EL MUNDO NECESITA VER PROFETAS EN LOS DISCÍPULOS DE JESÚS: ÁNGELUS DEL 03/02/2019

Al mediodía de este 3 de febrero, el IV del Tiempo Ordinario, el Papa Francisco se asomó a la ventana del Palacio Apostólico para rezar el Ángelus junto a los fieles presentes en la Plaza de San Pedro, exactamente una hora antes de partir hacia su 27º Viaje Apostólico Internacional, esta vez con destino a los Emiratos Árabes Unidos. Antes de reflexionar sobre el Evangelio del día, que presenta el relato de Jesús en la Sinagoga, recordó a los presentes que este episodio es la continuación del Evangelio del domingo pasado, en el que Jesús lee el pasaje del profeta Isaías revelando que sus palabras se cumplen en Él, y presentándose como Aquel en quien se ha depositado el Espíritu del Señor. El Papa Francisco explicó que el mundo necesita “personas que siguen el empuje del Espíritu Santo que los envía a anunciar esperanza y salvación a los pobres y excluidos; que siguen la lógica de la fe y no del milagro; dedicadas al servicio de todos, sin privilegios ni exclusiones”. Reproducimos a continuación, el texto completo de su alocución, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El domingo pasado la liturgia nos propuso el episodio de la sinagoga de Nazaret, donde Jesús lee un pasaje del profeta Isaías y al final revela que esas palabras se cumplen “hoy”, en Él. Jesús se presenta como aquel en quien se ha posado el Espíritu del Señor, el Espíritu Santo que lo consagró y lo envió a cumplir la misión de salvación en favor de la humanidad. El Evangelio de hoy (cf. Lc 4, 21-30) es la continuación de ese relato y nos muestra el asombro de sus conciudadanos al ver que uno de sus compatriotas, «el hijo de José» (v. 22), pretende ser el Cristo, el enviado del Padre.

Jesús, con su capacidad de penetrar en las mentes y los corazones, entiende inmediatamente lo que piensan sus paisanos. Creen que, siendo Él uno de ellos, debe demostrar su extraña “pretensión” haciendo milagros allí, en Nazaret, como ha hecho en los pueblos vecinos (v. 23). Pero Jesús no quiere y no puede aceptar esta lógica, porque no corresponde con el plan de Dios: Dios quiere la fe, ellos quieren los milagros, los signos; Dios quiere salvar a todos, y ellos quieren un Mesías para su propio beneficio. Y para explicar la lógica de Dios, Jesús trae el ejemplo de dos grandes profetas antiguos: Elías y Eliseo, a quienes Dios envió para curar y salvar a personas no judías, de otros pueblos, pero que habían confiado en su palabra.

Ante esta invitación a abrir sus corazones a la gratuidad y a la universalidad de la salvación, los ciudadanos de Nazaret se rebelan, e incluso asumen una actitud agresiva, que degenera hasta el punto de que «se levantaron y lo sacaron de la ciudad y lo condujeron a lo alto de un monte […], para lanzarlo desde allí» (v. 29). La admiración del primer instante se transforma en una agresión, una rebelión en contra de Él.

Y este Evangelio nos muestra que el ministerio público de Jesús comienza con un rechazo y con una amenaza de muerte, paradójicamente justo por parte de sus conciudadanos. Jesús, al vivir la misión confiada por el Padre, sabe bien que debe enfrentar la fatiga, el rechazo, la persecución y la derrota. Un precio que, ayer como hoy, la profecía auténtica está llamada a pagar. El duro rechazo, sin embargo, no desanima a Jesús, ni detiene el camino y la fecundidad de su acción profética. Va adelante en su camino (v. 30), confiando en el amor del Padre.

También hoy, el mundo necesita ver en los discípulos del Señor a profetas, es decir, personas valerosas y perseverantes en responder a la vocación cristiana. Personas que siguen el “impulso” del Espíritu Santo, que los envía para anunciar esperanza y salvación a los pobres y a los excluidos; personas que siguen la lógica de la fe y no de lo “milagrero”; personas dedicadas al servicio de todos, sin privilegios ni exclusiones. En pocas palabras: personas que se abren a acoger en sí mismas la voluntad del Padre y se comprometan a dar testimonio de ella fielmente a los demás.

Oremos a María Santísima, para que podamos crecer y caminar en el mismo ardor apostólico por el Reino de Dios que animó la misión de Jesús.

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