ES NECESARIA UNA NUEVA ALIANZA ENTRE JÓVENES Y ANCIANOS: HOMILÍA DEL PAPA PARA LA MISA POR LA 1ª. JORNADA MUNDIAL DE LOS ABUELOS Y LAS PERSONAS MAYORES (25/07/2021)

Ver, compartir, custodiar: con estos tres verbos el Papa Francisco describe la relación entre generaciones, en la homilía de la Misa celebrada este 25 de julio en la Basílica de San Pedro, con motivo de esta 1ª. Jornada Mundial dedicada a los Abuelos y a las Personas Mayores, llamando a una nueva alianza para “compartir el común tesoro de la vida”, para “soñar juntos” y “preparar el futuro de todos”, superando el egoísmo y la soledad. La Santa Misa fue presidida por Mons. Rino Fisichella, Presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, quien además pronunció la homilía del Pontífice, inspirada en el pasaje del Evangelio de Juan que narra uno de los milagros de Jesús impulsado por la compasión hacia la multitud que le seguía. Transcribimos a continuación, el texto completo de la homilía del Santo Padre, leída por Mons. Fisichella, traducido del italiano:

Mientras se sentaba para enseñar, «alzando los ojos, vio que una gran multitud acudía a él y le dijo a Felipe: “¿Dónde podremos comprar el pan para estos tengan qué comer?”» (Jn 6, 5). Jesús no se limita a dar enseñanzas, sino que se deja interrogar por el hambre que habita en la vida de la gente. Y, así, quita el hambre a la multitud distribuyendo los cinco panes de cebada y los dos pescados recibidos de un muchacho. Al final, como sobraron bastantes pedazos de pan, les dijo a los suyos que los recogieran, «para que no se pierda nada» (v. 12).

En esta Jornada, dedicada a los abuelos y a los ancianos, quisiera detenerme precisamente en estos tres momentos: Jesús que ve el hambre de la multitud; Jesús que comparte el pan; Jesús que recomienda recoger los pedazos sobrantes. Tres momentos que se pueden ser resumidos en tres verbos: ver, compartir, custodiar.

El primero, ver. El evangelista Juan, al principio del relato, subraya este particular: Jesús levanta los ojos y ve a la multitud hambrienta después de haber caminado mucho para encontrarlo. Así inicia el milagro, con la mirada de Jesús, que no es indiferente ni está ocupado, sino que advierte los espasmos del hambre que atormentan a la humanidad cansada. Él se preocupa por nosotros, nos cuida, quiere saciar nuestra hambre de vida, de amor y de felicidad. En los ojos de Jesús vemos la mirada de Dios: es una mirada atenta, que se da cuenta de nuestra presencia, que escudriña los anhelos que llevamos en el corazón, que se da cuenta de la fatiga, del cansancio y de la esperanza con las que vamos adelante. Una mirada que sabe captar la necesidad de cada uno: a los ojos de Dios no existe la multitud anónima, sino cada persona con su hambre. Jesús tiene una mirada contemplativa, es decir, capaz de detenerse ante la vida del otro y leer en ella.

Esta es también la mirada que los abuelos y los ancianos han tenido sobre nuestra vida. Es el modo en el que ellos, desde nuestra infancia, se han hecho cargo de nosotros. Después de una vida de sacrificios, no han sido indiferentes con nosotros u ocupado sin nosotros. Han tenido ojos atentos, llenos de ternura. Cuando estábamos creciendo y nos sentíamos incomprendidos, o asustados por los desafíos de la vida, se dieron cuenta de nuestra presencia, de lo que estaba cambiando en nuestro corazón, de nuestras lágrimas escondidas y de los sueños que llevábamos dentro. Todos hemos pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos. Y es también gracias a este amor que nos hemos convertido en adultos.

Y nosotros: ¿qué mirada tenemos hacia los abuelos y los ancianos? ¿Cuándo fue la última vez que hicimos compañía o llamamos por teléfono a un anciano para manifestarle nuestra cercanía y dejarnos bendecir por sus palabras? Sufro cuando veo una sociedad que corre, atareada e indiferente, atrapada por tantas cosas e incapaz de detenerse para dirigir una mirada, un saludo, una caricia. Tengo miedo de una sociedad en la que todos somos una multitud anónima y no somos ya capaces de levantar la mirada y reconocernos. Los abuelos, que han alimentado nuestra vida, hoy tienen hambre de nosotros: de nuestra atención, de nuestra ternura. De sentirnos cerca. Alcemos la mirada hacia ellos, como Jesús hace con nosotros.

