SÓLO DA FRUTO QUIEN PERMANECE UNIDO A JESÚS: HOMILÍA DEL PAPA DURANTE LA MISA EN VENECIA (28/04/2024)

En la Plaza San Marcos de Venecia, el Papa Francisco celebró la Eucaristía del V Domingo de Pascua, este 28 de abril, luego de su participación en la muestra artística y cultura de la Bienal, compartir con las internas de la cárcel de mujeres, dirigir un mensaje a los artistas y a los jóvenes de la región. El Pontífice, en la homilía, reflexionó sobre la abundancia de frutos de quienes permanecen unidos a Jesús: “Jesús es la vid, nosotros los sarmientos. Y Dios, Padre misericordioso y bueno, como un agricultor paciente, nos trabaja con esmero para que nuestra vida se llene de frutos”. Compartimos a continuación el texto de su homilía, traducido del italiano:

Jesús es la vid, nosotros somos los sarmientos. Y Dios, el Padre misericordioso y bueno, como un agricultor paciente nos trabaja con esmero para que nuestra vida se llene de frutos. Por eso, Jesús nos pide que cuidemos el don inestimable que es el vínculo con Él, del que dependen nuestra vida y nuestra fecundidad. Él repite con insistencia: «Permanezcan en mí y yo en ustedes. […] El que permanece en mí y yo en él, da mucho fruto» (Jn 15, 4). Sólo quien permanece unido a Jesús da fruto. Detengámonos en esto.

Jesús está a punto de concluir su misión terrenal. En la Última Cena con los que serán sus apóstoles, les entrega, junto con la Eucaristía, algunas palabras clave. Una de ellas es precisamente ésta: «permanezcan», mantengan vivo el vínculo conmigo, permanezcan unidos a mí como los sarmientos a la vid. Con esta imagen, Jesús retoma una metáfora bíblica que el pueblo conocía bien y que también encontraba en la oración, como en el salmo que dice: «Dios de los ejércitos, ¡vuelve! / Mira desde el cielo y ve / y visita esta viña» (Sal 80, 15). Israel es la viña que el Señor ha plantado y cuidado. Y cuando el pueblo no da los frutos de amor que el Señor espera, el profeta Isaías formula una acusación utilizando precisamente la parábola de un labrador que ha labrado su viña, la ha limpiado de piedras, ha plantado vides finas esperando que produjera buen vino, pero ésta, en cambio, sólo da uvas verdes. Y el profeta concluye: «Pues bien, la viña del Señor de los ejércitos / es la casa de Israel; / los habitantes de Judá / son su plantación predilecta. / Esperaba justicia / y he aquí el derramamiento de sangre, / esperaba rectitud / y he aquí los gritos de los oprimidos» (Is 5, 7). Jesús mismo, retomando a Isaías, cuenta la dramática parábola de los viñadores asesinos, subrayando el contraste entre el trabajo paciente de Dios y el rechazo de su pueblo (cf. Mt 21, 33-44).

Entonces, la metáfora de la vid, mientras que expresa el cuidado amoroso de Dios por nosotros, por otra parte nos advierte, porque, si rompemos este vínculo con el Señor, no podemos generar frutos de buena vida y nosotros mismos corremos el riesgo de convertirnos en ramas secas. Es terrible esto, convertirse en ramas secas, esas ramas que se desechan.

Hermanos y hermanas, con el telón de fondo de la imagen usada por Jesús, pienso también en la larga historia que une a Venecia con el trabajo de la vid y la producción de vino, en el cuidado de tantos viticultores y en los numerosos viñedos que surgieron en las islas de la Laguna y en los jardines entre las calles de la ciudad, y en los que contrataban a los monjes para producir vino para sus comunidades. Dentro de esta memoria, no es difícil captar el mensaje de la parábola de la vid y los sarmientos: la fe en Jesús, el vínculo con Él, no aprisiona nuestra libertad, sino que, al contrario, nos abre para recibir la savia del amor de Dios, que multiplica nuestra alegría, nos cuida con el esmero de un buen viñador y hace brotar sarmientos incluso cuando la tierra de nuestra vida se vuelve árida. Y muchas veces nuestro corazón se vuelve árido.

