CONFIGUREN CADA VEZ MÁS SU CORAZÓN CON EL DE CRISTO: HOMILÍA DE LEÓN XIV EN LA SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS (27/06/2025)

En la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y XXIX Jornada Mundial de Oración por la Santificación de los Sacerdotes, instituida por Juan Pablo II en 1995, el Papa León XIV presidió la mañana de este 27 de junio, en la Basílica de San Pedro, la Misa con las ordenaciones sacerdotales, con la que concluyó también el Jubileo de los Sacerdotes. El Santo Padre centró su homilía en cómo los sacerdotes pueden hacer «presente en el mundo» el «misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Señor» que les ha sido “confiado” y cómo pueden «contribuir a esta obra de salvación». Compartimos a continuación el texto de su homilía, traducido del italiano:

Hoy, Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, Jornada para la Santificación Sacerdotal, celebramos con alegría esta Eucaristía en el Jubileo de los Sacerdotes.

Me dirijo, por tanto, en primer lugar, a ustedes, queridos hermanos presbíteros, que han venido a la tumba del apóstol Pedro para cruzar la Puerta Santa, para volver a sumergir en el Corazón del Salvador sus vestiduras bautismales y sacerdotales. Para algunos de los presentes, además, tal gesto se realiza en un día único de su vida: el de la Ordenación.

Hablar del Corazón de Cristo en este contexto es hablar de todo el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Señor, confiado de manera particular a nosotros para que lo hagamos presente en el mundo. Por eso, a la luz de las lecturas que hemos escuchado, reflexionemos juntos sobre cómo podemos contribuir a esta obra de salvación.

En la primera, el profeta Ezequiel nos habla de Dios como un pastor que revisa su rebaño, contando sus ovejas una por una: va en busca de las perdidas, cura a las heridas, sostiene a las débiles y enfermas (cf. Ez 34, 11-16). Nos recuerda así, en un tiempo de grandes y terribles conflictos, que el amor del Señor, del cual estamos llamados a dejarnos abrazar y moldear, es universal, y que a sus ojos – y en consecuencia también a los nuestros – no hay lugar para divisiones ni odios de ningún tipo.

En la segunda lectura (cf. Rom 5, 5-11), San Pablo, recordándonos que Dios nos reconcilió «cuando todavía éramos débiles» (v. 6) y «pecadores» (v. 8), nos invita a abandonarnos a la acción transformadora de su Espíritu que habita en nosotros, en un cotidiano camino de conversión. Nuestra esperanza se basa en la conciencia de que el Señor no nos abandona: nos acompaña siempre. Nosotros, sin embargo, estamos llamados a cooperar con Él, ante todo, poniendo al centro de nuestra existencia la Eucaristía, «fuente y culmen de toda la vida cristiana» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 11); luego «a través de la fructuosa recepción de los sacramentos, sobre todo con la confesión sacramental frecuente» (id., Decr. Presbyterorum ordinis, 18); y, finalmente, con la oración, la meditación de la Palabra y el ejercicio de la caridad, conformando cada vez más nuestro corazón al del «Padre de las misericordias» (ibid.).

Y esto nos lleva al Evangelio que hemos escuchado (cf. Lc 15, 3-7), en el que se habla de la alegría de Dios – y de todo pastor que ama según su Corazón – por el regreso al redil de una sola de sus ovejas. Es una invitación a vivir la caridad pastoral con el mismo espíritu generoso del Padre, cultivando en nosotros su deseo: que nadie se pierda (cf. Jn 6, 39), sino que todos, también a través de nosotros, conozcan a Cristo y tengan en Él la vida eterna (cf. Jn 6, 40). Es una invitación a unirnos íntimamente a Jesús (cf. Presbyterorum ordinis, 14), semilla de concordia entre los hermanos, cargando sobre nuestros hombros a quien se ha perdido, dando el perdón a quien se ha equivocado, yendo en busca de quien se ha alejado o ha quedado excluido, cuidando a quien sufre en el cuerpo y en el espíritu, en un gran intercambio de amor que, naciendo del costado traspasado del Crucificado, envuelve a todos los hombres y llena al mundo. El Papa Francisco escribía al respecto: «De la herida del costado de Cristo sigue brotando ese río que jamás se agota, que no pasa, que se ofrece siempre de nuevo a quien quiera amar. Sólo su amor hará posible una nueva humanidad» (Carta enc. Dilexit nos, 219).

