ORACIÓN, PEQUEÑEZ, SABIDURÍA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA EN SAN GIOVANNI ROTONDO (17/03/2018)

El Papa Francisco destacó tres legados preciosos que nos dejó San Pío de Pietrelcina, la oración, la pequeñez y la sabiduría, y puso en guardia contra la cultura del descarte que descarta a los pequeños y a Jesús. Después de venerar el cuerpo del Santo y el crucifijo de los estigmas, el Papa presidió la celebración de la Santa Misa, en el atrio de la iglesia de San Pío da Pietrelcina, con una participación multitudinaria de peregrinos, unos 40,000, que llegaron a San Giovanni Rotondo, también de muchas partes del mundo. Compartimos a continuación, el texto de su homilía, traducido del italiano:

De las lecturas bíblicas que escuchamos me gustaría recordar tres palabras: oración, pequeñez, sabiduría.

Oración. El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús que ora. De su corazón brotan estas palabras: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra … » (Mt 11, 25). A Jesús la oración le surgía espontánea, pero no era opcional: solía retirarse a lugares desiertos para orar (cf. Mc 1, 35); el diálogo con el Padre estaba en el primer lugar. Y los discípulos descubrieron así con naturalidad cómo la oración era importante, hasta que un día le pidieron: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). Si queremos imitar a Jesús, empecemos nosotros también donde Él comenzaba, es decir, en la oración.

Podemos preguntarnos: ¿nosotros los cristianos oramos lo suficiente? A menudo, en el momento de orar, nos vienen a la mente muchas excusas, tantas cosas urgentes que hacer… A veces, dejamos a un lado la oración, porque estamos llenos de un activismo que se convierte poco concluyente, cuando se olvida “la mejor parte” (Lc 10, 42), cuando olvidamos que sin Él no podemos hacer nada (Jn 15, 5) – y así dejamos la oración. San Pío, a cincuenta años de su partida al Cielo, nos ayuda, porque en herencia quería dejarnos la oración. Él recomendaba: “Oren mucho, hijos míos, oren siempre, sin cansarse nunca” (Palabras en el 2º Congreso Internacional de grupos de oración 5 de mayo de 1966).

En el Evangelio, Jesús nos muestra también cómo orar. Antes que nada dice: «Te alabo, Padre»; no comienza diciendo, «necesito esto y aquello», sino diciendo «te alabo». No se conoce al Padre sin abrirse a la alabanza, sin dedicarle tiempo solo a Él, sin adorar. ¡Cuánto hemos olvidado la oración de adoración, la oración de alabanza! Debemos recuperarlo. Cada uno se puede preguntar: ¿cómo adoro? ¿Cuándo adoro? ¿Cuándo alabo a Dios? Retomar la oración de adoración, la oración de alabanza. Debemos retomarla. Cada uno puede preguntarse: ¿Cómo adoro? ¿Cuándo adoro? ¿Cuándo alabo a Dios? Retomar la oración de adoración y de alabanza. Es el contacto personal, de tú a tú, el estar en silencio ante el Señor es el secreto para entrar cada vez más en comunión con Él. La oración puede nacer como petición, incluso una urgencia, pero madura en la alabanza y en la adoración. Oración madura. Entonces se vuelve verdaderamente personal, como para Jesús, que después dialoga libremente con el Padre: «Sí, oh Padre, porque así lo has decidido en tu benevolencia» (Mt 11, 26). Y luego, en un diálogo libre y confiado, la oración se carga de toda la vida y la presenta ante Dios.

Y entonces nos preguntamos: ¿nuestras oraciones se asemejan a la de Jesús o se reducen a ocasionales llamadas de emergencia? “Necesito esto”, y entonces voy de inmediato a orar. Y cuando no tienes necesidad, ¿qué haces? ¿O la consideramos como tranquilizantes para tomar en dosis regulares, para tener un poco de alivio para el estrés? No, la oración es un gesto de amor, es estar con Dios y llevarle la vida del mundo: es una indispensable obra de misericordia espiritual. Y si no confiamos a nuestros hermanos, las situaciones al Señor, ¿quién lo hará? ¿Quién intercederá, quién se preocupará por llamar al corazón de Dios para abrir la puerta de la misericordia a la humanidad necesitada? Por eso el Padre Pio nos dejó los grupos de oración. A ellos les dijo: «Es la oración, esta fuerza unida de todas las almas buenas, la que mueve al mundo, la que renueva las conciencias, […] la que cura los enfermos, la que santifica el trabajo, la que eleva los cuidados de la salud, la que da la fuerza moral […], la que expande la sonrisa y la bendición de Dios sobre toda languidez y toda debilidad» (ibid.). Guardemos estas palabras y preguntémonos de nuevo: ¿oro? Y cuando oro, ¿sé alabar, sé adorar, se llevar mi vida y la de toda la gente a Dios?

