DOS MIRADAS DIFERENTES SOBRE EL MISTERIO: QUINTO SERMÓN DE CUARESMA DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA (12/04/2019)
La mañana de este 12 abril, en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico, el Padre Raniero Cantalmessa, ofmcap, ofreció su quinta y última predicación de Cuaresma ante la presencia del Papa Francisco y los miembros de la Curia Romana. El tema elegido este año ha sido “Vuelve a ti mismo”, inspirado en el pensamiento de San Agustín, para continuar su reflexión iniciada en Adviento sobre el versículo del Salmo que reza: “Mi alma tiene sed del Dios vivo”. “Dios ha elegido lo que es necio para el mundo para confundir a los sabios”. Así se titula esta reflexión ofrecida por el Predicador de la Casa Pontificia, quien comenzó recordando que en el Nuevo Testamento y en la historia de la teología hay cosas que no se entienden si no se tiene en cuenta un dato fundamental, es decir, el de la existencia de dos enfoques diferentes, aunque complementarios, hacia el misterio de Cristo: el de Pablo y el de Juan. Compartimos a continuación, el texto completo de su predicación, traducido del italiano:
Juan y Pablo: dos miradas diferentes sobre el misterio
En el Nuevo Testamento y en la historia de la teología hay cosas que no se entienden si no se tiene en cuenta un dato fundamental, es decir, el de la existencia de dos enfoques diferentes, aunque complementarios, hacia el misterio de Cristo: el de Pablo y el de Juan.
Juan ve el misterio de Cristo a partir de la Encarnación. Jesús, Verbo hecho carne, es para él el supremo revelador del Dios vivo, aquel fuera del cual «nadie va al Padre». La salvación consiste en reconocer que Jesús «ha venido en carne» (2 Jn 7) y en creer que Él «es el Hijo de Dios» (1 Jn 5, 5); «Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida» (1 Jn 5, 12). En el centro de todo, como se ve, está «la persona» de Jesús hombre-Dios.
La peculiaridad de esta visión joánica salta a los ojos si la comparamos con la de Pablo. Para Pablo, en el centro de atención no está tanto la persona de Cristo, entendida como realidad ontológica; está, más bien, la obra de Cristo, es decir, su misterio pascual de muerte y resurrección. La salvación no está tanto en creer que Jesús es el Hijo de Dios venido en carne, cuanto en creer en Jesús «muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (cf. Rom 4, 25). El acontecimiento central no es la encarnación, sino el misterio pascual.
Sería un error fatal ver en ello una dicotomía en el origen mismo del cristianismo. Cualquiera que lee sin prejuicios el Nuevo Testamento comprende que, en Juan, la encarnación es en vistas del misterio pascual, cuando Jesús finalmente derrame su Espíritu sobre la humanidad (Jn 7, 39), y entiende que para Pablo el misterio pascual supone y se basa en la Encarnación. Aquel que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, es uno que «tenía la forma de Dios», igual a Dios (cf. Flp 2, 5ss). Las fórmulas trinitarias en las que Jesucristo es mencionado junto al Padre y al Espíritu Santo, son una confirmación de que, para Pablo, la obra de Cristo tiene sentido por su persona.
La distinta acentuación de los dos polos del misterio refleja el camino histórico que la fe en Cristo ha hecho después de la Pascua. Juan refleja la fase más avanzada de la fe en Cristo, aquella que se tiene al final, no al comienzo de la redacción de los escritos neo-testamentarios. Él está al final de un proceso de remontarse a las fuentes del misterio de Cristo. Esto se nota observando desde dónde comienzan los cuatro Evangelios. Marcos comienza su evangelio desde el bautismo de Jesús en el Jordán; Mateo y Lucas, que vinieron después, dan un paso atrás y hacen comenzar la historia de Jesús desde su nacimiento de María; Juan, que escribe el último, hace un salto decisivo hacia atrás y coloca el comienzo de la historia de Cristo no ya en el tiempo, sino en la eternidad: «En el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1).
El motivo de este desplazamiento de interés es bien conocido. La fe, entretanto, entró en contacto con la cultura griega y ésta está más interesada en la dimensión ontológica que en la histórica. Lo que importa para ella no es tanto el desarrollo de los hechos, cuanto su fundamento (archè). A este factor ambiental se añadían los primeros síntomas de la herejía doceta que cuestionaba la realidad de la Encarnación. El dogma cristológico de las dos naturalezas y de la unidad de la persona de Cristo estará casi enteramente basado en la perspectiva de san Juan del Logos hecho carne.