El ministerio sacerdotal es un ministerio de santificación y reconciliación para la unidad del Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 7). Por eso, el Concilio Vaticano II pide a los presbíteros que hagan todo lo posible por «conducir a todos a la unidad en la caridad» (Presbyterorum ordinis, 9), armonizando las diferencias para que «nadie […] se sienta extraño» (ibid.). Y les recomienda que estén unidos al Obispo y al presbiterio (cf. ibid., 7-8). En efecto, cuanto mayor sea la unidad entre nosotros, tanto más sabremos conducir también a los demás al redil del Buen Pastor, para vivir como hermanos en la única casa del Padre.

San Agustín, a este respecto, en un sermón pronunciado con ocasión del aniversario de su Ordenación, hablaba de un fruto gozoso de comunión que une a fieles, presbíteros y Obispos, y que tiene su raíz en el sentirse todos rescatados y salvados por la misma gracia y por la misma misericordia. Pronunciaba, precisamente en ese contexto, la famosa frase: «Para ustedes, de hecho, soy Obispo, con ustedes soy cristiano» (Sermón 340, 1).

En la Misa solemne del inicio de mi pontificado, expresé ante el Pueblo de Dios un gran deseo: «Una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado» (18 mayo 2025). Hoy vuelvo a compartirlo con todos ustedes: reconciliados, unidos y transformados por el amor que brota abundantemente del Corazón de Cristo, caminemos juntos tras sus huellas, humildes y decididos, firmes en la fe y abiertos a todos en la caridad, llevemos al mundo la paz del Resucitado, con esa libertad que viene de sabernos amados, elegidos y enviados por el Padre.

Y ahora, antes de concluir, me dirijo a ustedes, muy queridos ordenandos que, dentro de poco, por la imposición de las manos del Obispo y con una renovada efusión del Espíritu Santo, se convertirán en sacerdotes. Les digo algunas cosas sencillas, pero que considero importantes para su futuro y para el de las almas que les serán confiadas. Amen a Dios y a los hermanos, sean generosos, fervorosos en la celebración de los Sacramentos, en la oración, especialmente en la Adoración, y en el ministerio; sean cercanos a su grey, donen su tiempo y sus energías a todos, sin escatimarse, sin hacer diferencias, como nos enseñan el costado abierto del Crucificado y el ejemplo de los santos. Y a este respecto, recuerden que la Iglesia, en su historia milenaria, ha tenido – y tiene todavía hoy – figuras maravillosas de santidad sacerdotal: a partir de la comunidad de los orígenes, la Iglesia ha generado y conocido, entre sus sacerdotes, mártires, apóstoles infatigables, misioneros y campeones de la caridad. Atesoren tanta riqueza: interésense por sus historias, estudien sus vidas y sus obras, imiten sus virtudes, déjense encender por su celo, invoquen con frecuencia, con insistencia, su intercesión. Nuestro mundo propone muy a menudo modelos de éxito y prestigio discutibles e inconsistentes. No se dejen fascinar por ellos. Miren más bien el sólido ejemplo y los frutos del apostolado, muchas veces escondido y humilde, de quien en la vida ha servido al Señor y a los hermanos con fe y dedicación, y mantengan su memoria con su fidelidad.

Encomendémonos finalmente todos a la maternal protección de la Bienaventurada Virgen María, Madre de los sacerdotes y Madre de la esperanza: que sea Ella quien acompañe y sostenga nuestros pasos, para que cada día podamos configurar cada vez más nuestro corazón al de Cristo, sumo y eterno Pastor.

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