CATEQUESIS DEL PAPA: EL ESPÍRITU INFLAMA LA PALABRA HUMANA Y LA HACE EVANGELIO (19/06/2019)

Este 19 de junio, el Papa Francisco continuó con su ciclo de catequesis sobre la evangelización a partir del Libro de los Hechos de los Apóstoles, como preparación para el Mes Misionero Extraordinario del próximo mes de octubre. En su catequesis el Santo Padre recordó que, cincuenta días después de la Pascua, los Apóstoles vivieron en el cenáculo – que ahora es su hogar y donde la presencia de María, madre del Señor, es el elemento de cohesión – un acontecimiento que supera sus expectativas. El Santo Padre subrayó que la Iglesia nace del fuego del amor, de un “fuego” que arde en Pentecostés y que manifiesta la fuerza de la Palabra del Resucitado impregnada del Espíritu Santo. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Cincuenta días después de la Pascua, en aquel cenáculo que ya es su casa y donde la presencia de María, madre del Señor, es el elemento de cohesión, los Apóstoles viven un evento que supera sus expectativas. Reunidos en oración – la oración es el “pulmón” que da la respiración a los discípulos de todos los tiempos; ¡sin oración no se puede ser discípulo de Jesús; sin oración no podemos ser cristianos! Es el aire, es el pulmón de la vida cristiana – son sorprendidos por la irrupción de Dios. Se trata de una irrupción que no tolera lo cerrado: abre de par en par las puertas a través de la fuerza de un viento que recuerda el ruah, el soplo primordial, y cumple la promesa de la “fuerza” hecha por el Resucitado antes de su despedida (cf. Hch 1, 8). Viene de repente, desde lo alto, «un fragor, como un viento que se abate impetuoso, y llenó toda la casa donde se encontraban» (Hch 2, 2).

Al viento después se agrega el fuego que recuerda a la zarza ardiente y al Sinaí con el don de las diez palabras (cf. Ex 19, 16-19). En la tradición bíblica, el fuego acompaña la manifestación de Dios. En el fuego Dios entrega su palabra viva y enérgica (cf. Heb 4, 12) que abre al futuro; el fuego expresa simbólicamente su obra de calentar, iluminar y probar los corazones, su cuidado en probar la resistencia de las obras humanas, en purificarlas y revitalizarlas. Mientras en el Sinaí se escucha la voz de Dios, en Jerusalén, en la fiesta de Pentecostés, es Pedro quien habla, la roca sobre la cual Cristo ha elegido edificar su Iglesia. Su palabra, débil e incluso capaz de negar al Señor, atravesada por el fuego del Espíritu adquiere fuerza, se hace capaz de atravesar los corazones y moverlos hacia la conversión. Dios de hecho elige lo que en el mundo es débil para confundir a los fuertes (cf. 1 Cor 1, 27).

La Iglesia nace entonces del fuego del amor y de un “incendio” que se propaga en Pentecostés y que manifiesta la fuerza de la Palabra del Resucitado empapada del Espíritu Santo. La Alianza nueva y definitiva ya no está fundada en una ley escrita en tablas de piedra, sino en la acción del Espíritu de Dios que hace nuevas todas las cosas y se graba en corazones de carne.

La palabra de los Apóstoles se impregna del Espíritu del Resucitado y se convierte en una palabra nueva, diferente, que sin embargo puede entenderse, como si se tradujera simultáneamente en todas las lenguas: de hecho «cada uno los oía hablar en su propia lengua» (Hch 2, 6). Se trata del lenguaje de la verdad y del amor, que es la lengua universal: incluso los analfabetos pueden entenderla. El lenguaje de la verdad y del amor lo entienden todos. Si vas con la verdad de tu corazón, con la sinceridad, y vas con amor, todos te entenderán. Aunque no puedas hablar, pero con una caricia, que sea verdadera y amorosa.

El Espíritu Santo no sólo se manifiesta mediante una sinfonía de sonidos que une y compone armónicamente las diferencias sino que se presenta como el director de orquesta que hace sonar las partituras de las alabanzas por las «grandes obras» de Dios. El Espíritu Santo es el artífice de la comunión, es el artista de la reconciliación que sabe remover las barreras entre judíos y griegos, entre esclavos y libres, para formar un solo cuerpo. Él edifica la comunidad de los creyentes armonizando la unidad del cuerpo y la multiplicidad de los miembros. Hace crecer a la Iglesia ayudándola a ir más allá de los límites humanos, de los pecados y de cualquier escándalo.

La maravilla es muy grande, y algunos se preguntan si aquellos hombres están borrachos. Entonces Pedro interviene en nombre de todos los Apóstoles y relee ese evento a la luz de Joel 3, donde se anuncia una nueva efusión del Espíritu Santo. Los seguidores de Jesús no están borrachos, sino que viven lo que San Ambrosio define «la sobria ebriedad del Espíritu», que enciende en medio del pueblo de Dios la profecía a través de sueños y visiones. Este don profético no está reservado sólo a algunos, sino a todos aquellos que invocan el nombre del Señor.

A partir de entonces, desde aquel momento, el Espíritu de Dios mueve los corazones para acoger la salvación que pasa a través de una Persona, Jesucristo, aquel a quien los hombres clavaron en el leño de la cruz y a quien Dios resucitó de entre los muertos «librándolo de los dolores de la muerte» (Hch 2, 24). Es Él quien infundió ese Espíritu que orquesta la polifonía de alabanzas y que todos pueden escuchar. Como decía Benedicto XVI, «Pentecostés es esto: Jesús, y mediante Él Dios mismo, viene a nosotros y nos atrae dentro de sí». (Homilía, 3 de junio 2006). El Espíritu obra la atracción divina: Dios nos seduce con su Amor y así nos involucra, para mover la historia e iniciar procesos a través de los cuales filtra la vida nueva. Sólo el Espíritu de Dios de hecho tiene el poder de humanizar y fraternizar todo contexto, a partir de aquellos que lo acogen.

Pidamos al Señor que nos haga experimentar un nuevo Pentecostés, que ensanche nuestros corazones y sintonice nuestros sentimientos con los de Cristo, de modo que anunciemos sin vergüenza alguna su palabra transformadora y demos testimonio del poder del amor que llama a la vida todo lo que encuentra.

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