EL CENTRO DE LA CONFESIÓN ES EL AMOR QUE RECIBIMOS: HOMILÍA DEL PAPA EN LA CELEBRACIÓN PENITENCIAL DEL 29/03/2019

El Papa Francisco presidió la tarde de este 29 de marzo, la Celebración Penitencial en la Basílica de San Pedro, en el marco de la Jornada “24 Horas para el Señor”, organizada por el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización. El Papa Francisco, siguiendo el hilo conductor tomado de San Agustín: «Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia», señala que, para Jesús, esa mujer sorprendida en adulterio no representa un párrafo de la Ley, sino una situación concreta en la que involucrarse y por eso se queda allí, en silencio. El Papa Francisco también señaló que, a veces nos sentimos solos y perdemos el hilo de la vida. Necesitamos comenzar de nuevo, pero no sabemos desde dónde. Sólo a través del perdón de Dios – puntualizó el Pontífice – suceden cosas realmente nuevas en nosotros. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

«Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia» (In Io. Ev. tract. 33, 5). Así encuadra San Agustín el final del Evangelio que acabamos de escuchar. Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para acusar a Jesús en su observancia de la Ley. Se fueron, no tenían otros intereses. Jesús en cambio se queda. Se queda porque se ha quedado lo que es precioso a sus ojos: esa mujer, esa persona. Para Él antes que el pecado está el pecador. Yo, tú, cada uno de nosotros en el corazón de Dios estamos primero: antes que los errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas. Pidamos la gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador, antes que los errores a quien los comete, antes que la historia a la persona.

«Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia». Para Jesús esa mujer sorprendida en adulterio no representa un párrafo de la Ley, sino una situación concreta en la cual involucrarse. Por eso se queda allí, con la mujer, estando casi siempre en silencio. Y mientras tanto realiza dos veces un gesto misterioso: escribe con el dedo en el suelo (Jn 8 ,6.8). No sabemos qué escribió y quizás no es lo más importante: la atención del Evangelio está puesta en el hecho de que el Señor escribe. Viene a la mente el episodio del Sinaí, cuando Dios había escrito las tablas de la Ley con su dedo (cf. Ex 31, 18), justamente como hace ahora Jesús. Más tarde Dios, por medio de los profetas, prometió que no escribiría más en tablas de piedra, sino directamente en los corazones (cf. Jr 31, 33), en las tablas de carne de nuestros corazones (cf. 2 Cor 3, 3). Con Jesús, misericordia de Dios encarnada, ha llegado el momento de escribir en el corazón del hombre, de dar una esperanza cierta a la miseria humana: de dar no tanto leyes exteriores, que dejan a menudo distantes a Dios y al hombre, sino la ley del Espíritu, que entra en el corazón y lo libera. Así sucede para esa mujer, que encuentra a Jesús y vuelve a vivir. Y se marcha para no pecar más (cf. Jn 8, 11). Es Jesús quien, con la fuerza del Espíritu Santo, nos libera del mal que tenemos dentro, del pecado que la Ley podía obstaculizar, pero no remover.

Sin embargo el mal es fuerte, tiene un poder seductor: atrae, cautiva. Para apartarse de él no basta nuestro esfuerzo, se necesita un amor más grande. Sin Dios no se puede vencer el mal: sólo su amor nos conforta dentro, sólo su ternura derramada en el corazón nos hace libres. Si queremos la liberación del mal hay que dar espacio al Señor, que perdona y sana. Y lo hace sobre todo a través del Sacramento que estamos por celebrar. La Confesión es el paso de la miseria a la misericordia, es la escritura de Dios en el corazón. Allí leemos que somos preciosos a los ojos de Dios, que Él es Padre y nos ama más que cuanto nos amamos nosotros mismos.

«Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia». Sólo ellos. Cuántas veces nos sentimos solos y perdemos el hilo de la vida. Cuántas veces no sabemos ya cómo recomenzar, oprimidos por el cansancio de aceptarnos. Necesitamos comenzar de nuevo, pero no sabemos desde dónde. El cristiano nace con el perdón que recibe en el Bautismo. Y renace siempre de allí: del perdón sorprendente de Dios, de su misericordia que nos restablece. Solo desde el ser perdonados podemos partir nuevamente renovados, después de haber experimentado la alegría de ser amados por el Padre hasta el fondo. Sólo a través del perdón de Dios suceden cosas realmente nuevas en nosotros. Volvamos a escuchar una frase que el Señor nos ha dicho hoy por medio del profeta Isaías: «Yo hago algo nuevo» (Is 43, 18). El perdón nos da un nuevo comienzo, nos hace creaturas nuevas, nos hace tocar con la mano la vida nueva. El perdón no es una fotocopia que se reproduce idéntica en cada paso por el confesionario. Recibir a través del sacerdote el perdón de los pecados es una experiencia siempre nueva, original e inimitable. Nos hace pasar de estar solos con nuestras miserias y nuestros acusadores, como la mujer del Evangelio, a estar liberados y animados por el Señor, que nos hace empezar de nuevo.

«Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia». ¿Qué hacer para dejarse cautivar por la misericordia, para superar el miedo a la Confesión? Escuchemos de nuevo la invitación de Isaías: «¿No se dan cuenta?» (Is 43, 18). Darse cuenta del perdón de Dios. Es importante. Sería hermoso, después de la Confesión, quedarse como aquella mujer, con la mirada fija en Jesús que nos acaba de liberar: ya no en nuestras miserias, sino en su misericordia. Mirar al Crucificado y decir con asombro: “Allí es donde han terminado mis pecados. Tú los has tomado sobre ti. No me has apuntado con el dedo, me has abierto los brazos y me has perdonado otra vez”. Es importante hacer memoria del perdón de Dios, recordar la ternura, volver a gustar la paz y la libertad que hemos experimentado. Porque este es el corazón de la Confesión: no los pecados que decimos, sino el amor divino que recibimos y del cual siempre tenemos necesidad. Puede asaltarnos sin embargo una duda: “confesarse no sirve, siempre cometo los mismos pecados”. Pero el Señor nos conoce, sabe que la lucha interior es dura, que somos débiles y propensos a caer, a menudo reincidiendo en hacer el mal. Y nos propone comenzar a reincidir en el bien, en pedir misericordia. Será Él quien nos levantará y hará de nosotros criaturas nuevas. Reemprendamos entonces el camino desde la Confesión, restituyamos a este sacramento el lugar que merece en nuestra vida y en la pastoral.

«Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia». También nosotros vivamos en la Confesión este encuentro de salvación: nosotros, con nuestras miserias y nuestro pecado; el Señor, que nos conoce, nos ama y nos libera del mal. Entremos en este encuentro, pidiendo la gracia de redescubrirlo.

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