Es importante tener en cuenta esto para comprender la diferencia y la complementariedad entre teología oriental y teología occidental. Las dos perspectivas, la paulina y la joánica, aunque fusionándose juntas (como vemos que sucede en el Credo Niceno-Constantinopolitano), conservan su distinta acentuación, como dos ríos que, confluyendo uno en otro, conservan durante un largo trecho el distinto color de sus aguas. La teología y la espiritualidad ortodoxa se basa predominantemente en Juan; la occidental (la protestante más aún que la católica) se basa principalmente en Pablo. Dentro de la misma tradición griega, la escuela alejandrina es más joánica, la antioqueña más paulina. Una hace consistir la salvación en la divinización, la otra en la imitación de Cristo.
La cruz, sabiduría de Dios y poder de Dios
Ahora quisiera mostrar qué comporta todo esto para nuestra búsqueda del rostro del Dios vivo. Al término de las meditaciones de Adviento hablé del Cristo de Juan que, en el mismo momento en que se hace carne, introduce en el mundo la vida eterna. Al final de estas meditaciones de Cuaresma, querría hablar del Cristo de Pablo que, en la cruz, cambia el destino de la humanidad. Escuchemos enseguida el texto donde aparece más clara la perspectiva paulina sobre la cual queremos reflexionar:
«Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación para salvar a los que creen. Pues los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados — judíos o griegos —, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1, 21-25).
El Apóstol habla de una novedad en el actuar de Dios, casi un cambio de ritmo y de método. El mundo no ha sabido reconocer a Dios en el esplendor y en la sabiduría de la creación; entonces él decide revelarse de modo opuesto, a través de la impotencia y la necedad de la cruz. No se puede leer esta afirmación de Pablo sin recordar el dicho de Jesús: «Te bendigo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las revelado a la gente sencilla» (Mt 11, 25).
¿Cómo interpretar este vuelco de valores? Lutero hablaba de un revelarse de Dios «sub contraria specie», es decir, a través de lo contrario de lo que uno se esperaría de él[1]. Él es potencia y se revela en la impotencia, es sabiduría y se revela en la necedad, es gloria y se revela en la ignominia, es riqueza y se revela en la pobreza.
La teología dialéctica de la primera mitad del siglo pasado llevó esta visión a sus últimas consecuencias. Entre el primer y el segundo modo de manifestarse de Dios no existe, según Karl Barth, continuidad, sino ruptura. No se trata de una sucesión sólo temporal, como entre Antiguo y Nuevo Testamento, sino de una oposición ontológica. En otras palabras, la gracia no construye sobre la naturaleza, sino contra ella; toca al mundo «como la tangente al círculo», es decir lo roza, pero sin penetrar dentro, como, en cambio, hace la levadura con la masa. Es la única diferencia que, según dice el mismo Barth, le retenía de llamarse católico; todas las demás le parecían, en comparación, de poca monta. A la analogía entis, él oponía la analogía fidei, es decir, a la colaboración entre naturaleza y gracia, la oposición entre la palabra de Dios y todo lo que pertenece al mundo.
Benedicto XVI, en su encíclica «Deus Caritas Est», muestra las consecuencias que tiene esta distinta visión a propósito del amor. Karl Barth escribió: «Donde entra en escena el amor cristiano, comienza inmediatamente el conflicto con el otro amor [el amor humano] y este conflicto no tiene fin[2]». Benedicto XVI escribe, por el contrario:
«Eros y agapé — amor ascendente y amor descendente — nunca llegan a separarse completamente […]. La fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones»[3].
La oposición radical entre naturaleza y gracia, entre creación y redención, fue atenuándose en los escritos posteriores del mismo Barth y ahora ya no encuentra casi seguidores. Por tanto, podemos acercarnos con más serenidad a la página del Apóstol para entender en qué consiste realmente la novedad de la cruz de Cristo.
