CATEQUESIS DEL PAPA: JESÚS NOS PIDE UN CORAZÓN ABIERTO (28/02/2018)

Este miércoles 28 de febrero el Papa Francisco presidió la Audiencia General en el Aula Pablo VI del Vaticano, a causa del gran frío en Roma. Tras oír junto a los fieles el pasaje del Evangelio de San Marcos que presenta la multiplicación de los panes y de los peces, el Pontífice siguió reflexionando sobre la Santa Misa, y esta vez prosiguió con la Liturgia Eucarística. “En la liturgia eucarística, la Iglesia, obediente al mandato de Jesús, hace presente el sacrificio de la nueva alianza sellada por Él en el altar de la Cruz” dijo en nuestro idioma. “Para ello, usa los mismos signos y gestos que realizó Jesús la víspera de su pasión. El primero es la preparación de los dones, momento en el que se traen al altar el pan y el vino, los mismos elementos que Jesús tomó en sus manos”. Reproducimos a continuación, el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos con la catequesis sobre la Santa Misa. A la Liturgia de la Palabra — sobre la que me he detenido en las pasadas catequesis — sigue la otra parte constitutiva de la misa, que es la Liturgia Eucarística. En ella, a través de los santos signos, la Iglesia hace continuamente presente el Sacrificio de la nueva alianza sellada por Jesús sobre el altar de la Cruz (cf. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47). Fue el primer altar cristiano, el de la Cruz, y cuando nosotros nos acercamos al altar para celebrar la misa, nuestra memoria va al altar de la Cruz, donde se hizo el primer sacrificio. El sacerdote, que en la misa representa a Cristo, cumple lo que el Señor mismo hizo y confió a los discípulos en la Última Cena: tomó el pan y el cáliz, dio gracias, los pasó a los discípulos diciendo: «Tomen, coman... beban: esto es mi cuerpo... este es el cáliz de mi sangre. Hagan esto en memoria mía».

Obediente al mandamiento de Jesús, la Iglesia ha dispuesto la liturgia eucarística en momentos que corresponden a las palabras y a los gestos cumplidos por Él en la vigilia de su Pasión. Así, en la preparación de los dones son llevados al altar el pan y el vino, es decir los elementos que Cristo tomó en sus manos. En la Oración eucarística damos gracias a Dios por la obra de la redención y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Siguen la fracción del Pan y la Comunión, mediante la cual revivimos la experiencia de los Apóstoles que recibieron los dones eucarísticos de las manos de Cristo mismo (cf. Instrucción General del Misal Romano, 72).

Al primer gesto de Jesús: «tomó el pan y el cáliz del vino», corresponde por tanto la preparación de los dones. Es la primera parte de la Liturgia eucarística. Es bueno que sean los fieles los que presenten al sacerdote el pan y el vino, porque estos representan la ofrenda espiritual de la Iglesia ahí recogida para la Eucaristía. Es bello que sean justamente los fieles los que llevan al altar el pan y el vino. Si bien hoy «los fieles no traen ya, como en un tiempo, su propio pan y vino destinados para la liturgia, sin embargo el rito de la presentación de estos dones conserva su valor y significado espiritual» (ibid., 73). Y al respecto es significativo que, al ordenar a un nuevo presbítero, el Obispo, cuando le entrega el pan y el vino, dice: «Recibe las ofrendas del pueblo santo para el sacrificio eucarístico» (Pontifical Romano – Ordenación de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos). ¡El Pueblo de Dios que lleva la ofrenda, el pan y el vino, la gran ofrenda para la Misa! Por tanto, en los signos del pan y del vino el pueblo fiel pone la propia ofrenda en las manos del sacerdote, el cual la depone sobre el altar o mesa del Señor, «que es el centro de toda la Liturgia Eucarística» (IGMR, 73). Es decir, el centro de la Misa es el altar, y el altar es Cristo; siempre es necesario mirar el altar que es el centro de la misa. En el «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», se ofrece por tanto el compromiso de los fieles a hacer de sí mismos, obedientes a la divina Palabra, un «sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso», «por el bien de toda su santa Iglesia». Así «la vida de los fieles, su sufrimiento, su oración, su trabajo, son unidos a los de Cristo y a su ofrenda total, y de este modo adquieren un valor nuevo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1368).

Ciertamente, nuestra ofrenda es poca cosa, pero Cristo necesita este poco. Nos pide poco, el Señor, y nos da tanto. Nos pide poco. Nos pide, en la vida ordinaria, buena voluntad; nos pide corazón abierto; nos pide deseo de ser mejores para acogerle a Él que se ofrece a sí mismo a nosotros en la Eucaristía; nos pide estas ofrendas simbólicas que después se convertirán en Su cuerpo y Su sangre. Una imagen de este movimiento oblativo de oración es representado por el incienso que, consumido en el fuego, libera un humo perfumado que sube hacia lo alto: incensar las ofrendas, como se hace en los días de fiesta, incensar la cruz, el altar, el sacerdote y al pueblo sacerdotal manifiesta visiblemente el vínculo de ofrecimiento que une todas estas realidades al sacrificio de Cristo (cf. IGMR, 75). Y no olvidar: está el altar que es Cristo, pero siempre en referencia al primer altar que es la Cruz, y sobre el altar que es Cristo llevamos lo poco de nuestros dones, el pan y el vino que después se convertirán en el tanto: Jesús mismo que se da a nosotros.

Y todo esto es cuanto expresa también la oración sobre las ofrendas. En ella el sacerdote pide a Dios aceptar los dones que la Iglesia le ofrece, invocando el fruto del admirable intercambio entre nuestra pobreza y su riqueza. En el pan y el vino le presentamos la ofrenda de nuestra vida, para que sea transformada por el Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo y se convierta con Él en una sola ofrenda espiritual agradable al Padre. Mientras se concluye así la preparación de los dones, nos dispone a la Oración eucarística (cf. ibid., 77).

Que la espiritualidad del don de sí mismo, que este momento de la misa nos enseña, pueda iluminar nuestras jornadas, las relaciones con los demás, las cosas que hacemos, los sufrimientos que encontramos, ayudándonos a construir la ciudad terrena a la luz del Evangelio.

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