ANCIANOS Y JÓVENES, CREZCAN JUNTOS PARA CONSTRUIR UNA SOCIEDAD FRATERNA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE LA III JORNADA MUNDIAL DE LOS ABUELOS Y LOS ANCIANOS (23/07/2023)

En la homilía de la Misa por la III Jornada Mundial de los Abuelos y de los Ancianos, celebrada este 23 de julio en la Basílica Vaticana, el Papa Francisco exhortó a cultivar las relaciones con los ancianos para que haya un intercambio fecundo entre las generaciones. Ante a unos 6 mil fieles presentes, entre los cuales había numerosos ancianos y abuelos con sus nietos y familiares, el Santo Padre dedicó su homilía a la relación entre los jóvenes y los ancianos, que hay que cultivar y hacer crecer. Que la política, llamada a proveer a las necesidades de los más frágiles, no se olvide precisamente de los ancianos, dejando que el mercado los relegue a “descartes improductivos”, dijo el Sumo Pontífice en la homilía cuyo texto reproducimos a continuación, traducido del italiano:

Para hablarnos del reino de Dios, Jesús usa las parábolas. Cuenta historias sencillas, que llegan al corazón de quien escucha; y este lenguaje, lleno de imágenes, se asemeja al que muchas veces usan los abuelos con los nietos, quizás teniéndolos sobre las rodillas: así comunican una sabiduría importante para la vida. Pensando en los abuelos y a los ancianos, raíces que los más jóvenes necesitan para volverse adultos, quisiera volver a leer los tres relatos contenidos en el Evangelio de hoy a partir de un aspecto que tienen en común: el crecer juntos.

En la primera parábola, son el trigo y la cizaña los que crecen juntos, en el mismo campo (cf. Mt 13, 24-30). Es una imagen que nos ayuda a hacer una lectura realista: en la historia humana, como en la vida de cada uno, coexisten luces y sombras, amor y egoísmo. Es más, el bien y el mal están entrelazados hasta el punto de parecer inseparables. Este enfoque realista nos ayuda a mirar la historia sin ideologías, sin optimismos estériles y pesimismos nocivos. El cristiano, animado por la esperanza en Dios, no es un pesimista, ni mucho menos un ingenuo que vive en el mundo de las fábulas, que finge no ver el mal y dice que “todo está bien”. No, el cristiano es realista: sabe que en el mundo hay trigo y cizaña, y se mira dentro, reconociendo que el mal no llega sólo “desde afuera”, que no es siempre culpa de los demás, que no es necesario “inventar” enemigos que combatir para evitar arrojar un poco de luz dentro de sí mismo. Se da cuenta de que el mal viene desde dentro, en la lucha interior que todos nosotros tenemos.

Pero la parábola nos plantea una pregunta: cuando vemos que en el mundo el trigo y la cizaña conviven juntos ¿qué debemos hacer? ¿Cómo comportarnos? En el relato los siervos querían arrancar la cizaña inmediatamente (cf. v. 28). Es una actitud animada por una buena intención, pero impulsiva, incluso agresiva. Se engañan pensando que podrán arrancar el mal con sus propias fuerzas, para alcanzar la pureza. Una tentación que ocurre muchas veces: una “sociedad pura”, una “Iglesia pura” pero, para alcanzar esta pureza, se corre el riesgo de ser impacientes, intransigentes, incluso violentos hacia quien ha caído en el error. Y así, junto a la cizaña, se arranca también el trigo bueno y se impide a las personas hacer un camino, crecer, cambiar. Escuchemos en cambio lo que dice Jesús: “Dejen que el trigo bueno y la cizaña crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha” (cf. Mt 13, 30). Qué hermosa esta mirada de Dios, esta su pedagogía misericordiosa, que nos invita a tener paciencia con los demás, a acoger — en la familia, en la Iglesia y en la sociedad —fragilidad, retrasos y límites: no para acostumbrarnos a ellos con resignación o para justificarlos, sino para aprender a intervenir con respeto, sacando adelante con mansedumbre y paciencia, el cuidado del buen grano. Recordando siempre una cosa: que la purificación del corazón y la victoria definitiva sobre el mal son, esencialmente, obra de Dios. Y nosotros, venciendo la tentación de dividir el trigo y la cizaña, estamos llamados a entender cuáles son los modos y momentos mejores para actuar.