Dios se ha manifestado en la cruz, sí, «bajo su contrario», pero bajo lo contrario de lo que los hombres han pensado siempre de Dios, no de lo que Dios es verdaderamente. Dios es amor y en la cruz se produjo la suprema manifestación del amor de Dios por los hombres. En cierto sentido, sólo ahora, en la cruz, Dios se revela «en la propia especie», en lo que le es propio. El texto de la primera Carta a los Corintios sobre el significado de la cruz de Cristo debe ser leído a la luz de otro texto de Pablo en la Carta a los Romanos:
«En efecto, cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5, 6-8).
El teólogo medieval bizantino Nicolás Cabasilas (1322-1392) nos proporciona la clave mejor para entender en qué consiste la novedad de la cruz de Cristo. Escribe:
«Dos cosas dan a conocer al amante verdadero y le aseguran el triunfo sobre el amado: hacerle todo el bien que le es posible y tolerar por su amor los más terribles tormentos: el sufrimiento es aún mayor prueba de amistad que el llenar de sus bienes. Pero Dios era inaccesible para todo sufrimiento y no podía ofrecer al hombre la prueba suprema de amor […]. Tenía que darnos alguna prueba y, pues nos amaba con locura, manifestarnos lo extremado de su amor. Para esto inventa y lleva a cabo este anonadamiento maravilloso. Y encuentra en ello la manera de poder sufrir los más atroces tormentos. Y habiéndole mostrado con su tortura la intensidad del amor, obliga al hombre, que antes le huía por el temor de su odio, a que se le acerque confiado»[4].
En la creación Dios nos ha llenado de dones, en la redención ha sufrido por nosotros. La relación entre las dos cosas es la de un amor de beneficencia que se hace amor de sufrimiento.
Pero, ¿qué ha ocurrido tan importante en la cruz de Cristo para hacer de ella el momento culminante de la revelación del Dios vivo de la Biblia? La criatura humana busca instintivamente a Dios en la línea de la potencia. El título que sigue al nombre de Dios es casi siempre «omnipotente». Y he aquí que, abriendo el Evangelio, se nos invita a contemplar la impotencia absoluta de Dios en la cruz. El Evangelio revela que la verdadera omnipotencia es la total impotencia del Calvario. Hace falta poca potencia para proseguir, en cambio, se requiere mucha para ponerse a un lado aparte, para borrarse. ¡El Dios cristiano es esta ilimitada potencia de ocultamiento de si!
La explicación última está, pues, en el nexo indisoluble que existe entre amor y humildad. «Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8). Se humilló haciéndose dependiente del objeto de su amor. El amor es humilde porque, por su naturaleza, crea dependencia. Lo vemos, en pequeño, por lo que ocurre cuando dos personas humanas se enamoran. El joven que, según el ritual tradicional, se arrodilla ante una chica para pedir su mano, hace el acto más radical de humildad de su vida, se hace mendigo. Es como si dijera: «Yo no me basto a mí mismo, necesito de ti para vivir». La diferencia esencial es que la dependencia de Dios respecto de sus criaturas nace únicamente por el amor que tiene hacia ellas, la de las criaturas entre sí, de la necesidad que tienen la una de la otra.
«La revelación de Dios como amor, escribió Henri de Lubac, obliga al mundo a revisar todas sus ideas sobre Dios»[5]. La teología y la exégesis están aún lejos, creo, de haber sacado de ello todas las consecuencias. Una de dichas consecuencias es ésta. Si Jesús sufre de forma atroz en la cruz no lo hace principalmente para pagar en lugar de los hombres su deuda insoluta. (¡Con la parábola de los dos siervos, en Lc 7, 41ss., explicó anticipadamente que la deuda de diez mil talentos fue cancelada por el rey gratuitamente!). No, Jesús muere crucificado para que el amor de Dios pudiera llegar al hombre en el punto más remoto en el cual se había alejado rebelándosele, es decir, en la muerte. Incluso la muerte está habitada por el amor de Dios. En su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI, escribió:
«La injusticia, el mal como realidad no puede simplemente ser ignorado, dejado estar. Debe ser eliminado, vencido. Esta es la verdadera misericordia. Y que ahora, puesto que los hombres no son capaces de ello, que lo haga Dios mismo: esta es la bondad incondicional de Dios»[6].
El motivo tradicional de la expiación de los pecados mantiene, como se ve, toda su validez, pero no el motivo último. El motivo último es «la bondad incondicional de Dios», su amor.
