LA SANTIDAD DE LO COTIDIANO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE CANONIZACIÓN DEL 13/10/2019

“Invocar, caminar, agradecer. Tres etapas que nos muestran el camino de la fe”. La mañana de este 13 de octubre, el Santo Padre presidió la celebración Eucarística y Canonización de los beatos: John Henry Newman, Josefina Vannini, María Teresa Chiramel Mankidiyan, Dulce Lopes Pontes y Margarita Bays, en la Plaza de San Pedro. “Hoy damos gracias al Señor por los nuevos santos, que han caminado en la fe y ahora invocamos como intercesores. […] Pidamos ser así, ‘luces amables’ en medio de la oscuridad del mundo. Jesús, quédate con nosotros y así comenzaremos a brillar como brillas Tú; a brillar para servir de luz a los demás”, señaló el Papa Francisco comentando el Evangelio de este domingo en que San Lucas nos muestra el camino de la fe. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

«Tu fe te ha salvado» (Lc 17, 19). Es el punto de llegada del Evangelio de hoy, que nos muestra el camino de la fe. En este itinerario de fe vemos tres etapas, señaladas por los leprosos curados, que invocan, caminan y agradecen.

Ante todo, invocar. Los leprosos se encontraban en una condición terrible, no sólo por la enfermedad que, difundida incluso hoy, se combate con todos los esfuerzos, pero con la exclusión social. En tiempos de Jesús eran considerados inmundos y como tales debían estar aislados, al margen (cf. Lv 13, 46). Vemos de hecho que, cuando van hacia Jesús, “se detienen a lo lejos” (cf. Lc 17, 12). Pero, aun cuando su situación los pone a un lado, invocan a Jesús, dice el Evangelio, «a gritos» (v. 13). No se dejan paralizar por las exclusiones de los hombres y gritan a Dios, que no excluye a nadie. Es así como se acortan las distancias, como nos levantamos de la soledad: no encerrándose en sí mismos y en las propias aflicciones, no pensando en los juicios de los demás, sino invocando al Señor, porque el Señor escucha el grito de quien está solo.

Como esos leprosos, también nosotros estamos necesitados de curación, todos. Necesitamos ser sanados de la desconfianza en nosotros mismos, en la vida, en el futuro; de muchos miedos; de los vicios de los que somos esclavos; de tantas cerrazones, dependencias y apegos: al juego, al dinero, a la televisión, al celular, al juicio de los demás. El Señor libera y cura el corazón, si lo invocamos, si le decimos: “Señor, yo creo que puedes sanarme; cúrame de mis cerrazones, libérame del mal y del miedo, Jesús”. Los leprosos son los primeros, en este Evangelio, en invocar el nombre de Jesús. Después lo harán también un ciego y un malhechor en la cruz: gente necesitada invoca el nombre de Jesús, que significa Dios salva. Llaman a Dios por su nombre, de modo directo, espontáneo. Llamar por el nombre es signo de confianza, y al Señor le gusta. La fe crece así, con la invocación confiada, llevando a Jesús lo que somos, con el corazón abierto, sin esconder nuestras miserias. Invoquemos con confianza cada día el nombre de Jesús: Dios salva. Repitámoslo: es orar, decir “Jesús” es orar. La oración es la puerta de la fe, la oración es la medicina del corazón.

La segunda palabra es caminar. Es la segunda etapa. En el breve Evangelio de hoy aparece una decena de verbos de movimiento. Pero impacta sobre todo el hecho de que los leprosos no son curados cuando están detenidos delante de Jesús, sino después, mientras caminan: «Mientras iban de camino, fueron purificados», dice el Evangelio (v. 14). Se curan al ir a Jerusalén, es decir, cuando afrontan un camino cuesta arriba. Es en el camino de la vida que somos purificados, un camino que a menudo es cuesta arriba, porque conduce hacia lo alto. La fe requiere un camino, una salida, hace milagros si salimos de nuestras certezas acomodadas, si dejamos nuestros puertos seguros, nuestros nidos confortables. La fe aumenta con el don y crece con el riesgo. La fe avanza cuando vamos adelante equipados de confianza en Dios. La fe se hace camino a través de pasos humildes y concretos, como humildes y concretos fueron el camino de los leprosos y el baño en el Río Jordán de Naamán (cf. 2 Re 5, 14-17). Es así también para nosotros: avanzamos en la fe con el amor humilde y concreto, con la paciencia cotidiana, invocando a Jesús y siguiendo hacia adelante.

