CATEQUESIS DEL PAPA: VIVIR MÁS COMO CRISTIANOS DESPUÉS DE LA MISA (04/04/2018)

Una mañana lluviosa en Roma vio al Papa Francisco presidir la Audiencia General en la Plaza de San Pedro, este miércoles 4 de abril. La plaza, convertida en un jardín con las flores llegadas desde Holanda, con motivo de la Pascua del Señor, estaba repleta de peregrinos, a pesar del mal tiempo. A este jardín pascual el Pontífice se refirió en el inicio de su catequesis: “Ustedes ven que hoy hay flores – dijo. Las flores dicen gozo, alegría; también, en algunos lugares, a la Pascua se la llama ‘Pascua florida’, porque florece Cristo resucitado: es la flor nueva. Florece nuestra justificación, florece la santidad de la Iglesia. Por este motivo hay tantas flores: es nuestra alegría”. “Con esta catequesis – expresó en español – terminamos el ciclo dedicado a la Santa Misa. Nuestra atención se centra hoy en los ritos de conclusión”. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz Pascua!

Ustedes ven que hoy hay flores: las flores dicen gozo, alegría. En algunos lugares Pascua se llama también “Pascua florida” porque florece el Cristo resucitado: es la flor nueva; florece nuestra justificación; florece la santidad de la Iglesia. Por esto, tantas flores: es nuestra alegría. Toda la semana celebramos Pascua, toda la semana. Y por esto nos damos, una vez más, todos nosotros, el deseo de “Feliz Pascua”. Digamos juntos: “Feliz Pascua”, ¡todos! (Responden: ¡Feliz Pascua!). Quisiera que deseásemos también una Feliz Pascua – porque ha sido Obispo de Roma – al querido Papa Benedicto, que nos ve por televisión. Al Papa Benedicto, deseamos todos Feliz Pascua. (Todos dicen: Feliz Pascua). Y un fuerte aplauso.

Con esta catequesis concluimos el ciclo dedicado a la misa, que es precisamente la conmemoración, pero no solamente como memoria, se vive de nuevo la Pasión y la Resurrección de Jesús. La última vez llegamos hasta la Comunión y a la oración después de la Comunión; después de esta oración la misa termina con la bendición impartida por el sacerdote y la despedida del pueblo (cfr Instrucción General del Misal Romano, 90). Como había empezado con la señal de la cruz, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, de nuevo es en el nombre de la Trinidad como se sella la Misa, es decir, la acción litúrgica.

Sin embargo, sabemos que mientras la misa termina, se abre el compromiso del testimonio cristiano. Los cristianos no van a Misa para cumplir con una tarea semanal y luego se olvidan; no. Los cristianos van a Misa para participar en la Pasión y Resurrección del Señor y después vivir más como cristianos: se abre el compromiso del testimonio cristiano. Salimos de la iglesia para «ir en paz» a llevar la bendición de Dios en las actividades cotidianas, en nuestras casas, en los ambientes de trabajo, entre las ocupaciones de la ciudad terrenal, “glorificando al Señor con nuestra vida”. Pero si salimos de la iglesia chismorreando y diciendo: “Mira a este, mira a aquél”, con la lengua larga, la Misa no ha entrado en mi corazón. ¿Por qué? Porque no soy capaz de vivir el testimonio cristiano. Cada vez que salgo de Misa, tengo que salir mejor que cuando entré, con más vida, con más fuerza, con más ganas de dar testimonio cristiano. A través de la Eucaristía, el Señor Jesús entra en nosotros, en nuestro corazón y en nuestra carne, para que podamos «expresar en la vida el sacramento recibido en la fe» (Misal Romano, colecta del lunes de la Octava de Pascua).

