QUIEN LO HA VISTO, DA TESTIMONIO DE ELLO: PREDICACIÓN DEL VIERNES SANTO DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA (30/03/2018)

«Al llegar donde estaba Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente salió sangre y agua. Quien lo ha visto da testimonio de ello y su testimonio es verdadero; él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis (Jn 19, 33-35)». Con este significativo pasaje del Evangelio según San Juan, correspondiente a la Liturgia del Viernes Santo, día en el que se conmemora la Pasión y Muerte de Jesús en la cruz; el Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap, predicador de la Casa Pontificia, introdujo su homilía en esta celebración presidida por el Papa Francisco en la Basílica de San Pedro; explicando que nadie podrá nunca convencernos de que esta solemne declaración no corresponda a la verdad histórica, es decir; "que quien dice que estaba allí y vio, en realidad no estaba allí y no vio"; ya que en tal caso se pondría en juego la honestidad del autor, que además nos dice: "a los pies de la cruz, estaba la Madre de Jesús y, junto a ella, «el discípulo que Jesús amaba»". Compartimos a continuación, el texto completo de su predicación, traducido del italiano:

“Al llegar donde estaba Jesús, viendo que ya estaba muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados con una lanza le atravesó el costado, e inmediatamente salió sangre y agua. Quien lo ha visto da testimonio de ello y su testimonio es verdadero; él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis” (Jn 19, 33-35).

Nadie podrá nunca convencernos de que esta solemne declaración no corresponde a la verdad histórica, que quien dice que estaba allí y vio, en realidad no estaba allí y no vio. En este caso se juega en ello la honestidad del autor. En el Calvario, a los pies de la cruz, estaba la Madre de Jesús y, junto a ella, «el discípulo que Jesús amaba». ¡Tenemos un testigo ocular!

Él «vio» no sólo lo que ocurría bajo la mirada de todos. A la luz del Espíritu Santo, después de la Pascua, vio también el sentido de lo que había sucedido: esto es, que en ese momento era inmolado el verdadero Cordero de Dios y se realizaba el sentido de la Pascua antigua; que Cristo en la cruz era el nuevo templo de Dios, de cuyo costado, como había predicho el profeta Ezequiel (47, 1ss.), brota ahora el agua de la vida; que el espíritu que él entrega en el momento de la muerte (Jn 19, 30) da comienzo a la nueva creación, como «el Espíritu de Dios», aleteando sobre las aguas, al principio, había transformado el caos en el cosmos. Juan, entendió el sentido recóndito de las últimas palabras de Jesús: «Todo está cumplido».

Pero, ¿por qué —nos preguntamos—, esta ilimitada concentración de significado en la cruz de Cristo? ¿Por qué esta omnipresencia del Crucificado en nuestras iglesias, en los altares y en cualquier lugar frecuentado por cristianos? Alguien ha sugerido una clave de lectura del misterio cristiano, diciendo que Dios se revela «sub contraria specie», bajo lo contrario de lo que él es en realidad: revela su potencia en la debilidad, su sabiduría en la necedad, su riqueza en la pobreza...

Esta clave de lectura no se aplica a la cruz. En la cruz Dios se revela «sub propia specie», por lo que él es verdaderamente, en su realidad más íntima. «Dios es amor», escribe Juan (1 Jn 4, 10), amor oblativo, ágape, y sólo en la cruz se hace manifiesto hasta dónde se abre paso esta capacidad infinita de auto-donación de Dios. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1); «Tanto amó Dios al mundo que dio (¡a la muerte!) al Hijo unigénito» (Jn 3,16); y Pablo agrega, «Me amó (singular) y entregó (¡a la muerte!) a sí mismo por mí» (Gál 2, 20).

En el año en que la Iglesia celebra un Sínodo sobre los jóvenes y quiere ponerlos en el centro de la propia preocupación pastoral, la presencia en el Calvario del discípulo que Jesús amaba, encierra un mensaje especial. Tenemos todos los motivos para creer que Juan se adhirió a Jesús cuando todavía era bastante joven. Fue un verdadero y auténtico enamoramiento. Todo el resto pasó de golpe a segunda línea. Fue un encuentro «personal», existencial. Si en el centro del pensamiento de Pablo está el obrar de Jesús, esto es su misterio pascual, en el centro del pensamiento de Juan está la persona de Jesús, su ser. De ahí todos esos «Yo soy» que salpican el cuarto Evangelio: «Yo soy el camino, la verdad y la vida», «Yo soy la luz», «Yo soy la puerta», simplemente «Yo soy».

Juan era, casi con certeza, uno de los dos discípulos del Bautista que, al comparecer en la escena de Jesús, fueron detrás de él. A su pregunta: «Rabbí, ¿dónde vives?», Jesús respondió: «Venid y veréis». «Fueron, pues, (escribe Juan) y ese día se quedaron con él; eran aproximadamente las cuatro de la tarde» (Jn 1, 35-39). Esa hora decidió sobre su vida y por eso nunca la olvidó.

Justamente nos esforzaremos en este año por descubrir qué espera Cristo de los jóvenes, qué pueden dar a la Iglesia y a la sociedad. Lo más importante, sin embargo, es otra cosa: es hacer conocer a los jóvenes lo que Jesús puede y quiere aportarles. Esto es «alegría plena», «vida en abundancia» o sea vida eterna. Y eso es lo que Juan descubrió estando con Jesús.