El segundo verbo: compartir. Después de haber visto el hambre de aquellas personas, Jesús desea saciarlas. Pero esto sucede gracias al don de un joven muchacho, que ofrece sus cinco panes y los dos peces. Es hermoso que al centro de este prodigio, del que se benefició tanta gente adulta — unas cinco mil personas —, esté un muchacho, un joven, que comparte lo que tiene.

Hoy existe la necesidad de una nueva alianza entre los jóvenes y ancianos, existe la necesidad de compartir el tesoro común de la vida, de soñar juntos, de superar los conflictos entre generaciones para preparar el futuro de todos. Sin esta alianza de vida, de sueños, de futuro, nos arriesgamos a morir de hambre, porque aumentan los vínculos rotos, las soledades, los egoísmos, las fuerzas disgregadoras. Frecuentemente, en nuestras sociedades hemos entregado la vida a la idea de que “cada uno piense en sí mismo”. ¡Pero eso mata! El Evangelio nos exhorta a compartir lo que somos y lo que tenemos: sólo así podemos ser saciados. Muchas veces he recordado lo que dice al respecto el profeta Joel (cf. Jo 3, 1): jóvenes y ancianos juntos. Los jóvenes, profetas del futuro que no olvidan la historia de la que provienen; los ancianos, soñadores nunca cansados que trasmiten experiencia a los jóvenes, sin entorpecerles el camino. Jóvenes y ancianos, el tesoro de la tradición y la frescura del Espíritu. Jóvenes y ancianos juntos. En la sociedad y en la Iglesia: juntos.

El tercer verbo: custodiar. Después de que comieron, el Evangelio anota que sobraron muchos pedazos de pan. Y Jesús recomienda: «Recojan los pedazos sobrantes, para que no se pierda nada» (Jn 6, 12). Así es el corazón de Dios: no sólo nos da mucho más de lo que necesitamos, sino que se preocupa también de que nada se desperdicie, ni siquiera un fragmento. Un pedacito de pan puede parecer poca cosa, pero a los ojos de Dios nada debe ser descartado. Con mayor razón nadie es descartable. Es una invitación profética del que hoy estamos llamados a hacer eco en nosotros mismos y en el mundo: recojan, conserven con cuidado, custodien. Los abuelos y los ancianos no son sobras de vida, desechos que se deben tirar. Son esos pedazos de pan preciosos que han quedado sobre la mesa de nuestra vida, que pueden todavía nutrirnos con una fragancia que hemos perdido, “la fragancia de la misericordia y de la memoria”. No perdamos la memoria de la que los ancianos son portadores, porque somos hijos de esa historia y sin raíces nos marchitaremos. Ellos nos han custodiado a lo largo del camino del crecimiento, ahora nos toca a nosotros custodiar su vida, aligerar sus dificultades, escuchar sus necesidades, crear las condiciones para que puedan facilitarse sus tareas cotidianas y no se sientan solos. Preguntémonos: “¿He visitado a los abuelos? ¿A los ancianos de la familia o de mi barrio? ¿Los he escuchado? ¿Les he dedicado un poco de tiempo?”. Custodiémoslos, para que no se pierda nada: nada de su vida ni de sus sueños. Está en nosotros, hoy, prevenir el arrepentimiento de mañana por no haber dedicado suficiente atención a quien nos ha amado y dado la vida.

Hermanos y hermanas, los abuelos y los ancianos son pan que alimenta nuestra vida. Estemos agradecidos por sus ojos atentos, que se dieron cuenta de nuestra presencia, por sus rodillas que nos tuvieron en sus brazos, por sus manos que nos acompañaron y levantaron, por haber jugado con nosotros y por las caricias con las que nos consolaron. Por favor, no nos olvidemos de ellos. Aliémonos con ellos. Aprendamos a detenernos, a reconocerlos, a escucharlos. No los descartemos nunca. Custodiémoslos en el amor. Y aprendamos a compartir con ellos el tiempo. Saldremos mejores. Y, juntos, jóvenes y ancianos, nos saciaremos en la mesa del compartir, bendecida por Dios.

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