CATEQUESIS DEL PAPA: DIOS ESTÁ SIEMPRE CERCA DE NUESTRO CORAZÓN (13/05/2020)

En su segunda catequesis sobre la oración, que el Santo Padre ofreció desde la Biblioteca Privada del Palacio Apostólico este 13 de mayo, el Papa Francisco recordó que Dios siempre está cerca de la puerta de nuestro corazón esperando que le abramos, y que a veces también llama a esa puerta, pero sin invadir porque es paciente. E invitó a unirse mañana a una jornada de oración, ayuno y obras de caridad para que el Señor salve a la humanidad. Reproducimos a continuación el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Damos hoy el segundo paso en el camino de la catequesis sobre la oración, que comenzó la semana pasada.

La oración pertenece a todos: a los hombres de toda religión, y probablemente también a aquellos que no profesan ninguna. La oración nace en lo secreto de nosotros mismos, en ese lugar interior que a menudo los autores espirituales llaman “corazón” (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2562-2563). Lo que hace oración, entonces, en nosotros no es algo periférico, no es una facultad nuestra secundaria y marginal, sino que es el misterio más íntimo de nosotros mismos. Este misterio es el que ora. Las emociones oran, pero no se puede decir que la oración es sólo emoción. La inteligencia ora, pero orar no es sólo un acto intelectual. El cuerpo ora, pero se puede hablar con Dios incluso en la más grave discapacidad. Es por tanto todo el hombre el que ora, si ora su “corazón”.

La oración es un impulso, es una invocación que va más allá de nosotros mismos: algo que nace en lo íntimo de nuestra persona y se proyecta, porque siente la nostalgia de un encuentro. Esa nostalgia que es más que una necesidad: es un camino. La oración es la voz de un “Yo” que se tambalea, que anda a tientas, en busca de un “Tú”. El encuentro entre el “Yo” y el “Tú” no se puede hacer con las calculadoras: es un encuentro humano y muchas veces se va a tientas para encontrar el “Tú” que mi “Yo” está buscando.

La oración del cristiano nace, en cambio, de una revelación: el “Tú” no ha permanecido envuelto en el misterio, sino que ha entrado en relación con nosotros. El cristianismo es la religión que celebra continuamente la “manifestación” de Dios, es decir, su epifanía. Las primeras fiestas del año litúrgico son la celebración de este Dios que no permanece oculto, sino que ofrece su amistad a los hombres. Dios revela su gloria en la pobreza de Belén, en la contemplación de los Magos, en el bautismo en el Jordán, en el prodigio de las bodas de Caná. El Evangelio de Juan concluye con una afirmación sintética el gran himno del Prólogo: «A Dios nadie le ha visto jamás: precisamente el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, Él lo ha revelado» (1, 18). Fue Jesús quien nos reveló a Dios.

La oración del cristiano entra en relación con el Dios de rostro tiernísimo, que no quiere infundir miedo alguno a los hombres. Esta es la primera característica de la oración cristiana. Si los hombres estaban desde siempre acostumbrados a acercarse a Dios un poco intimidados, un poco asustados por este misterio fascinante y tremendo, si estaban acostumbrados a venerarlo con una actitud servil, similar a la de un súbdito que no quiere faltarle al respeto a su Señor, los cristianos se dirigen en cambio a Él atreviéndose a llamarlo con confianza con el nombre de “Padre”. Es más, Jesús usa otra palabra: “papá”.

El cristianismo ha desterrado del vínculo con Dios cualquier relación “feudal”. En el patrimonio de nuestra fe no están presentes expresiones como “sometimiento”, “esclavitud” o “vasallaje”, más bien palabras como “alianza”, “amistad”, “promesa”, “comunión”, “cercanía”. En su largo discurso de despedida a los discípulos, Jesús dice así: «Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su patrón; los llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer. Ustedes no me eligieron a mí, sino que yo los he elegido a ustedes y los he constituido para que vayan y den fruto y su fruto permanezca; para que todo lo que pidan al Padre en mi nombre, se los conceda» (Jn 15, 15-16). Pero este es un cheque en blanco: “Todo lo que pidan al Padre en mi nombre se los concedo”.

Dios es el amigo, el aliado, el esposo. En la oración se puede establecer una relación de confianza con Él, tanto así que en el “Padre Nuestro” Jesús nos ha enseñado a dirigirle una serie de peticiones. A Dios podemos pedirle todo, todo; explicarle todo, contarle todo. No importa si en la relación con Dios nos sentimos culpables: no somos buenos amigos, no somos hijos agradecidos, no somos cónyuges fieles. Él sigue amándonos. Es lo que Jesús demuestra definitivamente en la Última Cena, cuando dice: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por ustedes» (Lc 22, 20). En ese gesto Jesús anticipa en el cenáculo el misterio de la Cruz. Dios es aliado fiel: si los hombres dejan de amar, Él sigue amando, incluso si el amor lo conduce al Calvario. Dios está siempre cerca de la puerta de nuestro corazón y espera que le abramos. Y a veces llama al corazón pero no es invasivo: espera. La paciencia de Dios con nosotros es la paciencia de un papá, de uno que nos ama mucho. Yo diría, es la paciencia conjunta de un papá y de una mamá. Siempre cerca de nuestro corazón, y cuando llama lo hace con ternura y con mucho amor.

Probemos todos orar así, entrando en el misterio de la Alianza. Meternos en la oración entre los brazos misericordiosos de Dios, sentirnos envueltos por ese misterio de felicidad que es la vida trinitaria, sentirnos como invitados que no merecían tanto honor. Y repetirle a Dios, en el asombro de la oración: ¿es posible que Tú conozcas sólo el amor? El no conoce el odio. Él es odiado, pero no conoce el odio. Conoce sólo el amor. Este es el Dios al que oramos. Este es el núcleo incandescente de toda oración cristiana. El Dios de amor, nuestro Padre que nos espera y nos acompaña.

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