CONSTRUYAMOS UNA VIDA MÁS FRATERNA, MÁS HUMANA, MÁS CRISTIANA: PREDICACIÓN DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA EL VIERNES SANTO (10/04/2020)

La tarde de este 10 de abril, Viernes Santo, día en el que la Iglesia recuerda la crucifixión y la muerte de Jesús, el Papa Francisco presidió la celebración de la Pasión del Señor en una solemne Basílica de San Pedro vacía, sin la presencia física de los fieles a causa de la pandemia del coronavirus que ha forzado el aislamiento de millones de personas en todo el mundo. El P. Raniero Cantalamessa, ofmcap, Predicador de la Casa Pontificia, hizo la predicación como cada año, citando las palabras de San Gregorio Magno, la Escritura “crece con quienes la leen” (cum legentibus crescit), recordó que hoy todos los cristianos leemos el relato de la Pasión con una pregunta en el corazón, “más aún, con un grito”, que se eleva por toda la tierra y por lo tanto, “debemos tratar de captar la respuesta que la Palabra de Dios da a este grito”. Compartimos a continuación el texto completo de su predicación, traducida del italiano:

Tengo proyectos de paz, no de aflicción

San Gregorio Magno decía que la Escritura crece con quienes la leen (cum legentibus crescit)[1]. Expresa significados siempre nuevos según las preguntas que el hombre lleva en el corazón al leerla. Y nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta — más aún, con un grito — que se eleva de toda la tierra. Debemos tratar de captar la respuesta que la Palabra de Dios da a este grito.
Lo que acabamos de escuchar es el relato del mal objetivamente más grande jamás cometido sobre la Tierra. Podemos mirarlo desde dos perspectivas diferentes: o de frente o por detrás, es decir, o por sus causas o por sus efectos.

Si nos detenemos en las causas históricas de la muerte de Cristo nos confundimos y cada uno estará tentado de decir como Pilato: «Yo soy inocente de la sangre de este hombre» (Mt 27, 24). La cruz se comprende mejor por sus efectos, que por sus causas. Y ¿cuáles han sido los efectos de la muerte de Cristo? Pablo nos lo dice: «¡Justificados por la fe, reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna!» (cf. Rom 5, 1-5).

Pero hay un efecto que la situación actual nos ayuda a captar en particular. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz en cuanto el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí.

¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está envenenada? Es si él bebe delante de ti de la misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz del dolor hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está envenenado, sino que hay una perla en el fondo de este cáliz.

Y no sólo el dolor de quien tiene la fe, sino de todo dolor humano. Él murió por todos. «Cuando yo sea levantado sobre la tierra — había dicho —, atraeré a todos a mí» (Jn 12, 32). ¡Todos! No sólo algunos. «Sufrir — escribía san Juan Pablo II después de su atentado — significa hacerse particularmente susceptibles, particularmente sensibles a la obra de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo»[2].

Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido también, a su manera, en una especie de «sacramento universal de salvación» para el género humano.

¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que el mundo está viviendo? También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, que escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más atenta, en un ambiente como este, nos ayuda a captar.

La pandemia del Coronavirus nos ha bruscamente despertado del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el de la ilusión de omnipotencia. Tenemos la ocasión — ha escrito un conocido Rabino judío en estos días— de celebrar este año un especial éxodo pascual, el del «exilio de la conciencia»[3].

Ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que el poder militar y la tecnología no bastan para salvarnos. «El hombre en la prosperidad no comprende — dice un salmo —, que es como los animales que perecen» (Sal 49, 21). ¡Cuánta verdad en estas palabras!

Mientras pintaba al fresco la Catedral de San Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un cierto momento, se llenó de tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo mejor, no se daba cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente, horrorizado, comprendió que un grito de llamada sólo habría acelerado el desastre. Sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en medio del fresco. El maestro, estupefacto, dio un salto hacia adelante. Su obra estaba comprometida, pero él estaba a salvo.

Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad, para salvarnos del abismo que no vemos. Pero atentos a no engañarnos. No es Dios quien con el virus ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus!

