LA JMJ VISTA POR LA PRENSA

No es ciertamente la primera vez que el desarrollo de la Jornada mundial de la juventud (JMJ) suscita manifestaciones de oposición como las de los días pasados en Madrid en la Puerta del Sol. Y no es tampoco la primera vez que la JMJ se degrada a una especie de «Woodstock católica» como lo notó con pena, el 30 de julio monseñor Miguel Delgado Galindo, subsecretario del Consejo pontificio para los laicos, en L'Osservatore Romano. Algo similar ya había ocurrido también en Denver en 1993 y en París en 1997. Y justamente en estas dos ocasiones el encuentro de los jóvenes con el Papa salió, por primera vez, de las angostas salas de las noticias religiosas para entrar ásperamente y, con frecuencia, toscamente, en las primeras páginas de los periódicos «laicos» de todo el mundo.
 
Las primeras cuatro ediciones de la JMJ, en efecto, no atrajeron atenciones especiales en la prensa y fueron relegadas, de hecho, a la normal –aunque de normal había poco– obra evangelizadora del Papa. A partir del encuentro de Czêstochowa de 1991 se empezó a delinear el canon de lo que después se convertiría en el relato tradicional de las Jornadas mundiales de la juventud: los números del evento, las voces de los peregrinos entrevistados, la relación de las palabras del Pontífice y, sobre todo, el aspecto «mundano» de la reunión de los jóvenes o, más bien dicho, la «fiesta» y el «business».
 
En Czêstochowa, escribía Domenico del Rio en «la Repubblica» el 15 de agosto, es «próspero» el mercado de la «pacotilla religiosa» y «las cosas más vendidas son una Virgen fosforescente y un busto de Cristo con reloj incorporado». De todas formas, según esta narración, que parece describir el desarrollo de una alegre jarana intermedia entre una fiesta popular y una rave party improvisada, el momento culminante del encuentro es «la noche» cuando «estalla la fiesta», «se baila, se toca música, se hace teatro», «los bares permanecen abiertos toda la noche» y la ciudad se transforma «también en el paraíso de los rateros y de los carteristas».
 
La que parecería una descabellada parodia de opereta se tiñe, sin embargo, de fuertes coloridos políticos en las ediciones sucesivas. En agosto de 1993, después de que en Kingston, Jamaica, primera etapa de su viaje al continente americano, Juan Pablo II había sido «acogido» por los movimientos de liberación religiosa como «un antiCristo» que quería apoyar a los gobernantes locales «perjudicando a la población»; en Denver fue «acogido» por algunos grupos de feministas que se habían reunido frente a la catedral de la Inmaculada Concepción para pedir que la Iglesia católica limpiara «su propia casa en vez de juzgar a mujeres responsables de sus acciones y de su fertilidad».
 
Por otro lado, el tema del control de nacimientos —junto a la sempiterna «crisis de la Iglesia» y a las acusaciones de pederastia— fue uno de los argumentos recurrentes en las relaciones de la época.
 
Y si el indisimulado escepticismo con el que el «Suddeutsche Zeitung» y «Der Spiegel» prepararon la llegada de Benedicto XVI a Colonia en 2005 —el Papa según los dos periódicos alemanes se encontraría con «una tierra descristianizada» y sería considerado como un especie de «extranjero en su patria»— habría sido mitigado por el tibio optimismo del diario «Bild» que en esos días distribuyó un broche con el escrito «Wir sind Papst», es decir, «nosotros somos el Papa», nada entonces se habría interpuesto a la clásica degradación de la JMJ como media event parafraseando la expresión acuñada en 1992 por los sociólogos Katz y Dayan. Una interpretación, que sin embargo resulta extremadamente reduccionista al menos por dos motivos. Los encuentros de la Jornada mundial de la juventud —como ha recordado Francesco Paolo Casavola en la primera página del «Messaggero» del 18 de agosto— se enlazan, aunque con muchas novedades, a una tradición antiquísima, la del peregrinaje, que no tiene nada que ver con las innumerables y variadas reuniones de masas del siglo XX. Y luego, hecho decisivo con frecuencia demasiado olvidado, la JMJ no se resume solamente en el encuentro con el Papa —que, obviamente, representa su momento culminante— sino que es un largo recorrido, caracterizado casi siempre por viajes agitados y fatigosos, cuyos tiempos son siempre dictados por momentos de catequesis y por la oración de la tradición cristiana (laudes, vísperas y completas) y que, en definitiva, tiene un único objetivo: descubrir el sentido de la propia vida a través del encuentro con Cristo. Antes o después alguien hablará de ello.

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