ORACIÓN, CARIDAD, AYUNO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DEL MIÉRCOLES DE CENIZA (06/03/2019)

Como todos los años al inicio de la Cuaresma se lleva a cabo el antiguo rito de las estaciones romanas, que consiste en “detenerse” antes de emprender la peregrinación diaria con una actitud de alabanza y oración. El Obispo de Roma presidió la primera de estas estaciones en la iglesia de San Anselmo en el Aventino, a lo que siguió la procesión penitencial a la cercana Basílica de Santa Sabina. Al final de la procesión, en la Basílica de Santa Sabina, el Pontífice presidió la Santa Misa con el rito de la bendición e imposición de las cenizas. En su homilía el Papa Francisco comenzó recordando con las palabras del profeta Joel, que la Cuaresma se abre con un sonido estridente, el de una trompeta que no acaricia los oídos, sino que anuncia un ayuno. Un sonido fuerte, con el que quiere frenar un poco nuestra vida que siempre va a toda prisa, pero a menudo no sabe hacia dónde. De ahí que sea una llamada a detenerse, a ir a lo esencial, a ayunar de lo superfluo que distrae. Es un despertador para el alma. Reproducimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

«Hagan sonar la trompeta, proclamen un solemne ayuno» (Jl 2,15), dice el profeta en la primera lectura. La Cuaresma se abre con un sonido estridente, el de una trompeta que no acaricia los oídos, sino que anuncia un ayuno. Es un sonido fuerte, que quiere frenar nuestra vida que va siempre de prisa, pero a menudo no sabe bien a dónde. Es una llamada a detenerse – un “¡deténte!” –, a ir a lo esencial, a ayunar de lo superfluo que distrae. Es un despertador para el alma.

Al sonido de este despertador lo acompaña el mensaje que el Señor transmite por boca del profeta, un mensaje breve y sentido: «Vuelvan a mí» (v. 12). Volver. Si debemos volver, quiere decir que hemos estado lejos. La Cuaresma es el tiempo para reencontrar la ruta de la vida. Porque en el transcurso de la vida, como en todo camino, lo que verdaderamente cuenta es no perder de vista la meta. Cuando en cambio en el viaje lo que interesa es mirar el paisaje o detenerse a comer, no se va lejos. Cada uno de nosotros puede preguntarse: en el camino de la vida, ¿busco la ruta? O ¿me contento con vivir al día, pensando sólo en estar bien, en resolver cualquier problema y en divertirme un poco? ¿Cuál es la ruta? Quizá la búsqueda de la salud, que muchos hoy dicen que va primero que todo pero que tarde o temprano pasará? ¿Quizá los bienes y el bienestar? Pero no estamos en el mundo para esto. Vuelvan a mí, dice el Señor. A mí. Es el Señor la meta de nuestro viaje en el mundo. La ruta se dirige a Él.

Para reencontrar la ruta, hoy se nos ofrece un signo: ceniza en la cabeza. Es un signo que nos hace pensar qué tenemos en la cabeza. Nuestros pensamientos persiguen a menudo cosas pasajeras, que van y vienen. La leve capa de ceniza que recibiremos es para decirnos, con delicadeza y verdad: de tantas cosas que tienes en la cabeza, detrás de las cuales cada día corres y te afanas, no quedará nada. Por cuanto te fatigas, de la vida no te llevarás ninguna riqueza. Las realidades terrenas se desvanecen, como polvo en el viento. Los bienes son provisionales, el poder pasa, el éxito se termina. La cultura de la apariencia, hoy dominante, que induce a vivir por las cosas que pasan, es un gran engaño. Porque es como una flama: una vez que se apaga, queda sólo la ceniza. La Cuaresma es el tiempo para liberarnos de la ilusión de vivir persiguiendo el polvo. La Cuaresma es redescubrir que estamos hechos para el fuego que siempre arde, no para la ceniza que de pronto se apaga; para Dios, no para el mundo; para la eternidad del Cielo, no para el engaño de la tierra; para la libertad de los hijos, no para la esclavitud de las cosas. Podemos preguntarnos hoy: ¿de qué lado estoy? ¿Vivo para el fuego o para las cenizas?

En este viaje de retorno a lo esencial que es la Cuaresma, el Evangelio propone tres etapas, que el Señor pide recorrer sin hipocresía, sin ficciones: la limosna, la oración, el ayuno. ¿Para qué sirven? La limosna, la oración y el ayuno nos traen de nuevo a las tres únicas realidades que no se desvanecen. La oración nos une de nuevo a Dios; la caridad, al prójimo; el ayuno, a nosotros mismos. Dios, los hermanos, mi vida: he ahí las realidades que no terminan en la nada, sobre las que hay que invertir. Ahí está a donde nos invita a mirar la Cuaresma: hacia lo Alto, con la oración, que libera de una vida horizontal, plana, donde se busca tiempo para el “yo” pero se olvida a Dios. Y después hacia el otro, con la caridad, que libera de la vanidad del tener, del pensar que las cosas van bien si me va bien a mí. En fin, nos invita a mirarnos dentro, con el ayuno, que libera de los apegos a las cosas, de la mundanidad que anestesia el corazón. Oración, caridad, ayuno: tres inversiones para un tesoro que dura.

Jesús dijo: «Donde está tu tesoro, ahí estará también tu corazón» (Mt 6, 21). Nuestro corazón apunta siempre en cualquier dirección: es como una brújula en busca de orientación. Podemos también compararlo con un imán: necesita unirse a algo. Pero si se une sólo a las cosas terrenas, tarde o temprano se convierte en esclavo: las cosas para servirse acaban siendo cosas a las cuales servir. El aspecto exterior, el dinero, la carrera, los pasatiempos: si vivimos para ellos, se convertirán en ídolos que nos usan, sirenas que nos encantan y después nos mandan a la deriva. En cambio, si el corazón se une a lo que no pasa, nos reencontramos y nos hacemos libres. Cuaresma es el tiempo de gracia para liberar al corazón de la vanidad. Es tiempo de curación de las dependencias que nos seducen. Es tiempo para fijar la mirada en lo que permanece.

¿Dónde fijar entonces la mirada a lo largo del camino de la Cuaresma? Es simple: en el Crucificado. Jesús en la cruz es la brújula de la vida, que nos orienta al Cielo. La pobreza del leño, el silencio del Señor, su despojo por amor nos muestran la necesidad de una vida más sencilla, libre de muchos afanes por las cosas. Jesús desde la cruz nos enseña la valentía fuerte de la renuncia. Porque cargados de pesos incómodos no iremos jamás hacia delante. Necesitamos liberarnos de los tentáculos del consumismo y de los lazos del egoísmo, del querer siempre más, del no contentarnos nunca, del corazón cerrado a las necesidades del pobre. Jesús, que sobre el leño de la cruz arde de amor, nos llama a una vida enfocada por Él, que no se pierde entre las cenizas del mundo; una vida que arde de caridad y no se apaga en la mediocridad. ¿Es difícil vivir como Él pide? Sí, es difícil, pero conduce a la meta. Nos lo muestra la Cuaresma. Ésta comienza con las cenizas, pero al final nos lleva al fuego de la noche de Pascua; a descubrir que, en el sepulcro, la carne de Jesús no se convierte en cenizas, sino que resurge gloriosa. Vale también para nosotros, que somos polvo: si con nuestra fragilidad volvemos de nuevo al Señor, si tomamos el camino del amor, abrazaremos la vida que no pasa. Y ciertamente estaremos en la alegría.

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