«Tengo proyectos de paz, no de aflicción», dice Dios en la Biblia (Jer 29,11). Si estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que sufren sus consecuencias mayores. ¿Son acaso ellos más pecadores que otros?

¡No! El que lloró un día por la muerte de Lázaro, llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad. Sí, Dios “sufre”, como cada padre y como cada madre. Cuando un día nos demos cuenta, nos avergonzaremos de todas las acusaciones que le dirigimos en vida. Dios participa en nuestro dolor para superarlo. «Y siendo supremamente bueno, — escribió San Agustín — Dios no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal mismo, el bien»[4].

¿Acaso Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo en la cruz, para sacar un bien de ella? No, simplemente ha permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciéndola servir, sin embargo, a su plan, no al de los hombres. Esto vale también para los males naturales, terremotos y epidemias. Él no los suscita.

Él ha dado también a la naturaleza una especie de libertad, cualitativamente diferente, es cierto, de la libertad moral del hombre, pero una forma de libertad. Libertad de evolucionar según las leyes de su propio desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj, programado con antelación en todos sus movimientos. Es lo que algunos llaman la casualidad, pero que la Biblia llama «la sabiduría creadora de Dios».

El otro fruto positivo de la presente crisis sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria del hombre, los hombres de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco en lucha, como en este momento de dolor? Nunca como ahora hemos escuchado la verdad del grito de un gran poeta nuestro italiano: «¡Hombres, paz! Sobre la postrada tierra, demasiado es el misterio»[5].

Nos hemos olvidado de los muros por construir. El virus no conoce fronteras. En un instante, ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de riqueza, de poder. No debemos volver atrás, cuando este momento haya pasado.

Como nos ha exhortado el Santo Padre no debemos desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto heroico compromiso por parte de los trabajadores de la salud haya sido en vano. Esta es la «recesión» a la que más debemos tener miedo.
Bajarán sus espadas y forjarán arados, de las lanzas harán podaderas. Una nación no alzará la espada jamás contra otra nación, no aprenderán más el arte de la guerra (Is 2, 4).
Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías, de la cual la humanidad espera el cumplimiento. Digamos basta a la trágica carrera de armamentos. Grítenlo con todas sus fuerzas, jóvenes, porque es sobre todo su destino el que está en juego.

Destinemos los ilimitados recursos empleados para las armas, para los objetivos que en estas situaciones vemos urgentes: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que vendrá, un mundo, si es necesario, más pobre de cosas y de dinero, pero más rico en humanidad.

La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es Él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, casi de acusación. «¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!» (Sal 44, 24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4, 38).

¿Acaso a Dios le gusta que se le hagamos oración para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer a Dios cambiar sus planes? No, pero hay cosas, explica Santo Tomás de Aquino, que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido[6]. Es Él quien nos impulsa a hacerlo: «Pidan y se les dará, toquen y se les abrirá» (Mt 7, 7).

Cuando, en el desierto, los judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara sobre un palo una serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. Jesús se ha apropiado de este símbolo.

«Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree en Él tenga la vida eterna» (Jn 3, 14-15). También nosotros, en este momento, somos mordidos por una invisible venenosísima «serpiente». Miremos a Aquel que fue «levantado» por nosotros en la cruz. Adorémoslo en esta Basílica vacía por nosotros y por todo el género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en una vida eterna.

“Después de tres días resucitaré”, predijo Jesús (cf. Mt 9, 31). Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de los sepulcros en que se han convertido nuestras casas. No para volver, sin embargo, a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. ¡Más cristiana!

[1] S. Gregorio Magno, Moralia in Job, XX,1.
[2] S. Juan Pablo II, Salvifici doloris, 23
[3] Publicación en Blog "Times of Israel"
[4] S. Agustín, Enchiridion, 11,3 (PL 40, 236)
[5] Pascoli, “I due fanciulli” (Los dos niños)
[6] S. Tomás de Aquino, Summa Theologicae II-II, q.83, a.2

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