EL ESPÍRITU SANTO ES LA UNIDAD QUE REÚNE A LA DIVERSIDAD: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE PENTECOSTÉS (31/05/2020)

El Papa en su homilía en la Misa en la Solemnidad de Pentecostés este 31 de mayo, pidió al Espíritu Santo, que nos libre de la parálisis del egoísmo y encienda en nosotros el deseo de servir, de hacer el bien. Porque como dijo, lo peor de esta crisis es desaprovecharla, encerrándonos en nosotros mismos. “Debemos ser constructores de unidad, para llegar a ser una sola familia”. El Papa Francisco explicó que, así como los apóstoles eran distintos entre sí, sin embargo, formaron un solo pueblo: “el pueblo de Dios, plasmado por el Espíritu, que entreteje la unidad con nuestra diversidad, y da armonía, porque el Espíritu, es armonía”, dijo el Papa. El Espíritu es la unidad que reúne a la diversidad. Jesús no cambió a los apóstoles, no los uniformó, ni convirtió en ejemplares producidos en serie. Jesús dejó las diferencias que caracterizaban a cada uno de ellos. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

«Hay diversidad de carismas, pero uno solo es el Espíritu» (1 Co 12, 4). Así escribe a los Corintios el apóstol Pablo. Y continúa: «Hay distintos ministerios, pero uno solo es el Señor; hay distintas actividades, pero uno solo es Dios» (vv. 5-6). Distintos y uno: San Pablo insiste en juntar dos palabras que parecen oponerse. Quiere decirnos que el Espíritu Santo es ese uno que reúne a los distintos; y que la Iglesia nació así: nosotros, distintos, unidos por el Espíritu Santo.

Vayamos pues al comienzo de la Iglesia, al día de Pentecostés. Miremos a los Apóstoles: entre ellos hay gente sencilla, acostumbrada a vivir del trabajo de sus propias manos, como los pescadores, y está Mateo, que había sido un instruido recaudador de impuestos. Hay orígenes y contextos sociales distintos, nombres hebreos y nombres griegos, caracteres mansos y otros impetuosos, visiones y sensibilidades diferentes. Todos eran diferentes. Jesús no los había cambiado, no los había uniformado haciéndolos modelos en serie. No. Había dejado sus diferencias y ahora los une ungiéndolos con el Espíritu Santo. La unión — la unión de los diferentes — llega con la unción. En Pentecostés los Apóstoles comprenden la fuerza unificadora del Espíritu. La ven con sus propios ojos cuando todos, aun hablando lenguas diferentes, forman un solo pueblo: el pueblo de Dios, moldeado por el Espíritu, que teje la unidad con nuestras diferencias, que da armonía porque en el Espíritu hay armonía. Él es la armonía.

Volvamos a nosotros, Iglesia de hoy. Podemos preguntarnos: “¿Qué es lo que nos une, en qué se fundamenta nuestra unidad?”. También entre nosotros hay diferencias, por ejemplo, de opinión, de elección, de sensibilidad. Pero la tentación es siempre la de defender a capa y espada las propias ideas, creyéndolas buenas para todos, y en estar de acuerdo sólo con quien piensa como nosotros. Y esta es una fea tentación que divide. Pero esta es una fe a nuestra imagen, no es lo que quiere el Espíritu. Entonces podríamos pensar que lo que nos une es lo mismo que creemos y los mismos comportamientos que practicamos. Pero hay mucho más: nuestro principio de unidad es el Espíritu Santo. Él nos recuerda que ante todo somos hijos amados de Dios; todos iguales, en esto, y todos diferentes. El Espíritu viene a nosotros, con todas nuestras diferencias y miserias, para decirnos que tenemos un solo Señor, Jesús, un solo Padre, y que por esta razón ¡somos hermanos y hermanas! Empecemos de nuevo desde aquí, miremos a la Iglesia como lo hace el Espíritu, no como lo hace el mundo. El mundo nos ve de derecha y de izquierda, con esta ideología, con la otra; el Espíritu nos ve del Padre y de Jesús. El mundo ve conservadores y progresistas; el Espíritu ve hijos de Dios. La mirada mundana ve estructuras que hay que hacer más eficientes; la mirada espiritual ve hermanos y hermanas mendigos de misericordia. El Espíritu nos ama y conoce el lugar que cada uno ten el todo: para Él no somos confeti llevado por el viento, sino teselas insustituibles de su mosaico.