Pienso en los ancianos y en los abuelos, que ya han hecho un largo trecho de camino en la vida y, al volver la vista atrás, ven tantas cosas hermosas que han logrado realizar, pero también derrotas, errores, algunas cosas que — como se dice — “si volviera atrás no repetiría”. Hoy, sin embargo, el Señor viene a nuestro encuentro con una palabra dulce, que invita a acoger con serenidad y paciencia el misterio de la vida, a dejarle a Él el juicio, a no vivir de reproches y remordimientos. Como si quisiera decirnos: “Miren el buen trigo que ha germinado en el camino de su vida, háganlo crecer todavía más, confiándome todo, que siempre perdono: al final, el bien será más fuerte que el mal”. La vejez es un tiempo bendecido también por esto: es la época para reconciliarse, para mirar con ternura la luz que se expandió a pesar de las sombras, en la confiada esperanza de que el buen trigo sembrado por Dios prevalecerá sobre la cizaña con la que el diablo ha querido infestarnos el corazón.

Veamos ahora la segunda parábola. El reino de los cielos, dice Jesús, es la obra de Dios que actúa de manera silenciosa en la trama de la historia, hasta el punto de parecer una acción pequeña e invisible, como la de un minúsculo granito de mostaza. Pero, cuando este granito crece, «es más grande que todas las otras plantas del huerto y se convierte en un árbol, tanto así que los pájaros del cielo vienen a hacer nido entre sus ramas» (Mt 13, 32). También nuestra vida es así, hermanos y hermanas: venimos al mundo en la pequeñez, nos convertimos en adultos, después en ancianos; al principio somos una pequeña semilla, después nos alimentamos de esperanzas, realizamos proyectos y sueños, el más hermoso de los cuales es llegar a ser como ese árbol, que no vive para sí mismo, sino para dar sombra a quien lo desea y ofrecer un espacio a quien quiere construir el nido. Así que crecen juntos, en esta parábola, finalmente el viejo árbol y los pajaritos.

Pienso en los abuelos: qué hermosos son estos árboles frondosos, bajo los cuales los hijos y los nietos realizan sus propios “nidos”, aprenden el clima de casa y experimentan la ternura de un abrazo. Se trata de crecer juntos: el árbol exuberante y los pequeños que necesitan del nido, los abuelos con los hijos y los nietos, los ancianos con los más jóvenes. Hermanos y hermanas, necesitamos una nueva alianza entre jóvenes y ancianos, para que la savia de quien tiene a sus espaldas una larga experiencia de vida irrigue los brotes de esperanza de quien está creciendo. En este intercambio fecundo aprendemos la belleza de la vida, construimos una sociedad fraterna, y en la Iglesia permitimos el encuentro y el diálogo entre la tradición y las novedades del Espíritu.

Finalmente, la tercera parábola, en la que crecen juntas la levadura y la harina (cf. Mt 13, 33). Esta mezcla hace crecer toda la masa. Jesús usa precisamente el verbo “mezclar”, que evoca ese arte que es «la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de las manos», y de «salir de sí mismo para unirse a los demás» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 87). Esto vence los individualismos y los egoísmos, y nos ayuda a generar un mundo más humano y más fraterno. Así, hoy la Palabra de Dios es una llamada a vigilar para que en nuestras vidas y nuestras familias no marginemos a los más ancianos. Estemos atentos, para que nuestras ciudades aglomeradas no se conviertan en “concentrados de soledad”; que no suceda que la política, llamada a proveer a las necesidades de los más frágiles, se olvide precisamente de los ancianos, dejando que el mercado los relegue a “descartes improductivos”. Que no ocurra que, a fuerza de seguir a toda velocidad los mitos de la eficiencia y del rendimiento, nos volvamos incapaces de frenar para acompañar a los que les cuesta seguir el paso. Por favor, mezclémonos, crezcamos juntos.

Hermanos, hermanas, la Palabra divina nos invita a no separar, a no cerrarnos, a no pensar que podemos hacerlo solos, sino a crecer juntos. Escuchémonos, dialoguemos, sostengámonos mutuamente. No olvidemos a los abuelos y a los ancianos: por una caricia suya muchas veces hemos vuelto a levantarnos, hemos retomado el camino, nos hemos sentido amados, hemos sido sanados por dentro. Ellos se han sacrificado por nosotros y nosotros no podemos sacarlos de la agenda de nuestras prioridades. Hermanos y hermanas, crezcamos juntos, vayamos adelante juntos: que el Señor bendiga nuestro camino.

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