CATEQUESIS DEL PAPA: LA GRACIA DE UNA TOTAL CONFIANZA EN DIOS (12/12/2018)

“Continuamos con nuestra reflexión sobre el Padre Nuestro. Jesús enseña esta oración a sus discípulos, es una oración breve, con siete peticiones, número que en la Biblia significa plenitud. Es también una oración audaz, porque Jesús invita a sus discípulos a dejar atrás el miedo y a acercarse a Dios con confianza filial, llamándolo familiarmente «Padre»”, lo dijo el Papa Francisco en la Audiencia General de este 12 de diciembre de 2018, continuando con su ciclo de catequesis dedicadas a la oración del Padre Nuestro. El Santo Padre dijo que, Jesús invita a sus discípulos a acercarse a Dios y a dirigirle con confianza algunas peticiones: sobre todo en relación a Él y luego en relación a nosotros. “No hay preámbulos en el Padre Nuestro”. Reproducimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos el camino de catequesis sobre el “Padre Nuestro”, que comenzó la semana pasada. Jesús pone en los labios de sus discípulos una oración breve, audaz, compuesta de siete peticiones – un número que en la Biblia no es accidental, indica plenitud. Digo audaz porque, si no la hubiera sugerido el Cristo, probablemente ninguno de nosotros – es más, ninguno de los teólogos más famosos – se atrevería a orar a Dios de esta manera.

Jesús de hecho invita a sus discípulos a acercarse a Dios y a dirigirle con confianza algunas peticiones: ante todo con respecto a Él y luego con respecto a nosotros. No hay preámbulos en el “Padre Nuestro”. Jesús no enseña fórmulas para “congraciarse” con el Señor, por el contrario, invita a orarle, haciendo caer las barreras de la sujeción y el miedo. No dice que hay que dirigirse a Dios llamándole “Todopoderoso”, “Altísimo”, “Tú que estás tan lejos de nosotros, yo soy un miserable”: no, no dice así, sino simplemente «Padre», con toda simplicidad, como los niños se dirigen al papá. Y esta palabra “Padre”, expresa la confianza y la seguridad filial.

La oración del “Padre Nuestro” hunde sus raíces en la realidad concreta del hombre. Por ejemplo, nos hace pedir el pan, el pan cotidiano: solicitud simple pero esencial, que dice que la fe no es una cuestión “decorativa”, separada de la vida, que interviene cuando se han satisfecho todas las demás necesidades. Si acaso la oración comienza con la vida misma. La oración – nos enseña Jesús – no empieza en la existencia humana después de que el estómago está lleno: más bien se anida donde quiera que haya un hombre, cualquier hombre que tenga hambre, que llora, que lucha, que sufra y se pregunta “por qué”. Nuestra primera oración, en cierto sentido, fue el gemido que acompañó el primer aliento. En ese llanto de recién nacido se anunciaba el destino de toda nuestra vida: nuestra continua hambre, nuestra continua sed, nuestra búsqueda de felicidad.

Jesús, en la oración, no quiere extinguir lo humano, no quiere anestesiarlo. No quiere que moderemos las solicitudes y las peticiones aprendiendo a soportar todo. Quiere en cambio que todo sufrimiento, toda inquietud, se eleve hacia el cielo y se convierta en diálogo.
Tener fe, decía una persona, es acostumbrarse al grito.

Deberíamos ser todos como el Bartimeo del Evangelio (cf. Mc 10, 46-52) – recordemos ese pasaje del Evangelio, Bartimeo, el hijo de Timeo –, ese hombre ciego que mendigaba en las puertas de Jericó. A su alrededor había mucha gente buena que le intimaba para que se callara: “¡Pero, cállate! Está pasando el Señor. Cállate. No molestes El Maestro tiene mucho que hacer; no lo molestes. Fastidias con tus gritos. No molestes”. Pero él, no escuchaba esos consejos: con santa insistencia, pretendía que su mísera condición pudiera finalmente encontrar a Jesús. ¡Y gritaba más fuerte! Y la gente educada: “Pero no, es el Maestro ¡por favor! ¡Te ves muy mal!” Y él gritaba porque quería ver, quería ser curado: «Jesús, ten piedad de mí! » (v. 47). Jesús le devuelve la vista y le dice: «Tu fe te ha salvado» (v.52), casi como para explicar que lo decisivo para su curación había sido la oración, esa invocación gritada con fe, más fuerte que “el sentido común” de tanta gente que quería hacerlo callar. La oración no sólo precede a la salvación, sino que de alguna manera ya la contiene, porque libera de la desesperación de quien no cree que haya una salida para tantas situaciones insoportables.

Es cierto, después, los creyentes sienten también la necesidad de alabar a Dios. Los Evangelios recogen la exclamación de alegría que brota del corazón de Jesús, lleno de asombro agradeciendo al Padre (cf. Mt 11, 25-27). Los primeros cristianos sentían incluso la exigencia de agregar al texto del “Padre Nuestro” una doxología: «Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos de los siglos» (Didaché, 8, 2).

Pero ninguno de nosotros tiene por qué abrazar la teoría propuesta en el pasado por algunos, es decir que la oración de petición sea una forma débil de la fe, mientras que la oración más auténtica sería la de alabanza pura, la que busca a Dios sin el peso de alguna petición. No, eso no es verdad. La oración de petición es auténtica, es espontánea, es un acto de fe en Dios que es el Padre, que es bueno, que es todopoderoso. Es un acto de fe en mí, que soy pequeño, pecador, necesitado. Y por eso la oración, para pedir algo, es muy noble. Dios es el Padre que tiene una inmensa compasión de nosotros, y quiere que sus hijos le hablen sin miedo, directamente llamándole “Padre”; o en las dificultades diciendo: “Pero, Señor, ¿qué me has hecho?” Por eso podemos contarle todo, incluso las cosas que en nuestra vida siguen estando torcidas e incomprensibles. Y nos ha prometido que estará con nosotros para siempre, hasta el último día que pasemos en esta tierra. Recemos el Padre Nuestro, empezando así, simplemente: “Padre” o “Papá”. Y Él nos entiende y nos ama mucho.

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