CATEQUESIS DEL PAPA: LA SOLEDAD NO DA SALIDAS, LA ORACIÓN SÍ (17/04/2019)

En su catequesis de este 17 de abril, el Santo Padre dijo que, hoy reflexionamos sobre tres palabras que Jesús dirige al Padre durante el momento de su Pasión. La primera es: «Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo». La gloria – precisó el Pontífice – significa la revelación de Dios como signo de su presencia salvadora entre los hombres. En la cruz, Jesús manifiesta su gloria porque es allí donde está realizando de forma definitiva la salvación a los hombres. La verdadera gloria es la del amor. En la Pascua – insistió – comprobamos cómo el Padre glorifica al Hijo, mientras el Hijo glorifica al Padre. Ninguno se glorifica a sí mismo, sino al otro. Así, el actuar de Dios nos tiene que interpelar, para que no busquemos nuestra propia gloria sino la de Dios y la de los demás. Compartimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estas semanas estamos reflexionando sobre la oración del “Padre Nuestro”. Ahora, en la vigilia del Triduo pascual, detengámonos en algunas palabras con las que Jesús, durante la Pasión, oró al Padre.

La primera invocación tiene lugar después de la Ultima Cena, cuando el Señor «alzados los ojos al cielo, dice: “Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo – y después – glorifícame frente a Ti con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuera”» (Jn 17, 1.5). Jesús pide la gloria, una petición que parece paradójica mientras la Pasión está a las puertas. ¿De qué gloria se trata ?. La gloria en la Biblia, indica la revelación de Dios, es el signo distintivo de su presencia salvadora entre los hombres. Ahora, Jesús es Aquel que manifiesta de forma definitiva la presencia y la salvación de Dios. Y lo hace en la Pascua: levantado en la cruz, es glorificado (cf. Jn 12, 23-33). Allí Dios finalmente revela su gloria: quita el último velo y nos sorprende como nunca antes. Descubrimos en efecto que la gloria de Dios es toda amor: amor puro, loco e impensable, más allá de cualquier límite y medida.

Hermanos y hermanas, hagamos nuestra la oración de Jesús: pidamos al Padre que quite el velo de nuestros ojos para que en estos días, mirando al Crucificado, podamos acoger que Dios es amor. ¡Cuántas veces lo imaginamos patrón y no Padre, cuántas veces lo pensamos juez severo más que Salvador misericordioso! Pero Dios en la Pascua anula las distancias, mostrándose en la humildad de un amor que pide nuestro amor. Nosotros, pues, le damos gloria cuando vivimos todo lo que hacemos con amor, cuando hacemos todo con el corazón, como para Él (cf. Col 3, 17). La verdadera gloria es la gloria del amor, porque es la única que da la vida al mundo. Es cierto, esta gloria es lo contrario de la gloria mundana, que llega cuando se es admirado, se es alabado, se es aclamado: cuando yo soy el centro de la atención. La gloria de Dios, en cambio, es paradójica: sin aplausos, sin público. En el centro no está el yo, sino el otro: en la Pascua vemos de hecho que el Padre glorifica al Hijo mientras que el Hijo glorifica al Padre. Ninguno se glorifica a sí mismo. Podemos preguntarnos hoy, nosotros: “¿Cuál es la gloria para la que vivo? ¿La mía o la de Dios? ¿Deseo sólo recibir de los otros o también dar a los otros?”

Después de la Última Cena entra en el huerto de Getsemaní; también aquí ora al Padre. Mientras los discípulos no logran estar despiertos y Judas está llegando con los soldados, Jesús comienza a sentir «miedo y angustia». Experimenta toda la angustia por lo que le espera: traición, desprecio, sufrimiento, fracaso. Está «triste» y allí, en el abismo, en esa desolación, dirige al Padre la palabra más tierna y dulce: «Abbà», o sea papá (cf. Mc 14, 33-36). En la prueba Jesús nos enseña a abrazar al Padre, porque en la oración a Él está la fuerza para seguir adelante en el dolor. En la fatiga la oración es alivio, confianza, consuelo. En el abandono de todos, en la desolación interior Jesús no está solo, está con el Padre. Nosotros, en cambio, en nuestros Getsemaníes a menudo elegimos quedarnos solos en lugar de decir “Padre” y confiarnos a Él, como Jesús, confiarnos a su voluntad, que es nuestro verdadero bien. Pero cuando en la prueba nos quedamos encerrados en nosotros mismos, excavamos un túnel interior, un doloroso recorrido introvertido que tiene una sola dirección: cada vez más al fondo de nosotros mismos. El problema más grande no es el dolor, sino cómo se le enfrenta. La soledad no ofrece caminos de salida; la oración, sí, porque es relación, es confianza. Jesús confía todo y todo se confía al Padre, llevándole lo que siente, apoyándose en Él en la lucha. Cuando entremos en nuestros Getsemaníes – cada uno tiene sus propios Getsemaníes o los ha tenido o los tendrá – acordémonos de orar así: “Padre”.

En fin, Jesús dirige al Padre una tercera oración por nosotros: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Jesús ora por los que han sido malvados con Él, por sus asesinos. El Evangelio especifica que esta oración ocurre en el momento de la crucifixión. Probablemente fue el momento del dolor más agudo cuando a Jesús le eran clavados los clavos en las muñecas y en los pies. Aquí, en la cumbre del dolor, llega a la cima el amor: llega el perdón, es decir, el don a la enésima potencia, que rompe el círculo del mal. Queridos hermanos y hermanas: orando en estos días el “Padre Nuestro”, podemos pedir una de estas gracias: vivir nuestros días para la gloria de Dios, es decir, vivir con amor; saber confiarnos al Padre en las pruebas y decir “papá” y hallar en el encuentro con el Padre el perdón y el valor de perdonar. Ambas cosas van juntas. El Padre nos perdona, pero nos da el valor para poder perdonar.

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