VER Y ESCUCHAR EL GRITO DE LA CIUDAD: HOMILÍA DEL PAPA EN LA VIGILIA DE PENTECOSTÉS (08/06/2019)

En su homilía de este 8 de junio, el Santo Padre comentando el Evangelio de San Juan dijo que, también esta tarde, la víspera del último día de Pascua, la fiesta de Pentecostés, Jesús está entre nosotros y proclama en voz alta: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí. Como dice la Escritura, de su vientre brotarán ríos de agua viva”. “Es el río de agua viva del Espíritu Santo que brota del vientre de Jesús, de su costado atravesado por la lanza – señaló el Pontífice – y que lava y fecunda a la Iglesia, la esposa mística representada por María, la nueva Eva, al pie de la cruz”. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

También esta tarde, vigilia del último día del tiempo de Pascua, fiesta de Pentecostés, Jesús está en medio de nosotros y proclama en voz alta: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura: De su vientre surgirán ríos de agua viva» (Jn 7, 37-38).

Es “el río de agua viva” del Espíritu Santo que fluye del vientre de Jesús, de su flanco atravesado por la lanza (cfr Jn 19, 36), y que lava y fecunda a la Iglesia, mística esposa representada por María, nueva Eva, al pie de la cruz.

El Espíritu Santo brota del vientre de misericordia de Jesús Resucitado, llena nuestro vientre de una “medida, buena, apretada, llena y desbordante” de misericordia (cf. Lc 6, 38) y nos transforma en Iglesia-vientre de misericordia, o sea ¡en una “madre del corazón abierto” para todos! ¡Cuánto quisiera que la gente que vive en Roma reconociera a la Iglesia, nos reconociera más por esta misericordia – no por otra cosa –, más por esto de humanidad y de ternura, de la que tenemos tanta necesidad! Se sentirían como en casa, la “casa materna” donde se es siempre bienvenido, y a donde se puede siempre volver. Se sentirían siempre acogidos, escuchados, bien interpretados, ayudados a dar un paso adelante en dirección al reino de Dios… Como sabe hacer una madre, también con los que ahora se han hecho grandes.

Este pensamiento sobre la maternidad de la Iglesia me hace recordar que hace 75 años, el 11 de junio de 1944, el Papa Pío XII hizo una especial acción de gracias y de súplica a la Virgen, por la protección a la ciudad de Roma. Lo hizo en la iglesia de San Ignacio, donde había sido llevada la venerada imagen de la Virgen del Divino Amor. El Amor Divino es el Espíritu Santo, que brota del Corazón de Cristo. Es Él la “roca espiritual” que acompaña al pueblo de Dios en el desierto, para que sacando el agua viva pueda saciar la sed a lo largo del camino (cf. 1 Cor 10, 4). En la zarza que no se consume, imagen de María Virgen y Madre, está el Cristo Resucitado que nos habla, nos comunica el fuego del Espíritu Santo, nos invita a descender en medio del pueblo para escuchar el grito, nos envía para abrir la brecha a caminos de libertad que llevan a tierras prometidas por Dios.

Lo sabemos: hay también hoy, como en todo tiempo, quien busca construir “una ciudad y una torre que llegue hasta el cielo” (cf. Gn 11, 4). Son los proyectos humanos, también nuestros proyectos, hechos al servicio de un “yo” cada vez más grande, hacia un cielo donde ya no hay espacio para Dios. Dios nos deja hacerlos un poco, de manera que nos hace experimentar hasta qué punto de mal y de tristeza somos capaces de llegar sin Él… ¡Pero el Espíritu del Cristo, Señor de la historia, no ve la hora de tirar al aire todo, para hacernos comenzar de nuevo! Nosotros somos siempre un poco “estrechos” de vista y de corazón; dependiendo de nosotros mismos terminamos por perder el horizonte; llegamos a convencernos de haber comprendido todo, de haber tomado en consideración todas las variables, de haber previsto que sucederá y cómo sucederá…Son todas construcciones nuestras que nos evitan tocar el cielo. En cambio el Espíritu irrumpe en el mundo desde lo Alto, del vientre de Dios, ahí donde el Hijo fue engendrado, y hace nuevas todas las cosas.

