CONVERSIÓN Y AUDACIA CONTRA LA DESTRUCCIÓN DE LA CASA COMÚN: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA MISA POR LA CASA COMÚN (09/07/2025)

El Papa León XIV, al celebrar la primera Misa por el Cuidado de la Creación este 9 de julio, en el Jardín de la Madonnina del Borgo Laudato si’ en Castel Gandolfo, exhortó a escuchar el clamor de la tierra y de los pobres y a movilizar nuestra inteligencia y nuestros esfuerzos para que el mal se transforme en bien, la injusticia en justicia, la avidez en comunión. «Sólo una mirada contemplativa puede transformar nuestra relación con la creación y ayudarnos a salir de la crisis ecológica», dijo el Santo Padre en su homilía, cuyo texto compartimos a continuación, traducido del italiano:

En este bellísimo día, ante todo quisiera invitar a todos, comenzando conmigo mismo, a vivir lo que estamos celebrando en la belleza de una catedral, podría decirse “natural”, con las plantas y tantos elementos de la creación que nos han traído aquí para celebrar la Eucaristía, que quiere decir: dar gracias al Señor.

Hay muchos motivos en esta Eucaristía por los que queremos agradecer al Señor: esta celebración podría ser la primera con la nueva fórmula de la Santa Misa para el cuidado de la creación, que ha sido también expresión del trabajo de distintos dicasterios en el Vaticano.

Y personalmente agradezco a muchas personas aquí presentes, que trabajaron En este sentido para la liturgia. Como saben, la liturgia representa la vida y ustedes son la vida de este Centro Laudato si’. Quiero decirles gracias en este momento, en esta ocasión, por todo lo que hacen siguiendo esta bellísima inspiración del Papa Francisco que entregó esta pequeña porción, estos jardines, estos espacios precisamente para continuar la misión tan importante respecto a todo lo que conocemos después de 10 años de la publicación de Laudato si’: la necesidad de cuidar la creación, la casa común.

Aquí es como en las Iglesias antiguas de los primeros siglos, que tenían la fuente bautismal por la cual se debía pasar para después entrar a la iglesia. No quisiera ser bautizado en esta agua… sin embargo el símbolo de pasar a través del agua para ser lavados todos de nuestros pecados, de nuestras debilidades, y así poder entrar en el gran misterio de la Iglesia es algo que vivimos también hoy. Al inicio de la Misa oramos por la conversión, nuestra conversión. Quisiera agregar que debemos orar por la conversión de muchas personas, dentro y fuera de la Iglesia, que aún no reconocen la urgencia de cuidar la casa común.

Muchos desastres naturales que seguimos viendo en el mundo, casi todos los días en muchos lugares, en muchos países, son en parte causados también por los excesos del ser humano, con su estilo de vida. Por ello debemos preguntarnos si nosotros mismos estamos viviendo o no esa conversión: ¡cuánta necesidad hay de ello!

Entonces, habiendo dicho todo esto, tengo también una homilía que había preparado y compartí, tengan un poco de paciencia: hay algunos elementos que realmente ayudan a continuar la reflexión de esta mañana, compartiendo este momento familiar y sereno, en un mundo que arde, ya sea por el calentamiento terrestre o por los conflictos armados, que hacen muy actual el mensaje del Papa Francisco en sus Encíclicas Laudato si’ y Fratelli tutti. Podemos encontrarnos precisamente en este Evangelio, que hemos escuchado, observando el miedo de los discípulos en la tempestad, un miedo que es el de gran parte de la humanidad. Sin embargo, el corazón del año del jubileo nosotros confesamos – y podemos decirlo varias veces: ¡hay esperanza! La hemos encontrado en Jesús. Él incluso calma la tempestad. Su poder no trastorna, si no crea; no destruye, sino que hace existir, dando nueva vida. Y también nosotros nos preguntamos: «¿Quién es este, que incluso los vientos y el mar le obedecen?» (Mt 8, 27).

El asombro, que esta pregunta expresa, es el primer paso que nos hace salir del miedo. Alrededor del lago de Galilea, Jesús había vivido y orado. Ahí llamó a sus primeros discípulos en sus lugares de vida y de trabajo. Las parábolas, con las que anunciaba el Reino de Dios, revelan un profundo vínculo con esa tierra y esas aguas, con el ritmo de las estaciones y la vida de las criaturas.

