CATEQUESIS DEL PAPA: HONRAR A LOS PADRES CONDUCE A UNA VIDA FELIZ (19/09/2018)

“Reflexionamos hoy sobre el cuarto mandamiento de la ley de Dios: «Honra a tu padre y a tu madre, […] para que se prolonguen tus días y seas feliz en el país que Dios te da». Honrar significa reconocer y dar importancia a los padres a través de acciones concretas, que manifiestan afecto y cuidado; y esto tiene como efecto una vida larga y feliz”, lo dijo el Papa Francisco en la Audiencia General de este 19 de septiembre, continuando con su ciclo de catequesis dedicadas a los Mandamientos. En este viaje dentro de las Diez Palabras y explicando el mandamiento que se refiere al padre y a la madre, el Santo Padre señala que se trata del honor que se da a los padres. “El término hebreo – precisó el Pontífice – indica la gloria, el valor, al pie de la letra el peso, la consistencia de una realidad. No se trata de formas externas, sino de la verdad”. Reproducimos a continuación, el texto completo de su catequesis traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el viaje al interior de las Diez Palabras, llegamos hoy al mandamiento sobre el padre y la madre. Se habla de la honra debida a los padres. ¿Qué es esta “honra”? La palabra hebrea indica la gloria, el valor, a la letra el “peso”, la consistencia de una realidad. No es una cuestión de formas exteriores sino de verdad. Honrar a Dios, en las Escrituras, quiere decir reconocer su realidad, tener en cuenta su presencia; esto se expresa también con los ritos, pero implica sobre todo dar a Dios el lugar justo en la existencia. Honrar al padre y a la madre quiere decir reconocer su importancia también con actos concretos, que expresan dedicación, afecto y cuidado. Pero no se trata solamente de esto.

La Cuarta Palabra tiene su propia característica: es el mandamiento que contiene un resultado. De hecho, dice: «Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor, tu Dios, te ha mandado, para que tus días se prolonguen y seas feliz en la tierra que el Señor tu Dios te da» (Dt 5, 16). Honrar a los padres conduce a una larga vida feliz. La palabra “felicidad” en el Decálogo aparece solo vinculada a la relación con los padres.

Esta sabiduría pluri-milenaria declara lo que las ciencias humanas han sabido elaborar solamente hace poco más de un siglo: esto es que la huella de la infancia marca toda la vida. Puede ser fácil, con frecuencia, entender si alguien ha crecido en un ambiente saludable y equilibrado. O por el contrario percibir si una persona proviene de experiencias de abandono o de violencia. Nuestra infancia es un poco como una tinta indeleble, se expresa en los gustos, en la forma de ser, incluso si algunos intentan ocultar las heridas de sus orígenes.

Pero el cuarto mandamiento dice aún más. No habla de la bondad de los padres, no requiere que los padres y las madres sean perfectos. Habla de un acto de los hijos, independientemente de los méritos de los padres, y dice algo extraordinario y liberador: incluso si no todos los padres son buenos y no todas las infancias son serenas, todos los hijos pueden ser felices, porque el logro de una vida plena y feliz depende del justo reconocimiento hacia aquellos que nos han puesto en el mundo.

Pensemos en qué tanto esta Palabra puede ser constructiva para muchos jóvenes que vienen de historias de dolor y para todos aquellos que han sufrido en su juventud. Muchos santos – y muchísimos cristianos – después de una infancia dolorosa vivieron una vida luminosa, porque, gracias a Jesucristo, se reconciliaron con la vida. Pensemos en ese joven hoy beato, y el mes próximo santo, Sulpicio, este joven napolitano que a los 19 años terminó su vida reconciliado con tantos dolores, con tantas cosas, porque su corazón estaba sereno y nunca renegó de sus padres. Pensemos en San Camilo de Lellis, quien desde una infancia desordenada construyó una vida de amor y servicio, en Santa Josefina Bakhita, que creció en una horrible esclavitud, o en el beato Carlo Gnocchi, huérfano y pobre; y en el mismo San Juan Pablo II, marcado por la pérdida de la madre a temprana edad.

El hombre, de cualquier historia que venga, recibe de este mandamiento la orientación que conduce a Cristo: en Él, efectivamente, se manifiesta el verdadero Padre, que nos ofrece “renacer de lo alto” (Jn 3, 3-8). Los enigmas de nuestras vidas se iluminan cuando se descubre que Dios desde siempre nos prepara para una vida de hijos suyos, donde cada acto es una misión recibida de Él.

Nuestras heridas comienzan a ser potencialidades cuando, por gracia, descubrimos que el verdadero enigma ya no es “¿por qué?”, sino “¿para quién?”, ¿para quién? me sucedió esto. ¿En vista de qué obra Dios me ha forjado a lo largo de mi historia? Aquí todo se revierte, todo se vuelve precioso, todo se vuelve constructivo. Mi experiencia, aunque triste y dolorosa, a la luz del amor, ¿cómo se convierte para los demás, para quién, fuente de salvación? Entonces podemos comenzar a honrar a nuestros padres con libertad de hijos adultos y con la misericordiosa acogida de sus límites. [1]

Honrar a los padres: ¡nos han dado la vida! Si te has alejado de tus padres, haz un esfuerzo y vuelve, vuelve con ellos; quizás son viejos… Te han dado la vida. Y luego, entre nosotros está la costumbre de decir cosas feas, palabrotas… Por favor, nunca, jamás, insultar a los padres de otros. ¡Nunca! Jamás se insulta a la madre, jamás insultar al padre. ¡Nunca, nunca! Tomen esta decisión interior: de hoy en adelante no insultaré nunca a la madre o al padre de alguien. ¡Le han dado la vida! No deben ser insultados.

Esta vida maravillosa nos es ofrecida, no es impuesta: renacer en Cristo es una gracia para acogerla libremente (cf. Jn 1, 11-13), y es el tesoro de nuestro Bautismo, en el cual, por obra del Espíritu Santo, uno solo es el Padre nuestro, el del cielo (cf. Mt 23, 9; 1 Cor 8, 6; Ef. 4, 6) ¡Gracias!

[1] Cf. S. Agustín, Discurso sobre Mateo, 72, A, 4: «El Cristo entonces te enseña a rechazar a tus padres y al mismo tiempo a amarlos. Sin embargo, a los padres se les ama ordenadamente y con espíritu de fe aún cuando no sean preferidos de Dios: Quien ama – son palabras del Señor – al padre y a la madre más que a mí, no es digno de mí. Con esta palabra parece casi como si nos advirtiera no amarlos; pero, al contrario, te advierte a amarlos. Habría podido de hecho decir: “Quien ama al padre o a la madre, no es digno de mí”. Pero no lo ha dicho así para no hablar en contra de la ley dada por Él, porque fue Él quien dio, por medio de su siervo Moisés, la ley donde está escrito: Honra a tu padre y a tu madre. No promulgó una ley contraria sino que la ha confirmado; te ha enseñado después el orden, no eliminó el deber del amor hacia los padres: Quien ama al padre y a la madre, pero más que a mí. Debe amarlos, entonces, pero no más que a mí: Dios es Dios, el hombre es el hombre. Ama a los padres, obedece a los padres, honra a los padres; pero si Dios te llama a una misión más importante, en que el afecto por los padres pudiera ser un impedimento, conserva el orden, no suprimas la caridad».

Comentarios