Hay otro aspecto interesante en el camino de los leprosos: avanzan juntos. «Iban» y «fueron purificados», dice el Evangelio (v. 14), siempre en plural: la fe es también caminar juntos, nunca solos. Pero, una vez curados, nueve se van y sólo uno vuelve a agradecer. Jesús entonces expresa toda su amargura: «Y los otros, ¿dónde están?» (v. 17). Casi parece que pide cuenta de los otros nueve al único que regresó. Es verdad, es nuestra tarea — de nosotros que estamos aquí para “celebrar la Eucaristía”, es decir, para agradecer —, es nuestra tarea hacernos cargo del que ha dejado de caminar, de quien ha perdido el camino: somos custodios de los hermanos alejados, ¡todos nosotros! Somos intercesores para ellos, somos responsables de ellos, llamados entonces a responder por ellos, a llevarlos en el corazón. ¿Quieres crecer en la fe? Tú, que estás aquí, ¿quieres crecer en la fe? Hazte cargo de un hermano alejado, de una hermana alejada.

Invocar, caminar y agradecer: es la última etapa. Sólo a aquel que agradece Jesús le dice: «Tu fe te ha salvado» (v. 19). No sólo está sano, sino también salvado. Esto nos dice que el punto de llegada no es la salud, no es el estar bien, sino el encuentro con Jesús. La salvación no es beber un vaso de agua para estar en forma, es ir a la fuente, que es Jesús. Sólo Él libera del mal y cura el corazón, sólo el encuentro con Él salva, hace la vida plena y bella. Cuando se encuentra a Jesús nace espontáneo el “gracias”, porque se descubre lo más importante de la vida: no recibir una gracia o resolver un problema, sino abrazar al Señor de la vida. Y esto es lo más importante de la vida: abrazar al Señor de la vida.

Es hermoso ver que ese hombre sanado, que era un samaritano, expresa la alegría con todo su ser: alaba a Dios a grandes gritos, se postra, agradece (cf. vv. 15-16). El culmen del camino de fe es vivir dando gracias. Podemos preguntarnos: nosotros que tenemos fe, ¿vivimos las jornadas como un peso a soportar o como una alabanza para ofrecer? ¿Permanecemos centrados en nosotros mismos a la espera de pedir la próxima gracia o encontramos nuestra alegría en dar gracias? Cuando agradecemos, el Padre se conmueve y derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Agradecer no es cuestión de cortesía, de buenos modales, es cuestión de fe. Un corazón que agradece se mantiene joven. Decir: “Gracias, Señor” al despertar, durante el día, antes de descansar es el antídoto al envejecimiento del corazón, porque el corazón envejece y se acostumbra mal. Así también en la familia, entre los esposos: acordarse de decir gracias. Gracias es la palabra más sencilla y benéfica.

Invocar, caminar, agradecer. Hoy damos gracias al Señor por los nuevos Santos, que han caminado en la fe y ahora invocamos como intercesores. Tres son religiosas y nos muestran que la vida consagrada es un camino de amor en las periferias existenciales del mundo. Santa Margarita Bays, en cambio, era una costurera y nos revela qué poderosa es la oración sencilla, la tolerancia paciente, la entrega silenciosa: a través de estas cosas el Señor ha hecho revivir en ella, en su humildad, el esplendor de la Pascua. Es la santidad de lo cotidiano, de la que habla el santo Cardenal Newman cuando dice: «El cristiano posee una paz profunda, silenciosa, escondida que el mundo no ve. […] El cristiano es alegre, tranquilo, bueno, amable, cortés, ingenuo, modesto; no tiene pretensiones, […] su comportamiento está totalmente lejano de la ostentación y del refinamiento que a primera vista se puede fácilmente tomarlo como una persona ordinaria» (Parochial and Plain Sermons, V,5). Pidamos ser así, “luces gentiles” en medio de la oscuridad del mundo. Jesús, «quédate con nosotros y comenzaremos a brillar como Tú brillas; a brillar para ser luz para los demás» (Meditations on Christian Doctrine, VII,3). Amén.

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