Segunda palabra: pequeñez. En el Evangelio, Jesús alaba al Padre por haber revelado los misterios de su Reino a los pequeños. ¿Quiénes son estos pequeños, que saben acoger los secretos de Dios? Los pequeños son los que tienen grandes necesidades, que no son autosuficientes, que no piensan bastarse a ellos mismos. Pequeños son aquellos que tienen el corazón humilde y abierto, pobre y necesitado, que advierten la necesidad de orar, de confiarse y de dejarse acompañar. El corazón de estos pequeños es como una antena: capta la señal de Dios, de inmediato, se da cuenta de inmediato. Porque Dios busca el contacto con todos, pero el que se hace grande crea una gran interferencia, no llega el deseo de Dios: cuando se está lleno de sí mismo, no hay lugar para Dios. Por eso Él prefiere a los pequeños, se revela a ellos, y el camino para encontrarlo es el de abajarse, de hacerse pequeño dentro, de reconocerse necesitado. El misterio de Jesucristo es un misterio de pequeñez: es abajarse, aniquilarse. El misterio de Jesucristo es misterio de pequeñez: Él se ha abajado, se ha anonadado. El misterio de Jesús, como vemos en la Hostia en cada Misa, es misterio de pequeñez, de amor humilde y se comprende sólo haciéndose pequeño y frecuentando a los pequeños.

Y ahora podemos preguntarnos: ¿sabemos buscar a Dios allí donde se encuentra? Aquí hay un santuario especial donde está presente, porque ahí se encuentran muchos pequeños, sus predilectos. San Pío lo llamó «templo de oración y de ciencia», donde todos son llamados a ser «reservas de amor» para los demás (Discurso por el primer aniversario de la inauguración, 5 de mayo de 1957): es la Casa del Alivio del Sufrimiento. En los enfermos se encuentra Jesús, y en el cuidado amoroso de quienes se inclinan sobre las heridas del prójimo está el camino para encontrar a Jesús. Aquel que se preocupa por los pequeños está del lado de Dios y vence la cultura del descarte, que, por el contrario, prefiere a los poderosos y rechaza a los inútiles y pobres. Quien prefiere a los pequeños proclama una profecía de vida contra los profetas de la muerte de todos los tiempos, incluso de hoy, que descartan a la gente, descartan a los niños, a los ancianos, porque no sirven. De niño, en la escuela, nos enseñaban la historia de los espartanos. Siempre me ha impactado lo que nos decía la maestra, que cuando nacía un niño o una niña con malformaciones, lo llevaban a la cima de la montaña y lo arrojaban para que no existieran estos pequeños. Nosotros, los niños, decíamos: “¡Pero cuánta crueldad!” Hermanos y hermanas, nosotros hacemos lo mismo, con más crueldad, con más ciencia. Lo que no sirve, lo que no produce es descartado. Esta es la cultura del descarte, no queremos a los pequeños hoy. Y por eso Jesús es hecho a un lado.

Finalmente la tercera palabra. En la primera lectura, Dios dice: “Que no se envanezca el sabio de su sabiduría, ni se envanezca el fuerte de su fuerza» (Jer 9, 22). La verdadera sabiduría no reside en tener grandes dones y la verdadera fuerza no está en el poder. No es sabio quien se muestra fuerte y no es fuerte el que responde al mal con mal. La única arma sabia e invencible es la caridad animada por la fe, porque tiene el poder de desarmar las fuerzas del mal. San Pio combatió el mal toda su vida y lo combatió sabiamente, como el Señor: con la humildad, con la obediencia, con la cruz, ofreciendo el dolor por amor. Y todos están admirados; pero pocos hacen lo mismo. Muchos hablan bien, pero ¿cuántos lo imitan? Muchos están dispuestos a poner un “me gusta” en la página de los grandes santos, pero, ¿quién hace como ellos? Porque la vida cristiana no es un “me gusta”, es un “me entrego”. La vida tiene una fragancia cuando se ofrece como un don; se vuelve insípida cuando se guarda para sí mismo.

Y en la primera lectura, Dios explica también dónde obtener la sabiduría de la vida: «Que el que quiera envanecerse, se envanezca […] de conocerme» (v.23). Conocerlo, es decir, encontrarlo, como Dios que salva y perdona: este es el camino de la sabiduría. En el Evangelio, Jesús reafirma: «Vengan a mí, todos los que están cansados y oprimidos» (Mt 11, 28). ¿Quién de nosotros puede sentirse excluido de esta invitación? ¿Quién puede decir “No lo necesito”? San Pío ofreció la vida e innumerables sufrimientos para hacer encontrar al Señor a los hermanos. Y el medio decisivo para encontrarlo era la Confesión, el Sacramento de la Reconciliación. Ahí comienza y recomienza de nuevo una vida sabia, amada y perdonada, ahí inicia la curación del corazón. El Padre Pio fue un apóstol del confesionario. También hoy nos invita ahí; y nos dice: “¿A dónde vas? ¿A Jesús o a tus tristezas? ¿A dónde vuelves? ¿Hacia el que te salva o a tus desalientos, a tus remordimientos, a tus pecados? Ven, ven, el Señor te espera. Valor, no hay motivos tan graves que te excluyan de su misericordia”.

Los grupos de oración, los enfermos de la Casa del Alivio, el confesionario; tres signos visibles, que nos recuerdan tres herencias preciosas: la oración, la pequeñez y la sabiduría de la vida. Pidamos la gracia de cultivarlos todos los días.

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