CATEQUESIS DEL PAPA (31 DE AGOSTO): UN COLORIDO ALFABETO

Durante siglos los pintores «mojaron su pincel en ese alfabeto colorido que es la Biblia». Benedicto XVI cita una expresión de Marc Chagall para reafirmar la convicción de que el arte es una de las vías más sugestivas y eficaces para encontrar a Dios. Hablando a los fieles reunidos en Castel Gandolfo para la audiencia general de este miércoles 31 de agosto —que tuvo lugar en la plaza de la Libertad, en el exterior del palacio pontificio— el Papa invitó a redescubrir en las expresiones artísticas una «parte de la via pulchritudinis que el hombre de hoy debería recuperar en su significado más profundo». En esta perspectiva —explicó— la obra de arte se convierte en «una puerta abierta hacia el infinito, hacia una belleza y una verdad que van más allá de la cotidianidad». Una experiencia que cada uno puede vivir ante una escultura, un cuadro, una obra arquitectónica, una poesía, un fragmento musical. El propio Benedicto XVI confió que todo ello lo vivió más de una vez, recordando en especial los sentimientos que le suscitó un fragmento musical de Bach durante un concierto dirigido por Leonard Bernstein en Munich.
 
Compartimos a continuación el texto completo con el que el Papa se dirigió a los fieles esta mañana.
 
Queridos hermanos y hermanas:

En varias oportunidades, he recordado, en este periodo, la necesidad, para cada cristiano, de encontrar un tiempo para Dios, para la oración, en medio de las tantas ocupaciones de nuestras jornadas. El Señor mismo nos ofrece muchas ocasiones para que nos acordemos de Él. Hoy, quisiera detenerme brevemente sobre uno de estos canales, que pueden conducirnos a Dios y ayudarnos al encuentro con Él: es la vía de las expresiones artísticas, parte de aquella ‘via pulchritudinis’, camino de la belleza, del que he hablado varias veces y que el hombre de hoy debería recuperar en su significado más profundo.
 
Quizás, algunas veces, les ha sucedido, ante una escultura, un cuadro, algunos versos de poesía, o una pieza musical, percibir en el alma una emoción íntima, una sensación de alegría. Es decir, percibir claramente que, ante vosotros, no había sólo materia, un pedazo de mármol o de bronce, una tela pintada, un conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande. Algo que ‘habla’, capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el alma.
 
Una obra de arte es el fruto de la capacidad creativa del ser humano, que se interroga ante la realidad visible, intenta descubrir su sentido profundo y comunicarlo a través del lenguaje de las formas, de los colores y de los sonidos.
 
El arte es capaz de expresar y de hacer visible la necesidad del hombre de ir más allá de lo que ve, manifiesta la sed y la búsqueda de lo infinito. Aún más, es como una puerta abierta hacia lo infinito, hacia una belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Y una obra de arte puede abrir los ojos de la mente y del corazón, impulsarnos hacia lo alto.
 
Pero hay expresiones artísticas que son verdaderas sendas hacia Dios, Belleza suprema, más aún, son una ayuda para crecer en la relación con Él, en la oración. Se trata de obras que nacen de la fe y que expresan la fe. Podemos tener un ejemplo de ello cuando visitamos una catedral gótica: quedamos prendados por las líneas verticales que se estallan hacia el cielo y atraen hacia lo alto nuestra mirada y nuestro espíritu, mientras, al mismo tiempo, nos sentimos pequeños, anhelando, sin embargo, la plenitud... O cuando entramos en una iglesia románica: nos sentimos invitados de forma espontánea al recogimiento y a la oración. Percibimos que, en estos espléndidos edificios, está como atesorada la fe de generaciones.
 
Sí, como cuando escuchamos una pieza de música sacra, que hace vibrar las cuerdas de nuestro corazón, nuestra alma queda como dilatada y ayudada a dirigirse a Dios. Vuelve a mi mente un concierto de obras de Johann Sebastian Bach, en Munich de Baviera, dirigido por Leonard Bernstein. Al final de la última pieza, una de las Cantatas, sentí, no por un razonamiento mío, sino en lo profundo de mi corazón, que lo que había escuchado me había trasmitido ‘verdad’, ‘verdad’ del sumo compositor y me impulsaba a alabar y agradecer a Dios. A mi lado, estaba el obispo luterano de Munich, al que espontáneamente le dije que, sintiendo esto se sabe, es verdad, es verdadera la fe tan intensa, y la belleza que expresa irresistiblemente la presencia de la verdad de Dios.
 
Pero cuantas veces cuadros o frescos, fruto de la fe del artista, en sus formas, en sus colores, en sus luces, nos empujan a dirigir el pensamiento a Dios y hacen crecer en nosotros el deseo de beber en el manantial de toda belleza. Permanece profundamente verdadero cuanto ha escrito un gran artista, Marc Chagall, que los pintores a través de los siglos han mojado su pincel en aquel alfabeto de colores que es la Biblia.
 
¡Cuantas veces las expresiones artísticas pueden ser ocasión para acordarnos de Dios, para ayudar nuestra oración o también para la conversión del corazón! Paúl Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, en la Basílica de Notre Dame en París en 1886, precisamente escuchando el canto del Magnificat durante la Misa de Navidad, advirtió la presencia de Dios. No había entrado en la iglesia por motivos de fe, había entrado precisamente para buscar argumentos contra los cristianos, y sin embargo la gracia de Dios obró en su corazón.
 
Queridos amigos, los invito a redescubrir la importancia de este camino también para la oración, para nuestra relación viva con Dios. La ciudad y los pueblos en todo el mundo conservan tesoros de arte que expresan la fe y nos llaman a la relación con Dios. La visita a estos lugares de arte, entonces, no sean ocasión solamente de enriquecimiento cultural, también esto, pero pueda convertirse en un momento de gracia, de estímulo para reforzar nuestra unión y nuestro diálogo con el Señor, para detenerse a contemplar -en el pasaje de la simple realidad exterior a la realidad más profunda que se expresa aquí- el rayo de belleza que nos llama la atención, que casi nos “hiere” en lo íntimo y nos invita a subir hacia Dios.
 
Termino con una oración de un salmo: “Una sola cosa he pedido al Señor, y esto es lo que quiero: vivir en la Casa del Señor todos los días de mi vida, para gozar de la dulzura del Señor y contemplar su Templo” (Sal 27,4).
 
Esperemos que el Señor nos ayude a contemplar su belleza, tanto natural como en las obras de arte, y ser de esta manera tocados por la luz de su Rostro de manera que también nosotros podamos ser luz para nuestro prójimo.

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