El evangelista Mateo describe la tempestad como un “sacudimiento de la tierra” (la palabra seismos): Mateo usará el mismo término para el terremoto en el momento de la muerte de Jesús y en la mañana de su resurrección. Sobre este sacudimiento Cristo se eleva, puesto de pie: ya aquí el Evangelio no es así darnos cuenta del Resucitado, presente en nuestra historia de cabeza. El reclamo que Jesús dirige al viento y el mar manifiesta su poder de vida y salvación, que supera esas fuerzas ante las cuales las criaturas se sienten perdidas.

Entonces, volvemos a preguntarnos: «¿Quién es este, que incluso los vientos y el mar le obedecen?» (Mt 8, 27). El himno de la carta a los colosenses que escuchamos parece precisamente responder a esta pregunta: «Él es imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra» (Col 1, 15-16). Sus discípulos, aquel día, a merced de la tempestad, presas del miedo, no podían aún profesar este conocimiento de Jesús. Nosotros hoy, en la fe que se nos ha transmitido, podemos en cambio continuar: «Él es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia. Él es el principio, primogénito de los que resurgen de los muertos, para que sea él quien tenga la primacía sobre todas las cosas» (v. 18). Esas son las palabras que nos comprometen a lo largo de la historia, qué hacen de nosotros un cuerpo vivo, el cuerpo del que Cristo es cabeza. Nuestra misión de cuidar la creación, de traerle paz y reconciliación, eso es su misma misión: la misión que el señor nos ha encomendado. Nosotros escuchamos el clamor de la tierra, escuchamos el grito de los pobres, porque este grito ha llegado al corazón de Dios. Nuestra indignación es su indignación, nuestro trabajo es su trabajo.

Al respecto, el canto del salmista nos inspira: «la voz del Señor está sobre las aguas, resuena el Dios de la gloria, el Señor sobre las grandes aguas. La voz del Señor es fuerza, la voz del Señor es poder» (Sal 29, 3-4). Esta voz compromete a la Iglesia a la profecía, también cuando exige la audacia de oponerse al poder destructivo de los principios de este mundo. La indestructible alianza entre Creador y criaturas, de hecho, moviliza nuestras inteligencias y esfuerzos, para que el mal se convierta en bien, la injusticia en justicia, la avidez en comunión.

Con infinito amor, el único Dios creó todas las cosas, entregándonos la vida: por eso San Francisco de Asís llama a las criaturas hermano, hermana, madre. Solo una mirada contemplativa puede cambiar nuestra relación con las cosas creadas y hacernos salir de la crisis ecológica que tiene como causa la ruptura de las relaciones con Dios, con el prójimo y con la tierra, por causa del pecado (cf. Papa Francisco, Carta Enc. Laudato si’, 66).

Muy queridos hermanos y hermanas, el Borgo Laudato si’, en el que nos encontramos, quiere ser, por intuición del Papa Francisco, un “laboratorio” en el cual vivir esa armonía con la creación que es para nosotros curación y reconciliación, elaborando modalidades nuevas y eficaces para custodiar la naturaleza encomendada a nosotros. A ustedes, que se dedican con esfuerzo a realizar este proyecto, les aseguro para ello mi oración y mi apoyo.

La eucaristía que estamos celebrando la sentido y sostiene nuestro trabajo. Como escribe el Papa Francisco, de hecho, «en la Eucaristía la creación encuentra su mayor elevación. La gracia, que tiende a manifestarse de manera sensible, alcanza una expresión maravillosa cuando Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse comer por su criatura. El Señor, en el culmen del misterio de la Encarnación, quiere alcanzar nuestra intimidad a través de un fragmento de materia. No desde lo alto, sino desde dentro, para que en nuestro mismo mundo pudiéramos encontrarnos con Él» (Papa Francisco, Carta Enc. Laudato si’, 236). Desde este lugar deseo por ello concluir estos pensamientos entregándoles las palabras con las que San Agustín, en las últimas páginas de sus Confesiones, asocia las cosas creadas y al hombre en una alabanza cósmica: Oh, Señor, «tus obras te alaban para que te amemos, y nosotros te amamos para que te alaben tus obras» (San Agustín, Confesiones, XIII, 33, 48). Que sea esta armonía la que difundamos en el mundo.

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