LA IGLESIA Y EL MUNDO NECESITAN MISERICORDIA: HOMILÍA DEL PAPA ANTE LOS MISIONEROS DE LA MISERICORDIA (10/04/2018)

“Ustedes son confirmados en la misión de ofrecer a todos los signos de Jesús elevado de la tierra, para que la comunidad sea signo e instrumento de unidad en medio del mundo”, lo dijo el Papa Francisco en la Santa Misa con los Misioneros de la Misericordia, celebrada este 10 de abril en la Basílica de San Pedro. En su homilía el Santo Padre, comentando el Libro de los Hechos de los Apóstoles dijo que, ellos daban testimonio de la Resurrección del Señor Jesús con mucho valor y señaló que es precisamente de la Resurrección de Jesús, de donde deriva el testimonio de los discípulos y, a través de esto, son generados la fe y la vida nueva de los miembros de la comunidad, con su genuino estilo evangélico. Además, el Obispo de Roma señaló que, las lecturas de la Misa de hoy hacen emerger bien estos dos aspectos inseparables: el renacer personal y la vida de la comunidad. Dirigiéndose a los Misioneros de la Misericordia, el Pontífice les dijo que el ministerio que desarrollan desde el Jubileo de la Misericordia, es un ministerio que se mueve en ambas direcciones: al servicio de las personas, para que “renazcan de lo alto” y al servicio de las comunidades, para que vivan con alegría y coherencia el mandamiento del amor. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Hemos escuchado en el Libro de los Hechos: «Los apóstoles con gran poder, daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús» (Hch 4, 33).

Todo parte de la Resurrección de Jesús: de ella deriva el testimonio de los apóstoles y, a través de ésta, se generan la fe y la vida nueva de los miembros de la comunidad, con su franco estilo evangélico.

Las lecturas de la misa de hoy hacen emerger bien estos dos aspectos inseparables: el renacimiento personal y la vida de la comunidad. Y ahora, dirigiéndome a ustedes, queridos hermanos, pienso en su ministerio que desarrollan desde el Jubileo de la Misericordia. Un ministerio que se mueve en ambas direcciones: al servicio de las personas, para que “renazcan de lo alto” y al servicio de la comunidad, para que vivan el mandamiento del amor con alegría y coherencia.

Hoy la Palabra de Dios ofrece en este sentido dos indicaciones que me gustaría tomar para ustedes, pensando precisamente en su misión.

El Evangelio recuerda que aquel que es llamado a dar testimonio de la Resurrección de Cristo debe él mismo, en primera persona, “nacer de lo alto” (cf. Jn 3, 7). De lo contrario, se termina por convertirse como Nicodemo que, a pesar de ser un maestro en Israel, no entendía las palabras de Jesús cuando decía que para «ver el reino de Dios» se necesita «nacer de lo alto», nacer «del agua y del Espíritu» (cf. vs. 3-5). Nicodemo no entendía la lógica de Dios, que es la lógica de la gracia, de la misericordia, por la cual el que se hace pequeño es grande, el que se hace último es el primero, el que se reconoce enfermo es curado. Esto significa dejar realmente la primacía al Padre, a Jesús y al Espíritu Santo en nuestra vida. Atención: no se trata de convertirse en sacerdotes “poseídos”, casi como si se fuera depositario de un carisma extraordinario. No. Sacerdotes normales, simples, humildes, equilibrados, pero capaces de dejarse regenerar constantemente por el Espíritu, dóciles a su fuerza, interiormente libres – sobre todo de sí mismos – porque son movidos por el “viento” del Espíritu que sopla donde quiere (Jn 3, 8).

La segunda indicación se refiere al servicio a la comunidad: ser sacerdotes capaces de “levantar” en el “desierto” del mundo el signo de la salvación, es decir, la Cruz de Cristo, como fuente de conversión y renovación para toda la comunidad y para el mundo mismo (cf Jn 3, 14-15). En particular, me gustaría subrayar que el Señor muerto y resucitado es la fuerza que crea la comunión en la Iglesia y, a través de la Iglesia, en la humanidad entera. Jesús lo dijo antes de la Pasión: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Esta fuerza de comunión se ha manifestado desde el principio en la comunidad de Jerusalén donde – como atestigua el Libro de los Hechos – «la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (4, 32). Era una comunión que se hacía compartiendo de forma concreta los bienes, por lo que “todo era en común entre ellos” (v. ibíd.) y “no había entre ellos ningún necesitado” (v. 34). Pero este estilo de vida de la comunidad era “contagioso” también hacia el exterior: la presencia viva del Señor Resucitado produce una fuerza de atracción que, a través del testimonio de la Iglesia y a través de las diversas formas de anuncio de la Buena Nueva, tiende a alcanzar a todos, ninguno excluido. Ustedes, queridos hermanos, pongan al servicio de este dinamismo también su ministerio específico de Misioneros de la Misericordia. En efecto, tanto la Iglesia como el mundo de hoy tienen necesidad particularmente de la Misericordia para que la unidad deseada por Dios en Cristo prevalezca sobre la acción negativa del maligno que aprovecha muchos medios actuales, en sí mismos buenos, pero que, mal utilizados, en lugar de unir, dividen. Estamos convencidos de que «la unidad es superior al conflicto» (Evangelii gaudium, 228), pero también sabemos que sin la Misericordia este principio no tiene la fuerza para actuarse en lo concreto de la vida y de la historia.

Queridos hermanos, reinicien desde este encuentro con la alegría de ser confirmados en el ministerio de la Misericordia. Confirmados, antes que nada, en la grata confianza de ser ustedes los primeros llamados a renacer siempre de nuevo “de lo alto”, del amor de Dios. Y al mismo tiempo confirmados en la misión de ofrecer a todos el signo de Jesús “levantado” de la tierra, para que la comunidad sea signo e instrumento de unidad en medio del mundo.

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