CATEQUESIS DEL PAPA: TODOS SOMOS DEUDORES ANTE DIOS (10/04/2019)
A pesar de la lluviosa mañana, este 10 de abril los peregrinos concurrieron numerosos a la Plaza de San Pedro, provistos de paraguas e impermeables para la Audiencia General del Papa Francisco. En este día el Santo Padre prosiguió con su serie de catequesis sobre el Padre Nuestro, adentrándose en “el campo de nuestras relaciones con los demás”, pues, como él mismo dijo, tras pedirle el pan de cada día, Jesús nos enseña a pedirle al Padre el perdón por nuestras ofensas: «Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6, 12). El Papa Francisco señaló que el cristiano que hace oración, en primer lugar, pide a Dios que le perdone sus deudas, es decir, sus pecados, las cosas malas que hace y esta es la primera verdad de toda oración. Y esto, ¿por qué? El Pontífice explicó que “estamos en deuda sobre todo porque en esta vida hemos recibido mucho: la existencia, un padre y una madre, la amistad, las maravillas de la creación.... Aunque todos pasemos por días difíciles, debemos recordar siempre que la vida es una gracia, es el milagro que Dios extrajo de la nada”. Reproducimos a continuación el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:
Después de pedir a Dios el pan de cada día, la oración del “Padre Nuestro” entra en el campo de nuestras relaciones con los demás. Jesús nos enseña a pedirle al Padre: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6, 12). Así como necesitamos el pan, así necesitamos el perdón. Y esto, cada día.
El cristiano que ora pide ante todo a Dios que sean perdonadas sus deudas, es decir sus pecados, las cosas malas que hace. Esta es la primera verdad de toda oración: aunque fuéramos personas perfectas, aunque fuéramos santos cristalinos que no se desvían nunca de una vida de bien, somos siempre hijos que le deben todo al Padre. La actitud más peligrosa de toda vida cristiana, ¿cuál es? Es el orgullo. Es la actitud de quien se pone frente a Dios pensando que siempre tiene las cuentas en orden con Él: el orgulloso cree que tiene todo en su lugar. Como aquél fariseo de la parábola, que en el templo piensa que hace oración pero que, en realidad, se alaba a sí mismo ante Dios: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás”. Es la gente que se siente perfecta, la gente que critica a los demás, es gente orgullosa. Ninguno de nosotros es perfecto, ninguno. Por el contrario el publicano, que estaba detrás, en el templo, un pecador despreciado por todos, se detiene en el umbral del templo, y no se siente digno de entrar, y se confía a la misericordia de Dios. Y Jesús comenta: «Este, a diferencia del otro, regresó a su casa justificado» (Lc 18, 14), o sea, perdonado, salvado. ¿Por qué? Porque no era orgulloso, porque reconocía sus limitaciones y sus pecados.
Hay pecados que se ven y pecados que no se ven. Hay pecados flagrantes que hacen ruido, pero hay también pecados tortuosos, que se anidan en el corazón sin que nos demos cuenta. El peor de estos es la soberbia que puede contagiar también a las personas que viven una vida religiosa intensa. Había una vez un convento de monjas, en el año 1600-1700, famoso, en la época del jansenismo: eran perfectísimas y se decía de ellas que eran purísimas como los ángeles, pero soberbias como los demonios. Es algo muy feo. El pecado divide la fraternidad, el pecado nos hace presumir que somos mejores que los demás, el pecado nos hace creer que somos similares a Dios.
Y, en cambio ante Dios somos todos pecadores y tenemos razones para golpearnos el pecho –¡todos! – como aquel publicano en el templo. San Juan, en su Primera Carta, escribe: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1, 8). Si quieres engañarte, di que no tienes pecado: así te estás engañando.
Somos deudores ante todo porque en esta vida hemos recibido mucho: la existencia, un padre y una madre, la amistad, las maravillas de la creación... Incluso si a todos nos toca pasar días difíciles, debemos siempre recordarnos que la vida es una gracia, es el milagro que Dios extrajo de la nada.
En segundo lugar somos deudores porque, aunque consigamos amar, ninguno de nosotros es capaz de hacerlo con sus propias fuerzas. El amor verdadero es cuando podemos amar, pero con la gracia de Dios. Ninguno de nosotros brilla con luz propia. Es lo que los antiguos teólogos llamaban “mysterium lunae” no sólo en la identidad de la Iglesia, sino también en la historia de cada uno de nosotros. ¿Qué significa este “mysterium lunae”? Que es como la luna, que no tiene luz propia: refleja la luz del sol. Tampoco nosotros tenemos luz propia: la luz que tenemos es un reflejo de la gracia de Dios, de la luz de Dios. Si amas es porque alguien, fuera de ti, te sonrió cuando eras un niño, enseñándote a responder con una sonrisa. Si amas es porque alguien junto a ti te despertó al amor, haciéndote comprender que en ello reside el sentido de la existencia.
Tratemos de escuchar la historia de cualquier persona que se ha equivocado: un encarcelado, un condenado, un drogadicto… conocemos a mucha gente que se equivoca en la vida. Sin perjuicio de la responsabilidad, que es siempre personal, te preguntas a veces quién debe ser culpado por sus errores, si solamente a su conciencia, o a la historia de odio y abandono que cada uno llevan tras de sí.
Y este es el misterio de la luna: amamos ante todo porque hemos sido amados, perdonamos porque hemos sido perdonados. Y si alguien no ha sido iluminado por la luz del sol, se vuelve helado como la tierra en invierno.
¿Cómo no reconocer, en la cadena de amor que nos precede, también la presencia providente del amor de Dios? Ninguno de nosotros ama a Dios tanto como Él nos ha amado. Basta ponerse frente a un crucifijo para comprender la desproporción: Él nos ha amado y siempre nos ama primero.
Oremos, entonces: Señor, incluso el más santo entre nosotros no deja de ser deudor tuyo. Oh Padre, ¡ten piedad de todos nosotros!
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