CATEQUESIS DEL PAPA: EL NOMBRE DE JESÚS QUE LIBERA (07/08/2019)

Este 7 de agosto el Papa Francisco reanudó las Audiencias Generales después de la pausa de julio, retomando el ciclo de catequesis sobre los Hechos de los Apóstoles. El Papa comentó el fragmento del Libro de los Hechos en que se relata la curación de un inválido por el apóstol Pedro, quien la realiza “en el nombre de Jesús” y en la puerta del Templo de Jerusalén, en la puerta llamada “Hermosa”. El Obispo de Roma recordó que “la Ley mosaica (cf. Lv 21, 18) impedía el ofrecimiento de sacrificios a los que tenían impedimentos físicos, pues eran considerados la consecuencia de alguna culpa. Y en seguida se les negó incluso el acceso al Templo”. Subrayando la actitud de Pedro frente a aquel hombre necesitado, el Papa concluyó: “No olvidemos: la mano siempre tendida para ayudar al otro a levantarse; es la mano de Jesús que a través de nuestra mano ayuda a los demás a levantarse”. Compartimos a continuación el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En los Hechos de los Apóstoles la predicación del Evangelio no se confía sólo en las palabras, sino también en acciones concretas que dan testimonio de la verdad del anuncio. Se trata de «prodigios y señales» (Hch 2, 43) que se realizan por obra de los Apóstoles, confirmando su palabra y demostrando que actúan en nombre de Cristo. Sucede así que los Apóstoles interceden y Cristo obra, actuando «junto con ellos» y confirmando la Palabra con los signos que la acompañan (Mc 16, 20). Tantas señales, tantos milagros que han hecho los Apóstoles eran precisamente una manifestación de la divinidad de Jesús.

Nos encontramos hoy ante el primer relato de curación, ante un milagro, que es el primer relato de curación del Libro de los Hechos. Tiene una clara finalidad misionera, que apunta a suscitar la fe. Pedro y Juan van a orar al Templo, centro de la experiencia de fe de Israel, al que los primeros cristianos están todavía fuertemente ligados. Los primeros cristianos oraban en el Templo de Jerusalén. Lucas registra la hora: es la hora nona, es decir, las tres de la tarde, cuando el sacrificio se ofrecía en holocausto como signo de la comunión del pueblo con su Dios; y también la hora en que Cristo murió ofreciéndose a sí mismo “de una vez y para siempre” (Heb 9, 12; 10, 10). Y a la puerta del Templo llamada “Hermosa” – la puerta Hermosa – ven a un mendigo, un hombre paralítico de nacimiento. ¿Por qué estaba en la puerta ese hombre? Porque la Ley mosaica (cf. Lv 21, 18) impedía ofrecer sacrificios a los que tenían impedimentos físicos, considerados consecuencia de alguna culpa. Recordemos que ante un ciego de nacimiento, el pueblo había preguntado a Jesús: «¿Quién ha pecado, él o sus padres, por qué ha nacido ciego?» (Jn 9, 2). Según aquella mentalidad, siempre hay una culpa en el origen de una malformación. Y en seguida se les negaba incluso el acceso al Templo. El lisiado, paradigma de los muchos excluidos y descartados de la sociedad, está ahí para pedir limosna como todos los días. No podía entrar, pero estaba en la puerta. Cuando sucede algo imprevisto: llegan Pedro y Juan y se dispara un juego de miradas. El lisiado mira a los dos para pedir limosna, los apóstoles en cambio lo miran fijamente, invitándolo a mirarlos de una manera diferente, para recibir otro don. El lisiado los mira y Pedro le dice: «No tengo ni plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy: en el nombre de Jesucristo, el Nazareno, ¡levántate y camina!» (Hch 3, 6). Los apóstoles han establecido una relación, porque este es el modo en el que Dios ama manifestarse, en la relación, siempre en el diálogo, siempre en las apariciones, siempre con la inspiración del corazón: son relaciones de Dios con nosotros; a través de un encuentro real entre las personas que solo puede ocurrir sólo en el amor.

El Templo, además de ser el centro religioso, era también un lugar de intercambios económicos y financieros: contra esta reducción habían arremetido varias veces los profetas e incluso Jesús mismo (cf. Lc 19, 45-46). ¡Pero cuántas veces pienso en esto cuando veo cualquier parroquia donde se piensa que es más importante el dinero que los sacramentos! ¡Por favor! Iglesia pobre: pidamos esto al Señor. Aquel mendigo, al encontrarse con los Apóstoles, no encuentra dinero sino que encuentra el Nombre que salva al hombre: Jesucristo el Nazareno. Pedro invoca el nombre de Jesús, ordena al paralítico que se ponga en pie, en la posición de los vivos: de pie, y toca a este enfermo, es decir, lo toma de la mano y lo levanta, gesto en el que san Juan Crisóstomo ve «una imagen de la resurrección» (Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 8). Y aquí aparece el retrato de la Iglesia, que ve a quien está en dificultad, no cierra los ojos, sabe mirar a la humanidad a la cara para crear relaciones significativas, puentes de amistad y solidaridad en lugar de barreras. Aparece el rostro de «una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos» (Evangelii gaudium, 210), que sabe tomar de la mano y acompañar para levantar – no para condenar. Jesús siempre tiende la mano, siempre busca levantar, hacer que la gente sane, que sea feliz, que encuentre a Dios. Se trata del «arte del acompañamiento» que se caracteriza por la delicadeza con la que uno se acerca a la «tierra sagrada del otro», dando al camino «el ritmo saludable de la proximidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sana, libera y anima a madurar en la vida cristiana» (ibíd., 169). Y esto es lo que estos dos apóstoles hacen con el lisiado: lo miran, dicen “míranos”, le tienden la mano, lo hacen levantarse y lo curan. Así hace Jesús con todos nosotros. Pensemos esto cuando estamos en momentos feos, en momentos de pecado, en momentos de tristeza. Ahí está Jesús que nos dice: “Mírame: ¡estoy aquí!”. Tomemos la mano de Jesús y dejémonos levantar.

Pedro y Juan nos enseñan a no confiar en los medios, que también son útiles, sino en la verdadera riqueza que es la relación con el Resucitado. Somos de hecho – como diría san Pablo – «pobres, pero capaces de enriquecer a muchos; como los que no tienen nada y lo poseen todo» (2 Cor 6, 10). Nuestro todo es el Evangelio, que manifiesta el poder del nombre de Jesús que hace prodigios.

Y nosotros – cada uno de nosotros –, ¿qué poseemos? ¿Cuál es nuestra riqueza, cuál es nuestro tesoro? ¿Con qué podemos enriquecer a los demás? Pidamos al Padre el don de una memoria agradecida al recordar los beneficios de su amor en nuestra vida, para dar a todos el testimonio de la alabanza y del reconocimiento. No olvidemos: la mano siempre tendida para ayudar al otro a levantarse; es la mano de Jesús que a través de nuestra mano ayuda a los demás a levantarse.

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