CATEQUESIS DEL PAPA: LA ORACIÓN ES REFUGIO ANTE LA OLA DE MALDAD EN EL MUNDO (27/05/2020)

Este 27 de mayo, el tema de la catequesis del Papa Francisco en la Audiencia General fue “La oración de los justos”. “El designio de Dios para la humanidad es bueno, pero en nuestra vida diaria experimentamos la presencia del mal”, dijo el Obispo de Roma. De allí, continuó el Papa, siguió con la descendencia de Caín: es suficiente pensar en el cántico de Lamec que suena como un himno de venganza. Pero también hay otra historia que representa “la redención de la esperanza”: la de Abel, Enoc y Noé. “Aunque casi todos se comportan de manera atroz, haciendo del odio y de la conquista el gran motor de la vivencia humana, hay personas capaces de orar a Dios con sinceridad, capaces de escribir de manera diferente el destino del hombre”, subrayó el Pontífice. Reproducimos a continuación el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Dedicamos la catequesis de hoy a la oración de los justos.

El designio de Dios para la humanidad es bueno, pero en nuestra vivencia diaria experimentamos la presencia del mal: es una experiencia de todos los días. Los primeros capítulos del Libro del Génesis describen la expansión progresiva del pecado en las vivencias humanas. Adán y Eva (cf. Gn 3, 1-7) dudan de las intenciones benévolas de Dios, pensando que deben tratar con una divinidad envidiosa, que impide su felicidad. De ahí la rebelión: ya no creen en un Creador generoso, que desea su felicidad. Su corazón, cediendo a la tentación del maligno, es presa de delirios de omnipotencia: “Si comemos el fruto del árbol, seremos como Dios” (cf. v. 5). Y esta es la tentación: esta es la ambición que penetra en el corazón. Pero la experiencia va en sentido opuesto: sus ojos se abren y descubren que están desnudos (v. 7), sin nada. No olviden esto: el tentador es un mal pagador, paga mal.

El mal se vuelve aún más disruptivo con la segunda generación humana, es más fuerte: es la historia de Caín y Abel (cf. Gn 4, 1-16). Caín tiene envidia de su hermano: está el gusano de la envidia; aunque es el primogénito, ve a Abel como un rival, uno que amenaza su primacía. El mal se asoma a su corazón y Caín no logra dominarlo. El mal empieza a entrar en el corazón: los pensamientos son siempre los de mirar mal al otro, con sospecha. Y esto, sucede también con el pensamiento: “Este es malo, me perjudicará”. Y este pensamiento va entrando en el corazón… Y así la historia de la primera fraternidad concluye con un homicidio. Pienso, hoy, en la fraternidad humana... guerras por todos lados.

En la descendencia de Caín se desarrollan los oficios y las artes, pero se desarrolla también la violencia, expresada en el siniestro cántico de Lamec, que suena como un himno de venganza: «Yo maté a un hombre por mi herida y a un muchacho por mi moretón. […] Siete veces será vengado Caín, pero Lamec, setenta y siete». La venganza: “Lo hiciste, ¡lo pagarás!”. Pero esto no lo dice el juez, lo digo yo. Y me vuelvo juez de la situación. Y así el mal se ensancha como mancha de aceite, hasta ocupar todo el cuadro: «El Señor vio que la maldad del hombre era grande en la tierra, y que todo íntimo intento de su corazón no era otra cosa sino mal, siempre» (Gn 6,5). Los grandes frescos del diluvio universal (cap. 6-7) y de la torre de Babel (cap. 11) revelan que es necesario un nuevo comienzo, como una nueva creación, que tendrá su cumplimiento en Cristo.

Sin embargo, en estas primeras páginas de la Biblia, está escrita también otra historia, menos llamativa, mucho más humilde y devota, que representa el rescate de la esperanza. Aunque casi todos se comportan de forma atroz, haciendo del odio y de la conquista el gran motor de la vivencia humana, hay personas capaces de orar a Dios con sinceridad, capaces de escribir de otra manera el destino del hombre. Abel ofrece a Dios un sacrificio de primicias. Después de su muerte, Adán y Eva tuvieron un tercer hijo, Set, de quien nació Enos (que significa “mortal”), y se dice: «En aquel tiempo se comenzó a invocar el nombre del Señor» (4, 26). Después aparece Enoc, personaje que “camina con Dios” y fue arrebatado al cielo (cf. 5, 22.24). Y finalmente está la historia de Noé, hombre justo que «caminaba con Dios» (6, 9), frente al cual Dios detiene su propósito de borrar a la humanidad (cf. 6, 7-8).

Leyendo estos relatos, se tiene la impresión de que la oración es el dique, es el refugio del hombre ante la oleada del mal que crece en el mundo. Viéndolo bien, oramos también para ser salvados de nosotros mismos. Es importante orar: “Señor, por favor, sálvame de mí mismo, de mis ambiciones, de mis pasiones”. Los orantes de las primeras páginas de la Biblia son hombres artífices de paz: en efecto, la oración, cuando es auténtica, libera de los instintos de violencia y es una mirada dirigida a Dios, para que vuelva a ocuparse del corazón del hombre. Se lee en el Catecismo: «Esta cualidad de la oración es vivida por una multitud de justos en todas las religiones» (CEC, 2569). La oración cultiva prados de renacimiento en lugares donde el odio del hombre sólo ha sido capaz de ensanchar el desierto. Y la oración es poderosa, porque atrae el poder de Dios y el poder de Dios da siempre vida: siempre. Es el Dios de la vida, y hace renacer.

Por eso el señorío de Dios pasa por la cadena de estos hombres y mujeres, a menudo incomprendidos o marginados en el mundo. Pero el mundo vive y crece gracias al poder de Dios que estos servidores suyos atraen con su oración. Son una cadena que no hace ruido, que rara vez salta a los honores de las crónicas, sin embargo ¡es tan importante para restituir la confianza al mundo! Recuerdo la historia de un hombre: un jefe de gobierno, importante, no de este tiempo, de tiempos pasados. Un ateo que no tenía sentido religioso en el corazón, pero de niño escuchaba a su abuela orar, y eso permaneció en su corazón. Y en un momento difícil de su vida, ese recuerdo volvió a su corazón y decía: “Pero la abuela oraba...”. Comenzó así a orar con las fórmulas de la abuela y allí encontró a Jesús. La oración es una cadena de vida, siempre: muchos hombres y mujeres que oran, siembran vida. La oración siembra vida, la pequeña oración: por eso es tan importante enseñar a los niños a orar. Me duele cuando encuentro a niños que no saben hacer la señal de la cruz. Hay que enseñarles a hacer bien la señal de la cruz, porque es la primera oración. Es importante que los niños aprendan a orar. Luego, quizá, podrán olvidarlo, tomar otro camino; pero las primeras oraciones aprendidas de niño permanecen en el corazón, porque son una semilla de vida, la semilla del diálogo con Dios.

El camino de Dios en la historia de Dios ha pasado por ellos: ha pasado por un “resto” de la humanidad que no se uniformó a la ley del más fuerte, sino que pidió a Dios que hiciera sus milagros, y sobre todo que transformara nuestro corazón de piedra en corazón de carne (cf. Ez 36, 26). Y esto ayuda a la oración: porque la oración abre la puerta a Dios, transformando nuestro corazón tantas veces de piedra, en un corazón humano. Y se necesita mucha humanidad, y con la humanidad se ora bien.

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