Pero la metáfora que salió del corazón de Jesús también puede leerse pensando en esta ciudad construida sobre el agua, y reconocida por esta singularidad como uno de los lugares más evocadores del mundo. Venecia es una con las aguas sobre las que se levanta, y sin el cuidado y la salvaguarda de este escenario natural podría incluso dejar de existir. Así es también nuestra vida: también nosotros, sumergidos desde siempre en las fuentes del amor de Dios, hemos sido regenerados en el Bautismo, hemos renacido a una vida nueva por el agua y el Espíritu Santo, e insertados en Cristo como sarmientos en la vid. En nosotros fluye la savia de este amor. En nosotros fluye la savia de este amor, sin la cual nos convertimos en ramas secas que no dan fruto. El Beato Juan Pablo I, cuando era Patriarca de esta ciudad, dijo una vez que Jesús «vino a traer a los hombres la vida eterna [...]». Y continuaba: «Esa vida está en Él y pasa de Él a sus discípulos, como la savia sube del tronco a los sarmientos de la vid. Es un agua fresca, que Él da a sus discípulos. Es el agua fresca que él da, un manantial que brota sin cesar» (A. Luciani, Venecia 1975-1976. Opera Omnia. Discursos, escritos, artículos, vol. VII, Padua 2011, 158).

Hermanos y hermanas, esto es lo que cuenta: permanecer en el Señor, habitar en Él. Pensemos en esto, un minuto: permanecer en el Señor, habitar en Él. Y este verbo – permanecer – no debe interpretarse como algo estático, como si quisiera decirnos que nos quedemos quietos, estacionados en la pasividad; en realidad, nos invita a ponernos en movimiento, porque permanecer en el Señor significa crecer; siempre permanecer en el Señor significa crecer, crecer en la relación con Él, dialogar con Él, acoger su Palabra, seguirlo en el camino

del Reino de Dios. Por tanto, se trata de ponernos en camino tras Él: permanecer en el Señor y caminar, ponernos en camino tras Él, dejarnos provocar por su Evangelio y convertirnos en testigos de su amor.

Por eso Jesús dice que el que permanece en Él da fruto. Y no se trata de cualquier fruto. El fruto de los sarmientos en los que fluye la savia es la uva, y de la uva sale el vino, que es un signo mesiánico por excelencia. Jesús, de hecho, el Mesías enviado por el Padre, lleva el vino del amor de Dios al corazón humano y lo llena de alegría, lo llena de esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, éste es el fruto que estamos llamados a dar en nuestra vida, en nuestras relaciones, en los lugares que frecuentamos cada día, en nuestra sociedad, en nuestro trabajo. Si hoy miramos esta ciudad de Venecia, admiramos su encantadora belleza, pero también nos preocupan los numerosos problemas que la amenazan: el cambio climático, que tiene un impacto en las aguas de la Laguna y su territorio; la fragilidad de las construcciones, de los bienes culturales, pero también la de las personas; la dificultad de crear un ambiente que esté a la medida del hombre mediante una gestión adecuada del turismo; y además todo lo que estas realidades corren el riesgo de generar en términos de relaciones sociales deterioradas, de individualismo y soledad.

Y nosotros, cristianos, que somos sarmientos unidos a la vid, viña del Dios que cuida de la humanidad y ha creado el mundo como un jardín para que podamos florecer y lo hagamos florecer, nosotros los cristianos, ¿cómo respondemos? Permaneciendo unidos a Cristo podremos dar los frutos del Evangelio en la realidad que habitamos: frutos de justicia y paz, frutos de solidaridad y cuidado mutuo; opciones de atención por la salvaguarda del patrimonio medio-ambiental pero también del humano: no olvidemos el patrimonio humano, la gran humanidad nuestra, la que Dios tomó para caminar con nosotros; necesitamos que nuestras comunidades cristianas, nuestros barrios, las ciudades, se conviertan en lugares hospitalarios, acogedores, inclusivos. Y Venecia, que desde siempre ha sido lugar de encuentro y de intercambio cultural, está llamada a ser signo de belleza accesible a todos, empezando por los últimos, signo de fraternidad y de cuidado de nuestra casa común. Venecia, tierra que hace hermanos. Gracias.

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