De la celebración a la vida, pues, conscientes de que la Misa halla su cumplimiento en las elecciones concretas de los que se dejan involucrar en primera persona en los misterios de Cristo. No debemos olvidar que celebramos la Eucaristía para aprender a ser hombres y mujeres eucarísticos. ¿Qué significa esto? Significa dejar actuar a Cristo en nuestras obras: que sus pensamientos sean nuestros pensamientos, sus sentimientos nuestros sentimientos, sus elecciones, nuestras elecciones. Y esto es la santidad: hacer como hizo Cristo es santidad cristiana. Lo expresa con precisión San Pablo hablando de su asimilación a Jesús y dice así: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Y esta vida, que vivo en el cuerpo, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí». (Gal 2, 19-20). Este es el testimonio cristiano. La experiencia de Pablo también nos ilumina a nosotros: en la medida en que mortificamos nuestro egoísmo, es decir, hacemos morir cuanto se opone al Evangelio y al amor de Jesús, se crea dentro de nosotros un mayor espacio para el poder de su Espíritu. Los cristianos son hombres y mujeres que se dejan ensanchar el alma con la fuerza del Espíritu Santo, después de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¡Déjense ensanchar el alma! ¡No esas almas, así de estrechas y cerradas, pequeñas, egoístas, no! Almas anchas, almas grandes, con grandes horizontes… Déjense ensanchar el alma con la fuerza del Espíritu, después de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Dado que la presencia real de Cristo en el Pan consagrado no termina con la misa (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1374), la Eucaristía se custodia en el tabernáculo para la Comunión de los enfermos y la adoración silenciosa del Señor en el Santísimo Sacramento; el culto eucarístico fuera de la Misa, ya sea en forma privada o comunitaria, nos ayuda, de hecho, a permanecer en Cristo (cfr ibid., 1378-1380).

Los frutos de la Misa, por lo tanto, están destinados a madurar en la vida de cada día. Podríamos decir así, forzando algo la imagen: la Misa es como la semilla, la semilla de trigo que después en la vida ordinaria crece, crece y madura en las buenas obras, en las actitudes que nos hacen asemejarnos a Jesús. Los frutos de la Misa, por lo tanto, están destinados a madurar en la vida de cada día. En verdad, al acrecentar nuestra unión con Cristo, la Eucaristía actualiza la gracia que el Espíritu nos ha dado en el Bautismo y la Confirmación, para que sea creíble nuestro testimonio cristiano (cfr ibid., 1391-1392).

Todavía más, encendiendo en nuestros corazones la caridad divina, ¿qué hace la Eucaristía? Nos separa del pecado: «Cuanto más compartimos la vida de Cristo y progresamos en su amistad, tanto más difícil es separarnos de Él con el pecado mortal». (ibid, 1395).

Acercarse regularmente al Banquete eucarístico renueva, fortalece y profundiza el vínculo con la comunidad cristiana a la que pertenecemos, de acuerdo con el principio de que la Eucaristía hace la Iglesia (cfr ibid., 1396), nos une a todos.

En fin, participar en la Eucaristía nos compromete con los demás, especialmente con los pobres, educándonos a pasar de la carne de Cristo a la carne de los hermanos, en los que espera ser reconocido por nosotros, servido, honrado, amado (cfr ibíd., 1397).

Llevando el tesoro de la unión con Cristo en vasijas de barro (2 Cor 4, 7), necesitamos regresar continuamente al santo altar, hasta que, en el paraíso, saboreemos plenamente la santidad del banquete de bodas del Cordero (cf. Ap 19, 9).

Demos gracias al Señor por el camino de redescubrimiento de la Santa Misa que nos ha concedido cumplir juntos, y dejémonos atraer con fe renovada a este encuentro real con Jesús, muerto y resucitado por nosotros, contemporáneo nuestro. Y que nuestra vida sea siempre “florida”, así, como la Pascua, con las flores de la esperanza, de la fe, de las buenas obras. Que encontremos siempre fuerza para esto en la Eucaristía, en la unión con Jesús ¡Feliz Pascua a todos!

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