Regresemos al día de Pentecostés y descubramos la primera obra de la Iglesia: el anuncio. Sin embargo, veamos que los Apóstoles no preparan una estrategia; cuando estaban encerrados allí, en el cenáculo, no elaboraban una estrategia, no, no preparan un plan pastoral. Podrían haber subdividido a la gente en grupos según los distintos pueblos, hablar primero a los cercanos y después a los lejanos, todo ordenado… También habrían podido esperar un poco para anunciar y, mientras tanto, profundizar en las enseñanzas de Jesús, para evitar riesgos… No. El Espíritu no quiere que el recuerdo del Maestro se cultive en grupos cerrados, en cenáculos donde se toma gusto a “hacer el nido”. Y esta es una fea enfermedad que puede entrar en la Iglesia: la Iglesia no comunidad, ni familia, ni madre, sino nido. Él abre, reaviva, impulsa más allá de lo que ya fue dicho y fue hecho, Él impulsa más allá de los recintos de una fe tímida y desconfiada. En el mundo, sin una configuración compacta y una estrategia calculada, todo se viene abajo. En la Iglesia, en cambio, el Espíritu garantiza la unidad quien anuncia. Y los Apóstoles van: poco preparados, se ponen en juego, salen. Un solo deseo los anima: dar lo que han recibido. Es hermoso ese comienzo de la Primera Carta de San Juan: “Eso que hemos recibido y visto, se los damos” (cf. 1,3).

Llegamos finalmente a entender cuál es el secreto de la unidad, el secreto del Espíritu. El secreto de la unidad en la Iglesia, el secreto del Espíritu es el don. Porque Él es don, vive donándose y de esta manera nos mantiene unidos, haciéndonos partícipes del mismo don. Es importante creer que Dios es don, que no se comporta tomando, sino dando. ¿Por qué es importante? Porque de cómo entendamos a Dios depende nuestra forma de ser creyentes. Si tenemos en la mente a un Dios que toma, que se impone, también nosotros querremos tomar e imponernos: ocupar espacios, reclamar relevancia, buscar poder. Pero si tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia. Si nos damos cuenta de que lo que somos es don suyo, don gratuito e inmerecido, entonces también nosotros querremos hacer de la misma vida un don. Y amando humildemente, sirviendo gratuitamente y con alegría, ofreceremos al mundo la verdadera imagen de Dios. El Espíritu, memoria viva de la Iglesia, nos recuerda que nacimos de un don y que crecemos dándonos; no preservándonos, sino entregándonos.

Queridos hermanos y hermanas, miremos dentro y preguntémonos qué nos impide darnos. Hay, decimos, tres enemigos del don, los principales: tres, siempre agazapados en la puerta del corazón: el narcisismo, el victimismo y el pesimismo. El narcisismo hace idolatrarse a sí mismo, hace complacer sólo el propio beneficio. El narcisista piensa: “La vida es hermosa si tengo ganancias”. Y así llega a decir: “¿Por qué debería darme a los demás?”. En esta pandemia, cuánto mal hace el narcisismo, el replegarse en las propias necesidades, indiferentes a las de los demás, el no admitir las propias fragilidades y los propios errores. Pero también el segundo enemigo, el victimismo, es peligroso. El victimista se queja todos los días del prójimo: “Nadie me entiende, nadie me ayuda, nadie me quiere, ¡todos están contra mí!”. ¡Cuántas veces hemos escuchado estas quejas! Y su corazón se cierra, mientras se pregunta: “¿Por qué los demás no se entregan a mí?”. En el drama que vivimos, ¡qué terrible es el victimismo! Pensar que nadie nos comprende y vive lo que vivimos. Esto es el victimismo. Finalmente está el pesimismo. Aquí la letanía cotidiana es: “Nada está bien, la sociedad, la política, la Iglesia...”. El pesimista arremete contra el mundo, pero permanece inerte y piensa: “Mientras tanto, ¿de qué sirve dar? Es inútil”. Ahora, en el gran esfuerzo de comenzar de nuevo, qué dañino es el pesimismo, ver todo negro, repetir que nada volverá a ser como antes. Pensando así, lo que seguramente no regresa es la esperanza. En estos tres — el ídolo narcisista del espejo, el dios-espejo; el dios-queja: “me siento persona cuando me quejo”; y el dios-negatividad: “todo es negro, todo es oscuro” — nos encontramos en la carestía de la esperanza y necesitamos apreciar el don de la vida, el don que es cada uno de nosotros. Por ello necesitamos del Espíritu Santo, don de Dios que nos cura del narcisismo, del victimismo y del pesimismo, nos cura del espejo, de la queja y de la oscuridad.

Hermanos y hermanas, pidámoslo: Espíritu Santo, memoria de Dios, reaviva en nosotros el recuerdo del don recibido. Líbranos de la parálisis del egoísmo y enciende en nosotros el deseo de servir, de hacer el bien. Porque peor que esta crisis, es solamente el drama de desaprovecharla, encerrándonos en nosotros mismos. Ven, Espíritu Santo, Tú que eres armonía, haznos constructores de unidad; Tú que siempre te das, danos la valentía de salir de nosotros mismos, de amarnos y ayudarnos, para llegar a ser una única familia. Amén.

Comentarios