¿Qué celebramos hoy, todos juntos, en esta nuestra ciudad de Roma? Celebramos el primado del Espíritu, que nos hace enmudecer frente a lo imprevisible del plano de Dios, y después llenarnos de alegría: “¡Entonces era esto lo que Dios tenía en el vientre para nosotros!”: este camino de Iglesia, este paso, este Éxodo, esta llegada a la tierra prometida, la ciudad Jerusalén de las puertas siempre abiertas para todos, donde las distintas lenguas del hombre se componen en la armonía del Espíritu, porque el Espíritu es la armonía.

Y si tenemos presentes los dolores del parto, comprendemos que nuestro gemido, ese del pueblo que vive en esta ciudad y el gemido de la creación entera no son otros que el gemido mismo del Espíritu: es el parto del mundo nuevo. Dios es el Padre y la madre, Dios es la partera, Dios es el gemido, Dios es el Hijo engendrado en el mundo y nosotros, Iglesia, estamos al servicio de este parto. No al servicio de nosotros mismos, no al servicio de nuestras ambiciones, de tantos sueños de poder, no: al servicio de esto que Dios hace, de estas maravillas que Dios hace.

«Si el orgullo y la presunta superioridad moral no entorpecen nuestra escucha, nos daremos cuenta que bajo el grito de tanta gente no está otro que un gemido auténtico del Espíritu Santo. Es el Espíritu que impulsa una vez más a no estar satisfechos, a buscar ponerse de nuevo en camino; es el Espíritu quien nos salvará de toda “resistematización” diocesana» (Discurso al Congreso diocesano, 9 mayo 2019). El peligro es este deseo de confundir la novedad del Espíritu con un método para “resistematizar” todo. No, esto no es el Espíritu de Dios. El Espíritu de Dios trastorna todo y nos hace comenzar no desde el principio, pero desde un nuevo camino,

Dejémonos entonces tomar de la mano por el Espíritu y llevarnos en medio del corazón de la ciudad para escuchar el grito, el gemido. A Moisés Dios dice que este grito oculto del Pueblo ha llegado a Él: lo ha escuchado, ha visto la opresión y los sufrimientos… Y ha decidido intervenir enviando a Moisés para suscitar y alimentar el sueño de libertad de los israelitas y revelarles que este sueño es su misma voluntad: hacer de Israel un Pueblo libre, su Pueblo, unido a Él por una alianza d amor, llamado a dar testimonio de la fidelidad del Señor frente a todas las gentes.

Pero para que Moisés pueda realizar su misión, Dios quiere en cambio que él “descienda” con Él en medio de los israelitas. El corazón de Moisés debe hacerse como el de Dios, atento y sensible a los sufrimientos y a los sueños de los hombres, de esos que gritan ocultos cuando alzan las manos hacia el Cielo, porque no tienen ya propiedades en la tierra. Es el gemido del Espíritu, y Moisés debe escuchar, no con los oídos, con el corazón. Hoy nos pide a nosotros, cristianos, aprender a escuchar con e corazón. Y el Maestro de esta escucha es el Espíritu. Abrir el corazón para que Él nos enseñe a escuchar con el corazón. Abrirlo.

Y para ponernos en escucha del grito de la ciudad de Roma, también nosotros necesitamos que el Señor nos tome de la mano y nos haga “descender”, descender de nuestras posiciones, descender en medio de los hermanos que viven en nuestra ciudad, para escuchar su grito de salvación, el grito que llega hasta Él y que nosotros habitualmente no oímos. No se trata de explicar cosas intelectuales, ideológicas. Me hace llorar cuando veo una Iglesia que cree ser fiel al Señor, estar al día cuando busca caminos puramente funcionalistas, caminos que no vienen del Espíritu de Dios. Esta Iglesia no sabe descender, y si no desciende no es el Espíritu quien manda. Se trata de abrir ojos y oídos, pero sobretodo el corazón, escuchar con el corazón. Entonces nos pondremos en camino de verdad. Entonces sentiremos dentro de nosotros el fuego de Pentecostés, que nos impulsa a gritar a los hombres y a las mujeres de esta ciudad que ha terminado su esclavitud y que Cristo es el camino que lleva a la ciudad del Cielo. Para esto se necesita la fe, hermanos y hermanas. Pidamos hoy el don de la fe para ir por este camino.

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