Podemos identificar tres etapas en el camino de la fe pascual de la Iglesia. Al comienzo hay solamente dos hechos escuetos: «Ha muerto, ha resucitado». «Vosotros lo crucificasteis, Dios lo ha resucitado», grita a las multitudes Pedro el día de Pentecostés (cf. Hch 2, 23-24). En una segunda fase, se plantea la pregunta: «¿Por qué murió y por qué ha resucitado?», y la respuesta es el kerygma: «Murió por nuestros pecados; ha resucitado para nuestra justificación» (cf. Rom 4, 25). Faltaba aún una pregunta: «Y, ¿por qué ha muerto por nuestros pecados? ¿Qué le ha empujado a hacerlo?» La respuesta (unánime, en este punto, de Pablo y de Juan) es: «Porque nos ha amado». «Me amó y se entregó a sí mismo por mí», escribe Pablo (Gál 2, 20); «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo», escribe Juan (Jn 13, 1).
Nuestra respuesta
¿Cuál será nuestra respuesta frente al misterio que hemos contemplado y que la liturgia nos hará revivir en la Semana Santa? La primera y fundamental respuesta es la de la fe. No una fe cualquiera, sino la fe mediante la cual nos apropiamos de lo que Cristo ha adquirido para nosotros. La fe que “arrebata” el reino de los cielos (Mt 11, 12). El Apóstol concluye con estas palabras el texto del que hemos partido:
«Cristo Jesús [se convirtió] para nosotros en sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención. Y así — como está escrito —: el que se gloríe, que se gloríe en el Señor» (1 Cor 1, 30-31).
Lo que Cristo ha llegado a ser «para nosotros» — justicia, santidad y redención — nos pertenece; ¡es más nuestro que si lo hubiéramos hecho nosotros! Yo no me canso de repetir, a este respecto, lo que escribió san Bernardo:
«Yo, en verdad, tomo con confianza para mí (¡usurpo!) lo que me falta de las entrañas del Señor, porque rebosan misericordia. […] Mi mérito, por lo tanto, es la misericordia del Señor. No careceré seguramente de mérito mientras el Señor no carezca de misericordia. Si las misericordias del Señor son muchas, yo también soy muy grande por lo que respecta a los méritos […] ¿Cantaré acaso mi justicia? “Señor, recordaré sólo tu justicia” (cf. Sal 71, 16). Ella es, en verdad, también mía; porque tú te has hecho para mí justicia que viene de Dios (cf. 1 Cor 1, 30)»[7].
No dejemos pasar la Pascua sin haber hecho, o renovado, el golpe de audacia de la vida cristiana que nos sugiere san Bernardo. San Pablo exhorta a menudo a los cristianos a “despojarse del hombre viejo” y «revestirse de Cristo»[8]. La imagen del desvestirse y revestirse no indica una operación sólo ascética, consistente en abandonar ciertos «hábitos» y sustituirlos con otros, es decir, en abandonar los vicios y adquirir las virtudes. Es, ante todo, una operación que hay que hacer mediante la fe. Uno se pone ante el crucifijo y, con un acto de fe, le entrega todos sus pecados, la propia miseria pasada y presente, como quien se despoja y arroja en el fuego sus trapos sucios. Luego se reviste de la justicia que Cristo ha adquirido para nosotros; dice, como el publicano en el templo: «¡Oh Dios ten piedad de mí, pecador!», y vuelve a casa como él, «justificado» (cf. Lc 18, 13-14). ¡Esto sería realmente un «hacer la Pascua», realizar el santo «tránsito»!
Naturalmente, no todo termina aquí. De la apropiación debemos pasar a la imitación. Cristo — señalaba el filósofo Kierkegaard a sus amigos luteranos — no es sólo «el don de Dios que hay que aceptar mediante la fe»; es también «el modelo a imitar en la vida»[9]. Quisiera destacar un punto concreto sobre el que tratar de imitar el actuar de Dios: lo que Cabasilas destacó con la distinción entre el amor de beneficencia y el amor de sufrimiento.
