CATEQUESIS DEL PAPA: EL DESCANSO, MOMENTO PARA LA CONTEMPLACIÓN Y BENDICIÓN (05/09/2018)

En la catequesis durante su Audiencia General de este 5 de septiembre, el Papa Francisco continuó reflexionando sobre los diez mandamientos, y se centró en el tercero de ellos, aquel que habla del descanso semanal. Descansar no es fácil, – dijo – porque hay un descanso falso y un descanso verdadero. “¿Cómo reconocerlos?”, preguntó. En primer lugar, el Santo Padre centró su pensamiento en la sociedad de hoy, sedienta de diversión y de vacaciones, con una publicidad que diseña el mundo ideal como “un gran parque de juegos donde todos se divierten”, cuya “imagen modelo” es la de una persona de éxito que puede permitirse amplios y diversos espacios de placer. Se trata, advirtió el Papa, de “una mentalidad que hace caer en la insatisfacción de una existencia anestesiada por la diversión que no es descanso, sino alienación y fuga de la realidad”. Reproducimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El viaje a través del Decálogo nos lleva hoy al mandamiento sobre el día de descanso. Parece un mandamiento fácil de cumplir, pero es una impresión equivocada. Descansar realmente no es sencillo, porque hay un descanso falso y un descanso verdadero. ¿Cómo podemos reconocerlos?

La sociedad actual está sedienta de diversiones y vacaciones. La industria de la distracción es muy floreciente y la publicidad diseña el mundo ideal como un gran parque de atracciones donde todos se divierten. El concepto de vida hoy no tiene el centro de gravedad en la actividad y el compromiso sino en la evasión. Ganar dinero por divertirse, satisfacerse. La imagen modelo es la de una persona con éxito que puede permitirse amplios y diferentes espacios de placer. Pero esta mentalidad hace resbalar hacia la insatisfacción de una existencia anestesiada por la diversión que no es descanso, sino alienación y fuga de la realidad. El hombre nunca ha descansado tanto como hoy y sin embargo, ¡el hombre nunca ha experimentado tanto vacío como hoy! Las posibilidades de divertirse, de salir, los cruceros, los viajes, tantas cosas no te dan la plenitud del corazón. Aún más: no te dan el descanso.

Las palabras del Decálogo buscan y encuentran el corazón del problema, arrojando una luz diferente sobre lo que es el descanso. El mandamiento tiene un elemento peculiar: proporciona una motivación. El descanso en el nombre del Señor tiene un motivo preciso: «Porque en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó. Por eso el Señor bendijo el día del sábado y lo consagró» (Ex 20, 11).

Esto se refiere al final de la creación, cuando Dios dice: «Vio Dios cuanto había hecho y todo era muy bueno» (Gn 1, 31). Y entonces comienza el día del descanso, que es la alegría de Dios por lo que ha creado. Es el día de la contemplación y la bendición.

¿Qué es el descanso entonces según este mandamiento? Es el momento de la contemplación, es el momento de la alabanza, no de la evasión. Es el tiempo para mirar la realidad y decir: ¡qué bella es la vida! Al descanso como fuga de la realidad, el Decálogo contrapone el descanso como bendición de la realidad. Para nosotros los cristianos, el centro del día del Señor, el domingo, es la Eucaristía, que significa “acción de gracias”. Es el día para decirle a Dios: gracias Señor por la vida, por tu misericordia, por todos tus dones. El domingo no es el día para borrar los otros días sino para recordarlos, bendecirlos y hacer las paces con la vida, ¡Cuánta gente hay que tiene tantas posibilidades de divertirse, y no vive en paz con la vida! El domingo es el día para hacer las paces con la vida, diciendo: la vida es preciosa; no es fácil, a veces es dolorosa, pero es preciosa.

Ser introducido en el descanso auténtico es una obra de Dios en nosotros, pero requiere que nos alejemos de la maldición y de su encanto (cf Exhort. ap. Evangelii Gaudium, 83). Doblegar el corazón a la infelicidad, de hecho, subrayando motivos de descontento es facilísimo. La bendición y la alegría implican una apertura al bien que es un movimiento adulto del corazón. El bien es amoroso y nunca se impone. Es elegido.

La paz se elige, no se puede imponer y no se encuentra por casualidad. Alejándose de los pliegues amargos de su corazón, el hombre tiene necesidad de hacer las paces con aquello de lo que huye. Es necesario reconciliarse con la propia historia, con los hechos que no se aceptan, con las partes difíciles de la propia existencia. Les pregunto: ¿cada uno de ustedes se ha reconciliado con su propia historia? Una pregunta para pensar: yo, ¿me he reconciliado con mi historia? La verdadera paz, de hecho, no es cambiar la propia historia sino acogerla y valorarla, tal como ha sido.

¡Cuántas veces hemos encontrado a cristianos enfermos que nos han consolado con una serenidad que no se encuentra en los vividores ni en los hedonistas! Y hemos visto personas humildes y pobres regocijarse con pequeñas gracias con una felicidad que sabía a eternidad.

Dice el Señor en el Deuteronomio: «Te he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge entonces la vida, para que vivas tú y tu descendencia» (30, 19). Esta elección es el “fiat” de la Virgen María, es una apertura al Espíritu Santo que nos pone tras las huellas de Cristo, Aquel que se entrega al Padre en el momento más dramático y toma así el camino que conduce a la Resurrección.

¿Cuándo se vuelve bella la vida? Cuando se comienza a pensar bien de ella, cualquiera que sea nuestra historia. Cuando se hace camino el don de una duda: el de que todo sea gracia, [1] y ese santo pensamiento desmorona el muro interior de la insatisfacción, inaugurando el descanso auténtico. La vida se vuelve bella cuando se abre el corazón a la Providencia y se descubre que es verdad lo que dice el salmo «Sólo en Dios descansa mi alma» (62, 2). Es bella esta frase del salmo: «Sólo en Dios descansa mi alma».

[1] Cómo nos recuerda Santa Teresita del Niño Jesús, tomada de G. Bernanos, Diario de un cura de campo, Milán 1965, 270.

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