NO SE PUEDE SER CRISTIANO Y ATENTAR CONTRA EL PRÓJIMO: ÁNGELUS DE 18/08/2019

El Papa Francisco, en la reflexión previa a la oración del Ángelus de este 18 de agosto, retomó dos elementos presentes en la lectura del Evangelio del día. El primero: “He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!” (v. 49) y el segundo: “¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división.” (Lc 12, 51). El Papa explicó que, para comprender mejor el llamado, Jesús usa la imagen del fuego que él mismo vino a traer a la tierra. Y continuó: “Estas palabras tienen el propósito de ayudar a los discípulos a abandonar toda actitud de pereza, apatía, indiferencia y cerrarse a recibir el fuego del amor de Dios; ese amor que, como nos recuerda San Pablo, ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo”. (Rom 5, 5). Compartimos a continuación el texto completo de su alocución, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la página evangélica de hoy (cfr Lc 12, 49-53) Jesús advierte a los discípulos que ha llegado el momento de la decisión. Su venida al mundo, de hecho, coincide con el momento de las decisiones decisivas: no puede posponerse la opción por el Evangelio. Y para hacer comprender mejor su llamado, se vale de la imagen del fuego que Él mismo vino a traer a la Tierra. Dice así: «He venido a traer fuego a la Tierra, y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!» (v. 49). Estas palabras tienen el propósito de ayudar a los discípulos a abandonar toda actitud de pereza, de apatía, de indiferencia y de cerrazón para acoger el fuego del amor de Dios; ese amor que, como recuerda San Pablo, «ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo» (Rom 5, 5). Porque es el Espíritu Santo quien nos hace amar a Dios y nos hace amar al prójimo; es el Espíritu Santo que todos tenemos dentro.

Jesús revela a sus amigos, y también a nosotros, su deseo más ardiente: traer a la Tierra el fuego del amor del Padre, que enciende la vida y a través del cual el hombre es salvado. Jesús nos llama a difundir en el mundo este fuego, gracias al cual seremos reconocidos como sus verdaderos discípulos. El fuego del amor, encendido por Cristo en el mundo a través del Espíritu Santo, es un fuego sin límites, es un fuego universal. Esto se ha visto desde los primeros tiempos del Cristianismo: el testimonio del Evangelio se ha propagado como un incendio benéfico superando toda división entre individuos, categorías sociales, pueblos y naciones. El testimonio del Evangelio quema, quema toda forma de particularismo y mantiene la caridad abierta a todos, con la preferencia por los más pobres y los excluidos.

La adhesión al fuego del amor que Jesús trajo a la Tierra envuelve toda nuestra existencia y requiere la adoración a Dios y también una disponibilidad a servir al prójimo. La primera, adorar a Dios, significa también aprender la oración de adoración, que normalmente olvidamos. Por eso invito a todos a descubrir la belleza de la oración de adoración y ejercitarla a menudo. Y después la segunda, la disponibilidad a servir al prójimo: pienso con admiración en tantas comunidades y grupos de jóvenes que, incluso durante el verano, se dedican a este servicio en favor de enfermos, pobres, personas con discapacidad. Para vivir según el espíritu del Evangelio es necesario que, ante las siempre nuevas necesidades que se perfilan en el mundo, haya discípulos de Cristo que sepan responder con nuevas iniciativas de caridad. Y así, con la adoración a Dios y el servicio al prójimo – ambas juntas, adorar a Dios y servir al prójimo – el Evangelio se manifiesta de verdad como el fuego que salva, que cambia el mundo a partir del cambio del corazón de cada uno.

En esta perspectiva, se comprende también la otra afirmación de Jesús relatada en el pasaje de hoy, que a primera vista puede desconcertar. «¿Piensan que he venido a traer paz a la Tierra? No, les digo, que he traído la división» (Lc 12, 51). Él ha venido “a separar con fuego”. ¿A separar qué? El bien del mal, el justo de lo injusto. En este sentido ha venido a “dividir”, a poner en “crisis” – pero de manera saludable – la vida de sus discípulos, rompiendo las ilusiones fáciles de aquellos que creen que pueden conjugar vida cristiana y mundanidad, vida cristiana y compromisos de todo tipo, prácticas religiosas y actitudes contra el prójimo. Conjugar, algunos piensan, la verdadera religiosidad con las prácticas supersticiosas: ¡cuántos que se dicen cristianos van con el adivino o la adivina a que les lean la mano! Y esto es superstición, no es de Dios. Se trata de no vivir hipócritamente, sino de estar dispuestos a pagar el precio de elecciones coherentes – esta es la actitud que cada uno de nosotros debería buscar en la vida: coherencia – pagar el precio de ser coherentes con el Evangelio. Coherencia con el Evangelio. Porque es bueno decirse cristianos, pero es necesario sobre todo ser cristianos en las situaciones concretas, dando testimonio del Evangelio que es esencialmente amor por Dios y por los hermanos.

Que María Santísima nos ayude a dejarnos purificar el corazón por el fuego traído por Jesús, para propagarlo con nuestra vida, a través de decisiones decididas y valientes.

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