependencia de un progreso material ilimitado amenaza la casa común, entonces no podemos quedarnos mirando. No, esto es desolador. ¡No podemos quedarnos mirando! Con la mirada fija en Jesús (cf. Heb 12, 2) y con la certeza de que su amor obra mediante la comunidad de sus discípulos, debemos actuar todos juntos, en la esperanza de generar algo diferente y mejor. La esperanza cristiana, enraizada en Dios, es nuestra ancla. Ella sostiene la voluntad de compartir, reforzando nuestra misión como discípulos de Cristo, que ha compartido todo con nosotros.

Y esto lo entendieron las primeras comunidades cristianas, que como nosotros vivieron tiempos difíciles. Conscientes de formar un solo corazón y una sola alma, ponían todos sus bienes en común, dando testimonio de la gracia abundante de Cristo sobre ellos (cf. Hch 4, 32-35). Nosotros estamos viviendo una crisis. La pandemia nos ha puesto a todos en crisis. Pero recuerden: de una crisis no se puede salir iguales, o salimos mejores, o salimos peores. Esta es nuestra opción. Después de la crisis, ¿seguiremos con este sistema económico de injusticia social y de desprecio por el cuidado del ambiente, de la creación, de la casa común? Pensémoslo. Que las comunidades cristianas del siglo XXI puedan recuperar esta realidad — el cuidado de la creación y la justicia social: van juntas —, dando así testimonio de la Resurrección del Señor. Si cuidamos los bienes que el Creador nos da, si ponemos en común lo que poseemos de forma que a nadie le falte, entonces realmente podremos inspirar esperanza para regenerar un mundo más sano y más justo.

Y para finalizar, pensemos en los niños. Lean las estadísticas: cuántos niños, hoy, mueren de hambre por una no buena distribución de las riquezas, por un sistema económico como he dicho antes; y cuántos niños, hoy, no tienen derecho a la escuela, por el mismo motivo. Que sea esta imagen, de los niños necesitados por hambre y por falta de educación, la que nos ayude a entender que después de esta crisis debemos salir mejores. Gracias.

[1] cf. Const. past. Gaudium et spes, 71; S. Juan Pablo II, Cart. enc. Sollicitudo rei socialis, 42; Cart. enc. Centesimus annus, 40.48).
[2] cf. S. Juan Pablo II, Cart. enc. Laborem exercens, 19.
[3] “Florecemos en racimo, como los santos”: expresión común en lengua española.

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