Hagamos que en todos los discursos sobre los jóvenes y a los jóvenes resuene en el trasfondo la apremiante invitación que el Santo Padre dirige en la Evangelii gaudium: «Invito a todo cristiano, (en este caso a todo joven, a toda muchacha) en cualquier lugar y situación que se encuentre, a renovar hoy mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de buscarlo cada día sin descanso. No hay motivo para que alguien pueda pensar que esta invitación no es para él» (EG 3). También entre nosotros. No hay ninguno que pueda pensar que esta invitación no es para él o para ella. Encontrar personalmente a Cristo es posible. Es posible también hoy porque él está resucitado, está vivo; no es un personaje, es una persona. Todo es posible después de este encuentro personal con Jesús; nada cambiará realmente en la vida sin él.

Además del ejemplo de su vida, su experiencia personal, el evangelista Juan dejó también un mensaje escrito a los jóvenes. En su Primera Carta leemos estas conmovedoras palabras de un anciano que escribe a los jóvenes de la comunidad fundada por él:

«Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno. ¡No améis el mundo, ni las cosas del mundo!» (1 Jn 2, 14-15).

El mundo que no debemos amar, y al cual no debemos conformarnos, no es, lo sabemos, el mundo creado y amado por Dios, no son los hombres del mundo a cuyo encuentro, por el contrario, siempre debemos ir, especialmente a los pobres, a los últimos. El «mezclarse» con este mundo del sufrimiento y de la marginación es, paradójicamente, el mejor modo de «separarse» del mundo, porque es ir allá donde el mundo evita ir con todas sus fuerzas. Es separarse del principio mismo que rige el mundo, que es el egoísmo.

El mundo que no hay que amar es otro; es el mundo tal como ha llegado a ser bajo el dominio de Satanás y del pecado como lo hemos dicho. «El espíritu que está en el aire» lo llama San Pablo en la Carta a los Efesios. «El espíritu que está en el aire» (Ef 2, 1-2). Un papel decisivo desempeña en él la opinión pública, hoy también literalmente porque este espíritu «que está en el aire» se difunde por el aire a través de cartas infinitas retomadas de la técnica. «Se determina - escribe un gran sabio alemán, Heinrich Schlir - un espíritu de gran intensidad histórica, al que el individuo difícilmente se puede sustraer. Nos atenemos al espíritu general, lo consideramos evidente. Actuar o pensar o decir algo contra él es considerado cosa absurda o incluso una injusticia, un crimen. Entonces no se osa ya situarse frente a las cosas y a la situación del mundo de manera diferente a como las presenta».

Es lo que llamamos adaptación al espíritu de los tiempos, conformismo. Un gran poeta creyente del siglo pasado, Thomas S. Eliot, escribió tres versos que dicen más que libros enteros:

«En un mundo de fugitivos,
la persona que toma la dirección opuesta
parecerá un desertor»

Quizá es bueno escucharla de nuevo:

«En un mundo de fugitivos,
la persona que toma la dirección opuesta
parecerá un desertor»

Queridos jóvenes cristianos que me escuchan, si se le permite a un anciano como Juan dirigirse directamente a ustedes, les digo: ¡Sean de los que toman la dirección opuesta! ¡Tengan la valentía de ir contra corriente! La dirección opuesta, para nosotros, no es un lugar, es una persona, es Jesucristo, nuestro Dios, nuestro salvador.

Se les confía particularmente una tarea a ustedes jóvenes: salvar el amor humano de la deriva trágica en la que ha terminado. El amor que ya no es don de sí, sino sólo posesión —a menudo violenta y tiránica— del otro. En la cruz Dios se reveló como ágape, como amor que se dona. Pero el ágape nunca está separado del eros, del amor de búsqueda, del deseo y de la alegría de ser amado. Dios no nos hace sólo la «caridad» de amarnos: nos desea; en toda la Biblia se revela como esposo enamorado, celoso. También el suyo, el de Dios, es un amor «erótico», en el sentido noble de este término. Es lo que explicó Benedicto XVI en la encíclica «Deus caritas est».

«Eros y agapé, escribe, —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente [...]. La fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto respecto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones» (nn.7-8).

No se trata, pues, de renunciar a las alegrías del amor, a la atracción y al eros, sino de saber unir al eros, el ágape, al deseo del otro, la capacidad de darse al otro, recordando lo que San Pablo refiere como un dicho de Jesús, que no está en los Evangelios: «Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20, 35).

Es una capacidad, sin embargo, que no se forja en un día. Es necesario prepararse para donarse totalmente uno mismo a otra criatura en el matrimonio, o a Dios en consagración religiosa, es necesario preparase a tiempo, empezando por donar el propio tiempo, la propia sonrisa, la propia juventud en la familia, en la parroquia, en el voluntariado. Lo que muchísimos jóvenes ya hacen.

Jesús en la cruz no nos ha dado, por fortuna, sólo el ejemplo de un amor de donación llevado hasta el extremo; nos ha merecido la gracia de poderlo imitar, al menos en pequeña parte, en nuestra vida. El agua y la sangre que brotaron de su costado llegan a nosotros hoy en los sacramentos de la Iglesia, en la Palabra, incluso sólo mirando con fe al Crucificado, que es lo que haremos dentro de poco. Juan vio proféticamente una última cosa bajo la cruz: hombres y mujeres de todo tiempo y de cada lugar que volvían la mirada a «quien fue traspasado» y lloraban de arrepentimiento y de consuelo (cf. Jn 19, 37; Zac 12, 10). Unámonos también a este inmenso cortejo que atraviesa los siglos y digamos desde lo profundo del corazón: “Adoramus te Christe et benedicimus tibi quia per sanctam crucem tuam redimisti mundo”. “Te adoramos y te bendecimos, Cristo, porque por tu santa cruz redimiste al mundo”.

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