En la creación, Dios ha demostrado su amor por nosotros llenándonos de dones: la naturaleza con su magnificencia fuera de nosotros, la inteligencia, la memoria, la libertad y todos los demás dones dentro de nosotros. Pero no le bastó. En Cristo quiso sufrir con nosotros y por nosotros. Así sucede también en las relaciones de las criaturas entre ellas. Cuando brota un amor, se siente inmediatamente la necesidad de manifestarlo haciendo regalos a la persona amada. Es lo que hacen los novios entre sí. Pero sabemos cómo funcionan las cosas: una vez casados, afloran los límites, las dificultades, las diferencias de carácter. Ya no basta hacer regalos; para avanzar y mantener vivo el matrimonio, hay que aprender a «llevar los pesos uno del otro» (cf. Gál 6, 2), y a sufrir el uno por el otro y el uno con otro. Así el eros, sin menguar en sí mismo, se convierte también en ágape, amor de donación y no sólo de búsqueda. Benedicto XVI, en la encíclica citada (n.7) , se expresa así:
Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente — fascinación por la gran promesa de felicidad —, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará «ser para» el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don.
La imitación del actuar de Dios no se refiere sólo al matrimonio y a los casados; en un sentido distinto, nos toca a todos nosotros, los consagrados antes que a cualquier otro. El progreso, en nuestro caso, consiste en pasar de hacer muchas cosas por Cristo y por la Iglesia, a sufrir por Cristo y por la Iglesia. Sucede en la vida religiosa lo que sucede en el matrimonio y no hay que asombrarse de ello, desde el momento que es también un matrimonio, un desposorio con Cristo.
Una vez la Madre Teresa de Calcuta hablaba a un grupo de mujeres y las exhortaba a sonreír a su marido. Una de ellas la objetó: «Madre, usted habla así porque no está casada y no conoce a mi marido». Ella le respondió: «Te equivocas. También yo estoy casada y te aseguro que a veces no es fácil tampoco para mí sonreír a mi Esposo». Después de su muerte se ha descubierto a qué aludía la santa con aquellas palabras. Tras la llamada a ponerse al servicio de los más pobres de los pobres, emprendió con entusiasmo el trabajo por su divino Esposo, poniendo en pie obras que maravillaron al mundo entero.
Muy pronto, sin embargo, la alegría y entusiasmo disminuyeron, ella cayó en una noche oscura que la acompañó durante todo el resto de la vida. Llegó a dudar si tenía todavía fe, hasta el punto de que cuando, tras su muerte, fueron publicados sus diarios íntimos, alguien totalmente desconocedor de las cosas del Espíritu, habló incluso de un «ateísmo de la Madre Teresa». La santidad extraordinaria de la Madre Teresa está en el hecho de que vivió todo esto en el más absoluto silencio con todos, escondiendo su desolación interior bajo una sonrisa constante del rostro. En ella se ve lo qué significa pasar de hacer las cosas para Dios, al sufrir por Dios y por la Iglesia.
Es una meta muy difícil, pero afortunadamente Jesús en la cruz no solo nos ha dado el ejemplo de este tipo nuevo de amor; nos ha merecido también la gracia de hacerlo nuestro, de apropiárnoslo mediante la fe y los sacramentos. Prorrumpa, pues, en nuestro corazón, durante la Semana Santa, el grito de la Iglesia: «Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum». Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz has redimido el mundo.
¡Santo Padre, venerables Padres, hermanos y hermanas: feliz y santa Pascua!
[1] Cf. Martin Lutero, De servo arbitrio: WA, 18, 633; cf. también WA, 56, pp. 392. 446-447.
[2] Karl Barth, Dommatica eclesiale, IV, 2, 832-852. La incompatibilidad entre amor humano y amor divino es la tesis de Anders Nygren, Eros y ágape, Sagitario, Barcelona 1969. (Edición original sueca (Estocolmo 1930).
[3] Benedicto XVI, Deus Caritas Est, nn. 7-8.
[4] Nicolás Cabasilas, Vida en Cristo, VI, 2: PG 150, 645 [trad.esp. La vida en Cristro (Rialp, Madrid 41999) 189 ].
[5] H. de Lubac, Histoire et esprit, Paris 1950, Ch.5.
[6] Cf. J. Ratzinger – Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, Parte II (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2011) 151 [trad. esp. Jesús de Nazaret (BAC, Madrid 2015)].
[7] San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar, 61, 4-5: PL 183,1072.
[8] Cf. Col 3,9; Rom 13,14; Gál 3,27; Ef 4,24).
[9] Cf. Søren Kierkegaard, Diarios, X1, A, 154 (año 1849).
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