AL COMULGAR RECIBIMOS LA VIDA DEL SEÑOR: ÁNGELUS DEL 19/08/2018

Este domingo 19 de agosto el Papa Francisco, como todos los domingos, se asomó a la ventana del Palacio Apostólico Pontificio para rezar junto a los fieles presentes en la Plaza de San Pedro la oración mariana del Ángelus. El Santo Padre reflexionó sobre el Evangelio del día, que nos introduce en la segunda parte del discurso que hizo Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, tras haber alimentado a una gran multitud con cinco panes y dos peces. Jesús se presenta – dijo el Santo Padre – como el pan vivo bajado del cielo; el pan que da la vida eterna. De este modo explicó que cuando el signo del pan compartido lleva a su significado verdadero, es decir, el don de sí mismo hasta el sacrificio, surge la incomprensión, “e inclusive el rechazo” de Aquel que poco antes se quería llevar al triunfo. Y llamó a recordar que Jesús tuvo que marcharse, esconderse, porque querían hacerlo rey. Primero “el momento del triunfo, y luego la distancia porque no había gustado esta palabra de Jesús”. Compartimos a continuación el texto completo de su alocución, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje evangélico de este domingo (cf Jn 6, 51-58) nos introduce en la segunda parte del discurso que hace Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, después de haber alimentado a una gran multitud con cinco panes y dos peces: la multiplicación de los panes. Él se presenta como «el pan vivo bajado del cielo», el pan que da la vida eterna, y agrega: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo», (v. 51). Este pasaje es decisivo, y de hecho provoca la reacción de los escuchas, que se ponen a discutir entre ellos: «¿Cómo puede darnos este su carne de comer?» (v. 52). Cuando el signo del pan compartido lleva a su significado verdadero, esto es el don de sí hasta el sacrificio, emerge la incomprensión, emerge incluso el rechazo de Aquel a quien poco antes se deseaba llevar al triunfo. Recordemos que Jesús ha debido esconderse porque querían hacerlo rey.

Jesús prosigue: «Si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tendrán la vida» (v. 53). Aquí junto a la carne está presente también la sangre. Carne y sangre en el lenguaje bíblico expresan la humanidad concreta. La gente y los mismos discípulos intuyen que Jesús los invita a entrar en comunión con Él, a “comerlo”, su humanidad, para compartir con Él el don de la vida por el mundo. ¡Más allá de los triunfos y espejismos de éxito! Es justamente el sacrificio de Jesús que se da a sí mismo por nosotros.

Este pan de vida, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, viene a nosotros dado gratuitamente en la mesa de la Eucaristía. En torno al altar encontramos aquello que nos alimenta y nos quita la sed espiritualmente hoy y para la eternidad. Cada vez que participamos en la Santa Misa, en un cierto sentido, anticipamos el cielo sobre la tierra, porque del alimento eucarístico, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, aprendemos qué es la vida eterna. Ella es vivir por el Señor: «aquél que me come vivirá por mí» (v. 57), dice el Señor. La Eucaristía nos plasma para que vivamos no sólo para nosotros mismos, sino por el Señor y por los hermanos. La felicidad y la eternidad de la vida dependen de nuestra capacidad de hacer fecundo el amor evangélico que recibimos en la Eucaristía.

Jesús, como en aquel tiempo, también hoy repite a cada uno de nosotros: «Si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su sangre, no tendrán la vida» (v. 53). Hermanos y hermanas, no se trata de un alimento material, sino de un pan vivo y vivificante, que comunica la vida misma de Dios. Cuando comulgamos recibimos la vida misma de Dios. Para tener esta vida es necesario nutrirse del Evangelio y del amor a los hermanos. Frente a la invitación de Jesús a alimentarnos de su Cuerpo y de su Sangre, podremos advertir la necesidad de discutir y de resistir, como hicieron los escuchas de los que habló el Evangelio de hoy. Esto sucede cuando luchamos para modelar nuestra existencia con la de Jesús, a actuar según sus criterios y no según los criterios del mundo. Nutriéndonos de este alimento podemos entrar en plena sintonía con Cristo, con sus sentimientos, con sus comportamientos. Esto es muy importante: ir a Misa y comulgar, porque recibir la comunión es recibir a este Cristo vivo, que nos transforma por dentro y nos prepara para el cielo.

La Virgen María sostenga nuestro propósito de hacer comunión con Jesucristo, nutriéndonos de su Eucaristía, para convertirnos a nuestra vez en pan partido para los hermanos.

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